(Victoria-Gasteiz, España, 1970). Su libro más reciente es «No soy yo» (Destino, 2022).
Escribo por las noches. Cuando mi marido y mis hijos duermen, enciendo el ordenador portátil en el salón, en un rincón donde he montado una especie de escritorio —los metros de mi piso no dan para una habitación propia—, y allí escribo. Pero antes de que llegue ese momento también estoy escribiendo, porque en las horas previas a que se acueste mi familia mi mente ya está pensando en lo que voy a crear por la noche. Así, escribiendo sin escribir, he tomado muchas decisiones estratégicas para mis obras. Hace dos años, por ejemplo, di con la clave de mi siguiente novela mientras enjabonaba la cabeza de mi hijo, de rodillas, junto a la bañera: decidí entonces que el protagonista tendría una pasión oculta, la pintura, que cambiaría su vida; y en más de una ocasión he decidido si matar o no a algún personaje al tiempo que preparaba la cena. Puedo decir que hay vidas en juego mientras bato huevos.
No vivo de escribir. Trabajo en la biblioteca del Museo de Bellas Artes, por lo que no es casualidad que en mi última novela haya tomado protagonismo la pasión por la pintura. La vida de quien escribe se cuela en sus ficciones como una lagartija entre las piedras.
No puedo decir que tenga un mal trabajo, no está mal pasar el día rodeada de libros de arte, sobre todo si amas la pintura, pero pasaría a gusto las ocho horas de mi jornada escribiendo, en lugar de tener que hacerlo por las noches.
Sin embargo, ha ocurrido algo en el último año que ha trastocado totalmente mi manera de crear, algo que me ha puesto difícil quedarme a solas por la noche en el salón para poder escribir.
Mi marido es un gran aficionado al fútbol. Bueno, no. Más que aficionado es creyente. Es un apasionado de su equipo, el Athletic de Bilbao, pero su pasión no se limita a un escudo o a los colores de una camiseta, porque vive y ama el fútbol en general, el fútbol en mayúsculas. Le gusta el fútbol como quien ama la pintura y le gusta Monet pero ello no le impide disfrutar con Cézanne, Zuloaga, Gal, Zumeta o Kahlo.
Pues eso le ocurre a mi marido. No pestañea viendo los partidos del Barcelona o del Bayern de Múnich, pero alimenta también su pasión viendo un partido del Eibar o del Lemoa; disfruta con los goles, los pases y los lanzamientos de falta de las estrellas del Real Madrid, Manchester United y Chelsea, pero también con un contraataque del Alavés o una parada del portero del Bermeo Fútbol Club, el equipo del pueblo de sus padres. Y qué decir de las selecciones nacionales. Cuando suenan los himnos y los jugadores se alinean y miran al infinito, le crece el cuello como si fuese uno de ellos. En los mundiales, sobra decirlo, me quedo sin marido.
Lo que nunca pensé es que el fútbol fuera a convertirse en el culpable de la transformación de mi manera de escribir, aunque, más que el propio deporte, los culpables han sido quienes han decidido que los partidos se pueden programar también los días de labor y en horario de noche. Desde que los partidos se juegan a la hora de irse a dormir, ya no me quedo sola en el salón por las noches. Ahora comparto mi reino nocturno con mi marido. Y no es lo mismo.
Durante un tiempo he sido incapaz de escribir una sola línea, e incluso por las noches he deseado que llegara la mañana siguiente para volver al trabajo. Por lo menos allí puedo alimentar mi inspiración con los libros de arte. Así, durante un tiempo me he dedicado a buscar escritos de pintores sobre sus obras, quizá con la intención de encontrar una pista para entender qué busco yo en la literatura o un aliciente que me anime a seguir.
Recuerdo haber leído a Edvard Munch contar que la inspiración para pintar la conocida obra El grito le llegó mientras presenciaba una puesta de sol en la que las nubes se pusieron tan rojas como la sangre. «Los colores gritaban», escribió el pintor recordando aquel momento.
«Los colores gritaban», leí en uno de aquellos libros.
Nuestro salón es grande, y el rincón en el que escribo está un poco apartado, de espaldas al televisor. Mi marido se pone los auriculares para no molestarme.
—Tú a lo tuyo, como si yo no estuviera —me dice mientras se prepara ansioso para ver el partido de turno.
Pero no se da cuenta de que oigo sus:
—Uyy…
Oigo sus:
—Ayy…
Oigo:
—No, hombre, no… Cómo va a ser eso falta…
Estoy convencida de que no se da cuenta. Sé que intenta no hacer ruido y que se muerde la lengua cuando marcan. No grita nunca gol. Pero es igual, porque sé cuándo meten gol. De repente, tras de mí siento una especie de hipo, un grito contenido que mueve unos milímetros los cuadros de la pared y un suspiro que se alarga. Y miro hacia atrás y veo a mi marido más estirado de lo normal: las piernas rectas, los ojos bien abiertos y los dedos separados unos de otros como si con las manos sujetara dos lámparas de araña. Aunque no abra la boca, su cuerpo grita gol sin que él se dé cuenta.
