Ellos

Silvia Eugenia Castillero

(Ciudad de México, 1963). Su libro más reciente es La Isla (Ediciones Monte Carmelo, 2022).

Llegó una Navidad, así de pronto apareció sentado a la mesa. Lo nombraron Pepe. Le agradó. Se quedó con nosotros. Más bien con ellos. Era feo pero tenía el don de hablar lenguas, hablaba con todos y en cualquier dialecto. Además tenía el talento de un ventrílocuo. Pasaba de una casa a otra y de un temperamento a otro, vencía fronteras. La gente le fue tomando confianza. Sabía cruzar puertas y ventanas y escuchar lo privado de las vidas. Le gustaba observar para luego imitar a cualquiera, no le importaba perder el garbo. Poco a poco fue haciéndose amigo de Caro, una mujer de cabello rubio. Luego de sus hermanas, Ceci y Alicia. Usaban pelucas de colores y se las intercambiaban, a Ceci le gustaba la roja y Alicia tenía preferencia por la morada. Las tres hermanas eran las más importantes del barrio, tal vez porque eran excéntricas. Caro estaba proporcionada y por lo general se ponía la peluca rubia, Ceci y Alicia tenían un cuerpo pequeño y una cabeza grande, no obstante, eran muy atractivas. Pepe se fue haciendo cada vez más cercano a ellas, hasta casarse con Caro. Formaron una pareja alegre y se volvieron la columna vertebral del pueblo. 

Su vecino Rafael, un soldado inglés veterano de la Segunda Guerra Mundial, había quedado tan deprimido y delgado que su cuerpo parecía un lápiz. Era culto pero tímido, por eso quiso venirse a un país con buen clima y una cultura alegre y creativa. Nunca creyó sentirse tan contento en esas calles estrechas, entre gente sencilla que vivía de su propio trabajo. Cada uno hacía algo para la comunidad, por eso el barrio existía como en el limbo, en un equilibrio feliz.

Siempre me llamó la atención la disparidad entre ellos. De orígenes muy diversos, unos eran altos, otros diminutos. Como una chica a la que llamaban Juguetona, su misión era divertir a la comunidad, y lo hacía con artefactos desconocidos que los maravillaban. De muy baja estatura, cuando jugaba crecía. Además adornaba su ropa con diamantes azules, otra fascinación para sus seguidores.

Gina sabía escribir, tenía el pelo blanco y un escritorio eléctrico parecido a una computadora, por ella pasaban las reflexiones de la gente, transformaba sus emociones en escritura. Hablaba poco, vivía volcada en su quehacer, rodeada de personas ante el milagro de las palabras palpables. Lisi era su mejor amiga, la más bella del lugar, de pelo lacio peinado a la perfección, su misión era peinarse y peinar a los demás. En general estaba de perfil y no se distraía en nimiedades, únicamente los asuntos del cabello podían hacerla voltear de frente y arrancarle una exclamación. El resto del tiempo estaba concentrada, encontrando verdades del alma en el cabello de los demás, un cierto arte adivinatorio. Se enamoró de un chico más joven, de muy buen ver, un guardabosques llamado Aarón. Perdido por la ciudad llegó de pronto a la colonia, se topó con la belleza de Lisi y cayó a sus pies. Parece que viajó desde Canadá, buscando durante años un paradero armonioso, un lugar digno para su alma tranquila.

Yo también llegué por casualidad, andando sin rumbo tropecé con una mujer enana y lastimé sus pies, entonces la cargué hasta su casa. Era la Juguetona, distraída en la puerta del coto, preparaba uno de sus juegos y tampoco me pudo esquivar. Ellos me recibieron acusatoriamente, pero cuando se dieron cuenta de mi intención noble conversaron conmigo y percibieron en mí alguna cualidad que les atrajo, entonces me invitaron a mudarme al barrio. Yo iba y venía todos los días, pues mi escuela quedaba lejos.

Me sorprendía que los lazos entre ellos no fueran de sangre, habían ido llegando desde el abandono, la expulsión, la aventura o la orfandad. Se protegían, se divertían y habían desarrollado una manera de sobrevivencia encerrada en ellos mismos. Eran autosuficientes. Tenían su propia dinámica cotidiana y cada quien, en sus horarios convenidos, llevaba a cabo sus tareas. Todo lo tenían resuelto.

Me llamaban Linda, nos veíamos en la explanada a la que acudían por las tardes. Durante esas horas era como si viajara dentro de mí misma, caía en la hondura de ideas y realidades jamás escuchadas en mi mundo. Me acondicionaron una cama confortable y un cuarto muy bello con vista a los jardines.

Así transcurrieron años hasta que un día mi familia tuvo que mudarse a otra ciudad. Habíamos desarrollado lazos tan fuertes que les pedí que me siguieran. Aceptaron. El día de la mudanza ellos iban en un vehículo grande para que cupieran todos. Yo iba en otro con mis papás y hermanos. Antes de subirnos al camión de mudanza que nos transportaría, se rompió el vehículo en el que ellos viajaban.

La caja de cartón se deshizo a media calle y todos los muñecos cayeron al suelo, en medio del asfalto, despedazados. Vi fragmentos de la cara de plástico de Pepe, manchado el pelo sintético y rubio de Caro, el lápiz de madera en forma de soldado inglés partido por la mitad, la Juguetona sin juguetes, Lisi sin cabello y muchas palabras de Gina la escribidora volando como si fueran polvo. Mis sueños terminaron.

—Apúrate, Silenia. Nos dejan. —Los abandoné allí con todo y mi infancia

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