Sada vs. Bolaño / Carlos Velázquez

Desde hace tiempo he insistido en que la literatura mexicana está en crisis. Por decir lo que pienso, sin pensar lo que digo, más de un beso me dieron (y más de un bofetón). ¿En qué me baso para proferir tal blasfemia? En la proliferación de la novela histórica y en el abuso de la narconarrativa. Sumemos a lo anterior que el pobre espacio que resta en las mesas de novedades es acaparado por la obra completa de Fuentes y Vargas Llosa. Si esto no es una dictadura, qué es.
     No faltará quien me eche en cara que la literatura goza de buena salud, que se escribe todos los días. Entiendo. Pero no voy a ir cada mañana a tocarle la puerta a mi vecino para que me permita leer sus poemas. Aunque nos cueste aceptarlo, el mercado domina el acceso a los contenidos. Entonces, alguien me pedirá que rectifique. Que asevere solamente que la literatura que pertenece al mundo editorial es la que se encuentra en crisis. Pero no existe diferencia. Es la misma. Si en la actualidad la literatura consiste en repetir modelos, la crisis es más profunda de lo que supongo. La práctica nacional de las letras ha devenido en una fábrica de güevones. A los jóvenes escritores ya no les interesa narrar historias. Si añadimos que en los últimos años el autor que ha vendido más novelas sobre México es un chileno, Roberto Bolaño, podemos hacernos una idea de lo desolador que resulta el panorama de las letras mexicanas.          
     Pero la crisis no es exclusiva de las letras mexicanas, también campea sobre la «literatura norteña». La que se produce en el Norte de la República. Y si tomamos en cuenta que gran parte de la reputación de la literatura en el país es sostenida por las letras norteñas, la crisis resulta tremebunda. Y por si fuera poco, no existen dudas de que la literatura norteña atraviesa por una crisis en sí misma. Es una narrativa que empieza a fenecer. No hablamos entonces ya de una crisis. Si fracasa mañana la literatura norteña, qué sostendrá a las letras nacionales.
     Entonces surge un cuestionamiento: ¿cómo puede desfallecer algo que no ha alcanzado su esplendor? Lo que nos lleva a una interrogante más interesante: ¿cuál es la gran novela de la literatura norteña? ¿Existe? Ante esta pregunta lanzada al aire, alguien respondió que 2666, de Bolaño. Debo confesar que este comentario me ofendió. Para mí, una de las posibles respuestas sería Porque parece mentira la verdad nunca se sabe. Sin embargo, tiempo después lo comprendí. Con una escena literaria tan debilitada, por las razones que expuse arriba, la invasión de Bolaño reclamó para sí un mercado huérfano.
     ¿Por qué considero a Sada un autor infinitamente más excepcional que Bolaño? Por los mismos motivos que Rodrigo Fresán es mejor también. La respuesta es simple. El chileno es un escritor imitable. Baste revisar la producción de nuestros días para percatarnos de la multiplicación del fenómeno, al que de manera cariñosa y no sin sorna se ha bautizado como «los bolañitos». Pero más allá del impulso que provoque cierto esteta a ser plagiado, el problema más indefendible de la obra del chileno reside en la repetición.
     Abordemos dos casos, para ejemplificar. El argumento de Los detectives salvajes trata sobre la búsqueda de la poeta Cecilia Tinajero. La trama de 2666 es la misma. La búsqueda de Archimboldi, pero situada en Ciudad Juárez y extendida a cuatro novelas. Si realizamos un análisis más detallado, observaremos que la producción bolañesca está llena de estas repeticiones. Y no hablemos de su cuentística. A mi juicio, es uno de los peores cuentistas de la historia de Hispanoamérica. Tal vez sólo superado por Ricardo Piglia, quien, a pesar de ostentar varias teorías sobre el cuento, ha escrito las historias más funestas del género. Fuera de Plata quemada, todo lo que ha escrito Piglia es un fraude, incluida su célebre Respiración artificial.
     Sada, ante Bolaño, sufrió las siguientes desventajas: no fue tan jetsetero, no era imitable en lo absoluto, y arribó tarde a la editorial Anagrama. Ante la fenomenología creada por Ciudad Juárez, una novela ambientada en las ignoradas comunidades de Coahuila no tiene oportunidad. Pero quizá el pecado mayor de Sada radique en que era un mejor escritor. Infinitamente. A Bolaño no le creo por varias pifias que cometió, pero la principal es que sus creaciones abrevan del realismo mágico (al que tanto atacó y criticó). Su carrera es una extensión de la dictadura literaria latinoamericana. Y es aquí donde Sada demostró ser un autor con una propuesta auténtica —que realizó desde la novela, y no a partir de su persona, caso contrario al de Bolaño.
     Más allá de sus experimentos lingüísticos —sin contar que, si se repitió (según algunos detractores), no fue redundante (y lo relativo a la repetición está sujeto a discusión)—, Sada (junto a otros) abrió una puerta que me parece el elemento más destacado de la «literatura norteña». Uno de los rasgos más trascendentales de la narrativa norteamericana es la búsqueda irrenunciable de la Gran Novela «Americana». En Porque parece mentira la verdad nunca se sabe y en Casi nunca, lo que Sada propone es una pesquisa similar, pero la concerniente a la Gran Novela Norteña. Y en este punto se localiza el gran reto de las letras del Norte. Antes creíamos que su éxito o su permanencia dependían de su capacidad para incorporarse al corpus de la literatura hispanoamericana.      Nos equivocamos. Su consolidación compete sólo a esa búsqueda. En lo personal, para mí la novela más grande que ha creado el Norte es Efecto Tequila, de Élmer Mendoza.
     La novela de Sada no sólo nos habla de recuperar una geografía, o de darle la espalda al modelo bolañiano-realista mágico: evidencia la crisis por la que atraviesan nuestras letras. Y por catastrófico que suene este bache, también es estimulante. Y me pregunto: ¿cómo va a superar esto la literatura mexicana? ¿Saldrá de sus problemas o va a desaparecer? ¿Conseguirán las siguientes generaciones rescatarla? ¿Necesita que lo hagamos?

 

 

Comparte este texto: