El cuerpo helado de Eusebio

Jorge Contreras

(Guadalajara, 1993). Es ingeniero. Ha participado en talleres de cuento del CAAV y en Gotham Writers.

I.

Siempre tuyo, Aurelio.

Las que dejamos este testimonio somos las últimas de la especie y las primeras en ver el inicio del fin. A diferencia de los dinosaurios, que vieron el meteorito y buscaron un lugar para refugiarse, nosotras no hicimos eso. Por el contrario, lo vimos emerger de los ojos del hombre triste e, ingenuas, hicimos un cráter antes de que el meteorito cayera en el espacio que habíamos tomado como hogar.

No creemos que ese hombre haya tenido la intención de acabar con nuestra especie. Nosotras tampoco queríamos acabar con la suya y casi lo logramos. Las ancestras decían que la curiosidad con la que nacieron las últimas generaciones era el resultado de todo lo que les había tocado vivir. Imagínate: relegadas desde el periodo cámbrico a los rincones, las esquinas y las tuberías, a la vida en la oscuridad. Un día, de repente, tus patas son más largas. Sacas un tarso de la tubería, tocas el sol y él te regresa la caricia. Afuera escuchas un grito que te eriza los vellos del esternón y ves dos figuras humanas que corren asustadas. Pero te das cuenta de que el grito no fue debido a un miedo irracional, sino miedo genuino de encontrar a una araña de su tamaño.

Dicen que fue porque uno de los ganaderos de la zona dejó caer clembuterol en las tuberías. Una de nosotras lo bebió y empezó a crecer. Después todas en la colonia bebieron del agua mágica y crecieron a tamaños nunca vistos. La fama del agua fue tal que llegaron arañas de varias partes del mundo. La mamá de Virginia, la de la mancha roja, era australiana. Vinieron del bosque, de la ciudad, de la jungla y de los rincones de la biblioteca municipal. Todas bebieron del agua, eso cuenta la leyenda.

La leyenda también dice que antes de que llegaran a medir dos metros, varios humanos intentaron acercarse a la colonia. Algunos llevaban trajes que los cubrían por completo, pinzas y jeringas. Otros cargaban rifles y armas de mayor calibre. Todos murieron a patas de las primeras que salieron de la tubería. Aún nadie se explica si los mataron en defensa propia o por precaución, lo que se sabe es que cuando perdieron el miedo a los humanos, nuestras ancestras salieron atropelladas fuera de la tubería a conocer el mundo que por tanto tiempo nos fue negado.

El propósito nunca fue destruir a los humanos. Lo más sensato es creer que nos dejamos guiar por la curiosidad. Cuando nosotras salimos, los humanos desaparecieron. Más bien, nos los comimos. Y no fue por sádicas, sino por glotonas. Acabamos con todos excepto con uno, Aurelio, quien causó este holocausto.

Llevábamos muchos años siendo las dueñas del mundo. De vez en cuando encontrábamos algún cuerpo humano podrido entre las telarañas, despidiendo un olor tan apetitoso que hacía que nos juntáramos por varios días alrededor del cuerpo hasta que alguna decidía que la cena estaba lista. Los más sabrosos eran los pequeños humanos sin vello, que lloraban en un tono agudísimo hasta que nos los comíamos. Su carne era jugosa y sus huesos se partían con facilidad, podíamos devorarlos crudos sin tener que esperar a que se pudrieran. En otras ocasiones alguna daba con una espina vertebral, una mandíbula o una caja torácica que más tarde se convertirían en instrumentos musicales para ambientar las fiestas.

Solíamos recorrer la ciudad envueltas en risas y en nuestras ganas de comernos al mundo. Nos trepábamos a los árboles y los cubríamos con telarañas, rompíamos los cristales para escuchar el sonido del vidrio, nos metíamos a las casas deshabitadas para encontrar basura o humanos podridos. Hambrientas y excitadas fue como dimos con Aurelio. Cuando entramos a su casa también le abrimos la puerta a nuestra extinción.

La suya no era como las otras. Por primera vez no sentimos la urgencia de destruir. En cambio, no podíamos movernos: la alfombra estaba tejida con patrones tan peculiares que nos hicieron recordar a las telarañas que bordaban nuestras madres. Arabella contaba que no pudo evitar las lágrimas al observar las cortinas bordadas, casi tan bellas como las de su tía. Entrar a la casa de Aurelio fue como entrar a un museo. No queríamos hacer ruido ni tocar nada, caminamos sobre las uñas para no ensuciar los manteles y los cubrecamas.

Al ingresar, entramos todas en un trance colectivo de paz, casi como volver a la infancia primigenia en que andar prendadas de la panza velluda de nuestras madres era suficiente para sentirnos protegidas. Cada cuarto que pasábamos era más lindo que el anterior, cada prenda más complicada: crochet, ganchillo, telar, punto de cruz. Arabella identificó todas las técnicas. En la cocina encontramos fruta fresca y comida recién preparada, aunque eso no fue lo que llamó nuestra atención. En la planta alta y emitiendo un sonido tan primitivo como la vida en las tuberías, encontramos a un hombre tejiendo en su mecedora. Sus manos se movían mecánicamente entre dos agujas, de las que colgaba una hermosa cortina verde, cada hilo despedía un tono distinto. Era como estar en la jungla revestida de plantas exóticas. El sonido de las agujas hizo que nos acercáramos con cautela hasta que sus ojos hicieron contacto con los nuestros: estaban apagados, sin vida, profundos como un cráter. Su mirada se desvió despacio a la ventana, como esperando a alguien que tardaba en volver. No gritó ni corrió asustado cuando regresó la mirada hacia nosotras. Cornelia, la más grande del grupo, no pudo resistirse a tocar la obra de arte que Aurelio estaba tejiendo. Antes de morir, ella nos confesó que aquél fue el momento más trascendente de su vida.

Aurelio fijó su vista en la araña gigante frente a él y sus patas que tocaban la cortina. Todas estábamos en silencio esperando el detonante de la locura. Temblando de miedo, Cornelia escupió telaraña desde su esternón a los pies de Aurelio, y empezó a tejer como le enseñó su mamá. Nuestros ochenta ojos se movían de las patas tejedoras de Cornelia a los ojos vacíos de Aurelio. Estábamos listas para atacar. Con un movimiento suave, Aurelio tomó sus patas. ¡Se las va a arrancar!, dijo alguien desde el fondo de la habitación. En cambio, Aurelio movió las patas del mismo modo que movía sus agujas hasta que vimos aparecer frente a Cornelia una bellísima bufanda.

Todas emitimos un sonido lo más parecido al terror y a la admiración. Las del fondo comenzaron a escalar sobre las espaldas de las otras para ver al hombre que sabía tejer mejor que un puñado de arañas.

II.

Muchas veces deseé que me vieras con la misma curiosidad con la que tú las veías a ellas. La razón y la lógica tienen una explicación ante el tedio y lo cotidiano de las relaciones. El «spleen», diría Baudelaire en esos libros que te causaban el mismo disgusto que a mí me provocaba tu afición por las arañas. No debí casarme con un aracnólogo.

La escena posterior al Aurelio que tejía con las patas de Cornelia aún vuelve a nosotras como las olas del pesado mar que ahora lo cubre todo, y que siguen destruyendo el mundo que nos quedó. En esas memorias encontramos solaz, y nos recuerdan la belleza destructiva de aquel hombre. Quizás así nos veía él. ¿Así nos habrá visto cuando, después de Cornelia, todas hicimos una fila para que tejiera con nuestras patas?

A la mañana siguiente nos presentamos en su casa desde temprano. Volvimos con las patas limpias y las panzas peinadas. Queríamos lograr una segunda impresión con el hombre que tejía mejor que nosotras. Alguien tocó el timbre y cinco minutos más tarde salió Aurelio, los mismos ojos decaídos. Arabella se acercó a la puerta, expulsó telaraña sobre la alfombra de la entrada e intentó sin éxito replicar las puntadas. Aurelio tomó sus patas como un par de agujas y empezó a moverlas hasta que juntos tejieron una alfombra idéntica a la suya. Hizo un par de puntadas más, levantó la vista y conectó con ochenta ojos emocionadísimos, pidiéndole permiso para entrar a su casa. Él simplemente abrió la puerta.

Seguimos su silueta jorobada desde el recibidor hasta la sala y de ahí a su estudio en la planta alta. Íbamos todas en silencio, como han dicho que se entra a un templo sagrado. No queríamos tocar nada. Una vez instaladas dentro de su estudio, nos preguntó: ¿Pueden cerrar la puerta? Y alguien la cerró inmediatamente.