Desde que escribo mientras mi marido ve el fútbol, he pensado muchas veces que si consiguiera emocionar a alguien con mi escritura la mitad de lo que se emociona él viendo un partido, me daría por satisfecha. No creo que nunca nadie se haya puesto así leyendo mis libros. A veces me pregunto para qué escribo y para quién, y si mis palabras son realmente capaces de remover a alguien por dentro. Si no son capaces de emocionar más que un balón de fútbol rodando por el césped, me pregunto si merece la pena seguir escribiendo. Quizá por eso busco últimamente en los escritos de famosos pintores una razón, una pista que me permita seguir creyendo en el arte, en la creación.
La afición que mi marido siente por el fútbol no la siente por la literatura ni por lo que yo escribo, eso lo he tenido claro desde el primer libro que publiqué. Me lee, o, mejor dicho, comienza a leerme, pero sé que no termina mis libros. Cuando publico uno nuevo, lo toma entre sus manos con interés, me hace algún comentario sobre la portada, o sobre mi foto en la solapa, y me dice:
—Tiene buena pinta.
O les pregunta a los niños, señalando la foto en la solapa:
—A ver, chicos, ¿quién es ésta?
O tras leer el primer párrafo, me dice:
—Empieza bien, ¿no?
Pero yo sé que no va a pasar de la página diez. Noche tras noche, veo que el marcapáginas se ha quedado anclado en el mismo lugar.
Desde que comencé a escribir mientras mi marido ve el fútbol, hay una idea que ha llegado a obsesionarme. Miro a la pantalla, miro después a mi marido con los ojos pegados al televisor, y me pregunto una y otra vez qué tiene ese deporte que enciende pasiones. Y, lo más importante para mí, ¿es posible trasladar esa misma pasión a la literatura?
Así que, con esa pregunta en la cabeza, hace un año comencé a experimentar. Comencé a escribir mirando a mi marido mientras ve el fútbol con sus auriculares, como intentando trasladar la pasión que inunda el aire del salón a la pantalla del ordenador, como si quisiera chuparle la sangre a la manera de un vampiro. Escribo unas líneas y miro a mi marido, escribo un párrafo y miro a mi marido, al igual que un pintor que mira al horizonte para inspirarse. Lo veo removerse en el sofá cuando están a punto de lanzar una falta peligrosa y pienso: «¿Cómo, con qué adjetivos, con qué historia, puedo conseguir que a un lector le tiemble el labio inferior de emoción al igual que le ocurre a mi marido segundos antes del disparo?».
Pero en los últimos meses ha ocurrido algo sorprendente. Me he dado cuenta de que mirar a mi marido emocionado —nunca me había fijado en que se emocionara tanto— me inspira para escribir. Desde que escribo mirando a mi marido mientras ve el fútbol escribo mejor, escribo con más pasión, las letras parecen fijarse con uñas a la página en blanco, las palabras parece que muerden cuando las lees. Y los párrafos nacen uno detrás de otro, sin parar, hasta que he conseguido terminar la novela en la que estaba atascada desde hacía dos años. Mirar a mi marido emocionado viendo el fútbol ha soltado un nudo que desde hace tiempo tenía dentro, y, por fin, el protagonista de mi novela se rebela y lo deja todo para dedicarse a lo que realmente le apasiona, la pintura. Y llora al terminar sus cuadros, de emoción y de satisfacción; llora de gozo, sintiendo que la sangre corre por sus venas otra vez. Lo escribo todo sin pausa, como un río que fluye sin parar.
Cuando mi editor terminó de leer el original me llamó para decirme que nada de lo que había escrito antes le había impactado y emocionado tanto, había algo magnético en aquellas palabras, en aquellas frases.
Desde que la novela se publicó hace un mes, las críticas publicadas han coincidido en destacar la emoción por encima de todo. Recibo mails emocionados de lectores, muchos de ellos me agradecen que haya escrito la novela porque los ha animado a desatar su auténtica pasión: hay quien ha encontrado la valentía para empezar a escribir o para empezar a estudiar lo que siempre quiso, hay quien ha conseguido destapar la atracción que siente por las personas de su mismo sexo. Confiesan que la novela les ha dado el impulso que necesitaban para liberar sus pasiones e intentar hacerlas realidad.
Pero no sólo en los lectores. La novela también ha tenido efectos inesperados en mi marido. Hace tiempo que ha pasado de la página diez, y esta última semana lo veo por casa con el libro en la mano para aquí y para allá. No parece que para él éste sea un libro más. Si le hablo mientras lee, no me responde, igual que cuando ve los partidos del mundial.
Y yo, agradecida con el fútbol como nunca pensé que iba a estarlo, sigo escribiendo mientras miro a mi marido, aunque, a decir verdad, cada vez le miro más y escribo menos, porque he descubierto que me enloquece ver esos ojos llorosos cuando su equipo falla un penalti, me vuelve loca ese grito contenido cuando llega el gol, esa forma de tragar saliva antes de una falta directa.
Hoy me he sentado junto a él. Tiene mi novela a su lado, sobre el sofá. Según el marcapáginas le falta poco para terminarla. Le he pedido que se quite si quiere los auriculares, que voy a descansar un poco y podemos ver juntos el partido. He leído en la prensa que se trata de una eliminatoria importante (desde que escribo mirando a mi marido he empezado a leer las páginas de deportes). Y junto a él, me he sentido bien por un instante, como hacía años que no me sentía, los dos sentados mirando al mismo lugar. Me ha recordado al tiempo en que íbamos juntos al cine cuando éramos novios.
Pero en un momento dado, mi marido ha levantado la vista del televisor, ha tomado entre sus manos el libro y ha comenzado a leer. No me lo puedo creer. No le miro directamente, no quiero que perciba mi sorpresa, así que sigo mirando a la pantalla, al partido de fútbol, y veo un balón que rueda sobre el verde y cuatro jugadores que corren sudorosos hacia él.
El de la camiseta roja toca la pelota con la pierna derecha y el resto le sigue por detrás, con urgencia, como si dentro de aquel balón se escapara rodando su propio corazón. El comentarista dice que el equipo blanco está presionando muy arriba, lo que provoca que los contraataques del equipo rojo sean muy peligrosos; el jugador rojo controla el balón, chuta con fuerza, un jugador se desmarca, lo recoge, sigue adelante, corre, tiene enfrente al portero, sólo al portero, el comentarista habla más alto, más rápido, los espectadores se levantan, el portero se adelanta, los brazos extendidos, las piernas extendidas, el jugador rojo chuta y…
—Gol.
Mi marido me mira asombrado.
—¿Has gritado gol?
—¿Yo?
—Sí, acabas de gritar gol.
—No digas tonterías, es tu imaginación.
—¿Te importa ponerte los cascos? Tu libro está interesante.
Iba a responderle que no necesito los cascos, que a mí no me interesa el fútbol realmente, pero lo veo tan concentrado en mi libro que me pongo los auriculares, y ahora oigo a los comentaristas como si estuvieran en mi interior, como si me hablaran al oído, y mis latidos se aceleran.
Mi marido, tras ver la repetición del gol, sigue leyendo. Es increíble lo que está pasando. Podría apagar el televisor y ponerme a escribir, pero no tengo ganas. Y ahora empiezo a temer que no voy a ser capaz de escribir nada si no observo a mi marido emocionado viendo un partido de fútbol. Pero no mira a la pantalla, sino a mi novela.
Ahí está. Leyendo sin parpadear una página tras otra. Con empate en el marcador y a cinco minutos de terminar el partido.
Sin quitarme los auriculares, le miro de reojo, compruebo que está en las últimas dos páginas de la novela y entonces percibo un brillo especial en sus ojos. Aspira fuerte el aire, lo contiene dentro unos segundos y lo expulsa en un suspiro. No puede ser. Mi marido está a punto de llorar con mi novela.
Vuelvo a mirar al televisor.
Está ocurriendo un milagro.
Una paleta de colores toma la pantalla: camisetas rojas y blancas sobre el verde, el público multicolor, los anuncios que se encienden y se apagan… y sobre la paleta, los pases de los jugadores como rotundas pinceladas blancas, dribblings de trazo retorcido, hay una plasticidad que da volumen a la pantalla, una intensidad de luz impresionista, y sobre ella, en el momento en que las voces de los comentaristas se elevan, el portero del equipo blanco estira el brazo como el Adán de Miguel Ángel hacia Dios. Pero no llega.
Gol.
Camisetas rojas saltan y se abrazan, el público zarandea banderas rojas, una bengala enciende la pantalla. Y en medio de todo, el delantero que ha metido el gol, arrodillado sobre el césped mirando al cielo, grita exultante.
Mis lágrimas le dan un efecto sfumato a la imagen, difuminándolo todo y dándole unidad.
No puedo dejar de llorar.
Los colores gritan en la pantalla de mi televisor y mis ojos no soportan tanta belleza
Traducción del euskera de la autora.