De uno de los cajones del escritorio sacó una bolsita de estambre, en esta ocasión amarilla con naranja. Con su dedo índice nos indicó que hiciéramos una media luna alrededor de él, como si nos fuera a contar una historia. Después sacó dos ganchos y, de la misma forma que habíamos visto a los humanos en el teatro de la ciudad, nos empezó a dirigir como a una orquesta. Con nuestras patas creamos elegantes piezas de vestir que más tarde se volvieron tendencia en la colonia: gorros, faldas, calcetas y mallas de red. Aurelio (en las olas aprendimos que así se llamaba) tejió un suéter con los colores del cielo al atardecer. Virginia, la única en nuestra pandilla que tenía una mancha roja en la panza y cuyo marido tenía poco tiempo de fallecido, se paró frente a él, apuntando con sus tibias el suéter de Aurelio y luego al suéter blanco que ella había tejido. Aurelio entendió sus deseos y se dirigió al grupo: ¿Pueden traer una granada del patio? Y alguien se la llevó al instante. Aurelio golpeó varias veces la granada y dejó caer el jugo sobre el suéter de Virginia.

Ella chasqueó los tarsos y se inclinó al frente, ahora con las tibias levantadas, esperando a que Aurelio le pusiera la prenda teñida. Esa misma noche, presumiendo el suéter que había teñido en clase, Virginia levantó el duelo que se había impuesto tras enviudar de su segundo esposo, y se apareó otra vez.

Una semana después no éramos diez sino doscientas cuarenta y tres arañas frente a su puerta; algunas llevábamos naranjas, sandías o aguacates para teñir. Cornelia incluso llevaba sangre de humano pequeño en un frasquito. Después de tocar el timbre, Aurelio abrió la puerta: sus ojos cambiaron por un instante de vacío a sorpresa. Antes de dejarnos entrar, sacó un letrero con la foto de una persona: ¿Han visto a este hombre?, nos preguntó mientras lo sostenía y apuntaba a la foto; nadie respondió. Entonces sacó un segundo letrero y le pidió a Cornelia que le ayudara a colgarlo en el balcón. «Las clases empiezan a las ocho en punto, diez arañas por clase». Así fue como se fundó la Academia de Tejido, Tricotar y Bordado para Arácnidas.

Largas multitudes se formaban frente a su puerta desde temprano, esperando que Aurelio las escogiera como alumnas. Las riñas en la fila se volvieron tan frecuentes que fue necesaria la intervención de la policía para preservar el orden. Este evento llamó la atención de la ministra de Seguridad y eventualmente de la monarquía. Así fue como Aurelio se hizo popular entre la colonia y los miembros de la corte de la reina Kukulkania.

La reina Kukulkania le pidió a Aurelio que remodelara todos los textiles del palacio real y que adornara las esquinas de cada cuarto para darles un aspecto más acogedor. Incluso le pidió como favor personal un atuendo para celebrar el aniversario de su coronación. Quería un vestido ampón con muchas capas de tela y pedrería fina. Con ayuda de nosotras, su grupo más avanzado, Aurelio creó un atuendo tan hermoso que aún después de tantos años y de las catástrofes que nos tienen de vuelta en la dictadura de la oscuridad, se sigue hablando del vestido como si lo estuviéramos viendo por primera vez.

III.

…si tan sólo pudiera preguntarles, si tan sólo ellas me dijeran. Si entendieran lo mucho que te amo, ¿me ayudarían? Lo intenté, incluso les enseñé tu foto. Voy a ver pronto a la reina, espero que ella me ayude. Cuando siento que no puedo más, agarro una mandarina del árbol que tú plantaste y beso la fruta pensando que son tus labios…

Aun con todos los cambios que sufrió la colonia, hubo algo que permaneció constante: el inexplicable duelo que cargaba Aurelio en sus ojos. No importaba cuánto nos esforzáramos por hacer piezas más bonitas o tricotar más rápido, ni si le llevábamos un presente. Anacleta, la mexicana, había aprendido a hacer tostadas de adobo con grillos y se las llevaba para cenar. Pero él siempre tenía la tristeza impresa en la cara, los ojos fijos en el vacío mientras sus manos tejían mecánicamente. Cuando se terminaban las clases y volvíamos a la colonia, él se quedaba en la puerta, ambos brazos colgando, pesados como los pétalos marchitos de la flor que un día se pavoneó erguida. En una de las sesiones, mientras nos explicaba cómo hacer la costura en un bastidor, lo escuchamos decir palabras incomprensibles pero que sonaban a un terrible dolor, y en lugar de un lazo nupcial bordó una soga para colgarse. Todas emitimos un grito. Cuando Aurelio se dio cuenta de lo que había bordado, detuvo la clase y nos sacó al patio. Nos pidió que escogiéramos nuestra fruta favorita para pintar los calcetines que haríamos la siguiente semana. Mientras cortábamos mangos y toronjas, lo vimos tomar del árbol del centro una mandarina. Retiró la cáscara con mucho cuidado y besó la fruta.

Hay quienes dicen que así comenzó nuestra extinción: con su tristeza. De repente, su casa ya no estaba limpia, aunque nosotras barríamos y trapeábamos antes de irnos. Cuando volvíamos, la casa estaba sucia otra vez y la cena sin tocar. Estábamos tan acostumbradas a la casa impecable de Aurelio que el olor de la comida pudriéndose nos revolvía la panza. ¿Está enfermo? ¿Qué le está pasando? Nadie podía encontrar respuesta. En una de sus últimas clases, en lugar de coser botones, tejimos velos negros de red que sólo le gustaron a Virginia, quien se reincorporó a las clases después de velar a su tercer marido.

Poco a poco la tristeza tomó el control de nuestro Aurelio. Caminaba por su casa arrastrando los pies, los ojos fijos en el suelo. Ya no los levantaba para ver las piezas que creábamos con tanto esmero. De lo que alguna vez fue una orquesta gigante, sólo quedamos las violinistas, un pequeñísimo arreglo de cuerdas que le permaneció fiel. Estábamos asustadas por lo que le pudiera pasar.

La última clase se acabó a medianoche. Aurelio tejía con estambre azul. Sus ojos no estaban fijos en el suelo, sino en la ventana, completamente abiertos. Él murmuraba, no entendíamos lo que decía. Después de limpiar la casa, al despedirnos, no respondió. A la mañana siguiente, Aurelio no salió cuando tocamos el timbre. Temiendo lo peor, Cornelia derribó la puerta y corrimos a su encuentro. En donde habíamos dejado a nuestro Aurelio ahora estaba un hombre al borde de la locura. Lo que una noche antes era simple estambre se había convertido en una pesadísima cobija azul que cubría el estudio. Tratamos de sacarlo de su trance, pero no tuvimos éxito. Él tejía y tejía con los ojos fijos en la ventana y hablándole al viento. Al final del día, la cobija cubría los dos pisos. Una semana después era imposible acercarse a la esquina de su cuadra. La cobija azul lo cubría todo, estaba húmeda y se volvía más pesada.

IV.

Eusebio, mi amor. He olvidado cómo escribir. Me quedo viendo la ventana día y noche, esperando que vuelva tu cuerpo delgadísimo a nuestra casa. Me tengo que repetir todos los días: las arañas te mataron, yo vi cómo te arrancaban la cabeza…

Estábamos ansiosas. Queríamos salvarlo antes de que hiciera algo estúpido. Si tan sólo nos pudiera decir lo que sentía, estábamos dispuestas a extenderle una pata. La cobija se empezó a retirar despacio, de regreso a la casa de Aurelio. Creímos que había salido de su trance y que la estaba doblando.

Patricia «la piernuda» fue la única que supo lo que era aquello: un maremoto. Lo había leído en los libros de la biblioteca, en donde vivía antes. Dijo también que la cobija húmeda se iba a retirar lentamente a su origen, que volvería después como una ola altísima y que destruiría todo a su paso. Que un tronido muy fuerte sería la señal del inicio. Unas pocas afortunadas le hicieron caso y subieron a las montañas y a los edificios más altos. El resto nos quedamos a ver cómo aquella cobija se retraía, aún con la esperanza de ver a Aurelio y entregarle un pañuelo bordado para que secara el agua que salía de sus ojos.

Tal y como lo dijo Patricia, lo primero fue un tronido que nos dejó con la sensación de ser rociadas con una sustancia ácida que te hacía revolver el cuerpo por el piso y desear que te arrancaran las patas. Después, la cobija se irguió en dirección a nosotras y ganó tamaño hasta alcanzar la altura del palacio de la reina Kukulkania. La primera ola fue la más mortal. Las que no murieron del impacto, perdieron extremidades o desaparecieron entre las múltiples corrientes. Otras se guarecieron en sus casas con la esperanza de que las estructuras aguantarían la fuerza de la cobija. Tras el constante movimiento de las olas que parecían no encontrar bahía para descansar, las casas cedieron y sólo quedaron los escombros flotando a la deriva. El punto que marcó el fin del maremoto hilado fue el descubrimiento de los metatarsos inertes y cubiertos de rubíes de nuestra reina. Días después encontramos el esternón y el resto de su cadáver. ¿Por qué? ¿Por qué Aurelio decidió hacernos esto, después de abrirnos las puertas de su casa?

Tras las olas, vino el canibalismo. La última de sus víctimas fue Virginia, quien ya no dudaba en comerse a quien fuera, sin importar el estado civil de su merienda. Presa de la culpa y de un hambre implacable, decidió llenarse los bolsillos de piedras y lanzarse a las olas antes que comerse a sus hijos. Mientras tratábamos de sacar su cuerpo, Anacleta cayó también. Desesperada, movió todas las patas para que la corriente no se la llevara. Sin embargo, la expresión de sus ocho ojos se fue transformando. Vimos cómo seguía la urdimbre de la cobija húmeda con los tarsos de las patas frontales. De pronto dijo: Esto es una vocal.

Anacleta, llena de curiosidad, siguió el cabo del estambre. Al tiempo encontró una consonante y luego otra vocal. Cuando las puso juntas, formó una palabra: Eusebio.

Eusebio, mi amor, ya se me olvidó cómo escribir…

Libres del miedo y con ganas de saber aquello que Aurelio no pudo decir más que en su cobija, nos metimos al agua. En cada hilo, trama y cadena, encontramos las explicaciones que necesitábamos leer para entender el nuevo orden del mundo.

¿De dónde me agarro, Eusebio? ¿Qué tiene que pasar para que entienda que no vas a volver, que todas mis esperanzas son inútiles, que la muerte es la amiga más cruel y la única que cumple sus promesas? ¿Cómo les digo que me ayuden, que necesito encontrar tu cuerpo, enterrarte en un panteón y llevarte flores, rezarte un rosario y descansar junto a ti cuando me llegue la hora?

Las noches posteriores al descubrimiento de la carta tejida de Aurelio, conocimos lo que es el llanto, el propio.

No sé cómo llorarte, Eusebio. ¿Cómo me explico tu partida? ¿Cómo me explico tu ausencia? No tengo fuerzas para limpiar ni barrer, esperando que cuando llegues encuentres la casa limpia y la comida caliente, que me cuentes lo que hiciste en el laboratorio. Si pudieras ver cómo se pasean en la casa, cómo ven los cuadros con la foto de nuestra boda. Nada me entusiasma, Eusebio. He perdido la razón y el propósito de mi vida. No dejo de pensar en que tienes frío, que tú siempre tienes frío. Nunca me quejé de que me quitaras la cobija a medianoche porque mi piel siempre estuvo caliente para ti, como una hoguera que se alimentaba a sí misma. Y cuando tú buscabas mis manos buscabas también mi calor, y cuando en medio de la noche buscabas mi cuerpo yo te cubría para que no pasaras frío. ¿En dónde estás ahora, mi Eusebio? ¿Tienes frío? Tejeré una cobija que cubra el mundo, que lo cubra todo. Y en donde quiera que estés, tu cuerpo no estará helado.

Lo hecho, hecho está. No podemos volver en el tiempo y evitar la muerte de Eusebio. Sólo nos quedan las preguntas sin respuesta, las cosas que nos gustaría hacer de otra manera, dada la oportunidad. No queda más, somos culpables y aprenderemos a vivir con nuestra sentencia.

Las que quedamos, las que contamos esta historia, encontramos refugio en los túneles del tren ligero que hace mucho tiempo conectaban la ciudad. De vez en cuando salimos para buscar a alguna de las nuestras. En ocasiones vemos a Aurelio, desde lejos. Lo vemos moverse en una lancha, quitarse la ropa y saltar sobre su cobija húmeda.

En su carta también dijo que esperaba algún día volver a sentir lo que era ser feliz. Nosotras le deseamos lo mismo

Comparte este texto: