(Guadalajara, 1982). Su libro publicado es Oscuranda (Atípica Editorial, 2019).
Las ventanas están reforzadas con tablones de madera y los pocos rayos que se cuelan apenas iluminan lo que alguna vez fue una sala; ahora los muebles están arrumbados contra las paredes, uno sobre otro, dejando libre el centro de la habitación. Elías te ofrece una lata con puré. La agradeces y te sientas en el piso, cerca de él.
—Volviste a soñarla, ¿verdad? —pregunta.
Recuerdos de una joven con vestido de novia parpadean. Primero sonriente, luego extrañada, al final triste, melancólica. Asientes. Con los dedos, tomas el primer bocado.
»Te escuché gritar. —Elías también sigue comiendo—. ¿Qué pasó?
—Lo mismo. Pero esta vez llegamos más lejos. —Las imágenes entrecortadas ahora son de una reunión. Todos ríen, sobre todo ella—. Volvíamos a estar juntos, como si nada hubiera cambiado. —Los tonos amarillos y rojos están saturados. Julie London llena la escena cantando «Slightly out of tune».
—Tenemos que ir a buscarla.
—Sería un suicidio.
—Igual quedarnos aquí —revira—. Éstas eran las últimas latas.
—Se fue con otro.
—Tú te habías ido antes.
Listo para esquivar y atacar, siempre ha sido así.
—Yo no me casé —patadas de ahogado.
Elías responde con un gesto condescendiente, se pone de pie y camina hacia la ventana. Con los pasos levanta polvo, en la nube final revisa la luz.
—Aún es temprano. Alcanzamos a encontrar otra casa y asegurarla.
—Vamos, entonces —contestas lamiéndote los dedos.
—¿En dónde vivía?
Te deja inmóvil por un segundo.
—No importa. Las casas de por aquí tienen mejores alacenas.
—Pablo, necesitamos mujeres —lo dice en un tono alto, con mucho aire; como en una plegaria—. ¿De qué sirven dos hombres si no pueden preservar la especie? Ya lo hemos hablado. ¿De qué sirve que nosotros sobrevivamos si seremos los últimos? —Se recarga en un sillón y la mesa sobre éste amenaza con caer. Logra estabilizarla.
—No hemos encontrado a nadie más.
—Pasó un año antes de que tú y yo nos encontráramos —hace una pausa y adivinas con qué va a seguir—. Si te llama, significa que está viva.
Otra vez los cuentos de su madre.
»Piensa los escenarios. Lo peor sería regresar para acá.
—Está demasiado lejos para ir y venir. ¿Y si no hay dónde resguardarnos? —Estiras la pierna que empieza a entumirse.
—Lo habrá.
¿Cómo explicarle que no crees en eso? ¿De qué manera que no haya escuchado antes y por fin pueda entender?
—Si no la encontramos, tapias tú solo.
—¡Hecho!
Empieza a ajustarse los dos metros de agujetas en sus botas. Tú también.
En cinco minutos recogieron lo que aún tenía uso: cobijas, herramientas y armas. Elías entrecierra los ojos mientras arranca los maderos que protegen una de las ventanas. Aire fresco.
—¿Listo?
Confirmas y brinca al otro lado. Le pasas uno a uno los bultos, mientras te acostumbras al brillo de la luna llena. Cuando lo alcanzas, ya está cargando su parte.
—Si no aparecen problemas, llegaremos en unas cuatro horas. —Revisas tu viejo reloj, el que no te gustaba, el único que sigue funcionando.
—A esta hora no hay problemas. —Baja el rifle para estirar los brazos hacia las estrellas—. Cuéntame otra vez la historia.
—Es lo único que has escuchado en estos años. Ya podrías contarla tú.
—Quizá hoy le agregues algo. Tenemos bastante tiempo.
Después de que aquel perro salvaje los sorprendiera cuando buscaban la tercera casa que compartieron, no hace falta ningún recordatorio para caminar a media calle, alejados de los jardines que nadie ha podado desde la catástrofe. Un árbol descansa sobre el techo derrumbado de una residencia.
»¿Entonces? —interrumpe la sinfonía de grillos.
—Valeria estuvo en mi vida desde que me acuerdo —declamas como si lo hubiera escrito Bécquer—: cumpleaños, días de campo, vacaciones… nuestros padres eran muy amigos. Cuando llegamos a la adolescencia, la empecé a ver de otro modo. Siempre fue bonita, claro, pero crecimos…
»Por meses nos ocultamos, o eso quisimos creer. Hasta su hermanito dijo un día que estábamos raros. —Imposible evitar la sonrisa.
»Yo quería estudiar en la capital, allá estaba la mejor escuela. Al principio venía cada mes. Éramos aún niños y… obviamente, no funcionó.
Elías recoge una ramita y la mordisquea.
»No terminamos mal, pero terminamos. Fui disminuyendo mis visitas; ya ni siquiera pasaba las vacaciones aquí. Antes de graduarme, acepté un buen trabajo y, al final, me quedé mucho más tiempo del que había previsto.
»Cuando regresé, ya para vivir, le pregunté a mi papá por ellos; por la familia completa, pues. También se habían distanciado y no encontré la forma de buscarla. ¿Cómo iba a aparecer nada más así?
»Una tarde, mientras comíamos, soltó la noticia: Ya me comuniqué con los Horta, me dijo. Valeria se va a casar. —Para qué aceptar que el filete en tu estómago cobró vida por un instante, que luego tuvo varias convulsiones… durante meses—. A cada oportunidad, se empeñaba en que la invitación era para los dos y, en cada una, sólo me imaginaba al cura amenazando con que hablara entonces o callara para siempre, que recreaba la escena de El graduado… en el peor de los casos, que mis hijos preguntaban por qué me casé con su madre y yo tenía que contestar: Arruiné su boda y tu abuelo me obligó a pagar con otra.
Elías ríe, como cada que llegas a esa parte.
»Una noche, me pidió que pasáramos a casa de la novia para entregar el regalo. —Esa aversión de tu padre por el siglo XXI y sus facilidades, incluidas las mesas de regalos—. Llegué con temor. ¿Cuántos depósitos se podrían recuperar veinticuatro horas antes del evento?
»Encontramos a su mamá sola. Sola con aquella plática pendiente. Yo recibí cada detalle del novio con una sonrisa que, por lo visto, no fue lo suficientemente incómoda. Cerró diez años de discurso con una sola frase: Porque sí vas a ir mañana, ¿verdad? Recuerdas su mano en tu pierna, los ojos emocionados de tu padre…
»¿Qué más podía decir?
Al mismo tiempo, Elías y tú apuntan al origen del ruido. Un par de patos intentan alzar el vuelo entre los matorrales. Las balas son más ágiles. Él va por la caza; tú, a buscar de dónde salieron.
Descubres un nido con cuatro huevos frescos. Un manjar que comen ahí mismo.
—Entonces, ¿sí fuiste a la boda? —como si no supiera.
—A misa no. Llegué directo a la recepción.
—Ajá. —Lleva los dos animales colgados y degollados. Todavía gotean.
—Busqué un lugar lejos de la pista, donde pudiera perderme el espectáculo sin problemas, pero otros amigos de mi papá nos habían apartado lugares en primera fila.
»Los novios nos alcanzaron un rato después, cuando todos en la mesa estaban bien servidos. Valeria corrió a abrazarme. Viniste. ¿Cuándo llegaste? ¿Desde cuándo vives aquí? ¡Oh! Él es mi esposo… y posamos para la bonita foto del recuerdo.
»También su padre se sentó junto a mí. Otra vez los diez años perdidos, sólo que alargados con tequila. Al menos mi papá sí entendió el gesto cuando me quise ir.
»La encontré en la puerta, al lado opuesto de su marido, que brincaba cada estúpida canción. Fue un abrazo largo. Largo. Estoy seguro de haberle deseado algo lindo. Pero ella no me soltó. Me alejé, Valeria me tomó de la mano y volvió a abrazarme. Dos, quizá tres veces más nos despedimos. La última, preferí ya no ver atrás.
Llegan a un puente. Sin mantenimiento, parece uno de esos jardines de azotea con los que intentaron recuperar el verde en las ciudades. Si fueran por arriba, podría colapsar; por abajo, quién sabe qué encontrarían. Prefieren subir.
—¿En serio creíste que te iba a esperar?
—No. —Varios árboles crecen entre las placas de concreto y la hierba ha tapizado lo demás—. Sólo quería empezar de nuevo.
—¿Qué pasó?
—Desaparecí. Otra vez. De repente me llegaban rumores: Valeria regresando de su luna de miel, Valeria muy feliz, Valeria cambiaba de trabajo, Valeria en casa de sus padres, Valeria y el divorcio… no la busqué de inmediato.
Golpean el piso con la culata: si suena firme, avanzan; si es hueco o se mueve, lo mejor es rodear.
—Pero dos semanas después…
—Como un mes, sí. De que me enteré.
—¿Qué te dijo?
—Pues la invité a comer y aceptó. El día de la cita cerraron todo, empezó… esto.
Desde lo más alto de la construcción, cobijados por la Vía Láctea, se alcanzan a ver varios kilómetros a la redonda: avenidas obstruidas, puentes derrumbados, el estacionamiento del centro comercial donde ahora no podría moverse ni un solo coche. Una selva de concreto retomada por la naturaleza que aquella civilización intentó someter.
Terminan el descenso sin hablar.
La madreselva cubre el muro por completo. Elías sacude el portón, saca las ganzúas y, cuando ve que no cede, levanta el fusil.
—Espera.
Dejas los bultos que traías y trepas el lado más denso.
Para reducir el peligro, asomas un espejo sobre la barda. Que no explote con una piedra o un balazo ya es buen pronóstico.
La tierra y el pasto que el viento arrinconó en la puerta principal demuestran que no ha habido movimiento reciente; tampoco en la del jardín, oculta entre la hierba. Las ventanas frontales tienen cerradas las cortinas, la de la cocina no, pero se ve tan abandonada como lo demás.
Cuando volteas, Elías te ofrece una roca.
Necesitas ambas manos para lanzarla al centro. Esperas un momento antes de brincar a la cochera.
Tantos recuerdos y tú sólo puedes concentrarte en ese olor a polvo, a humedad.
—He subido muchas veces por ahí —explicas al abrir desde adentro.
Recoges tu carga y pasan juntos. No hay señales de vida.
—Alguien tiene muchas ventanas por tapiar. —Intentas abrir de una en una.
Llevan los rifles listos.
—O encontramos al amor de tu vida o me toca todo el trabajo —se queja en secreto.
—¿Por qué apostaría si no estoy seguro de que voy a ganar?
Resopla por toda respuesta.
El inconfundible sonido de una escopeta siendo amartillada anticipa el grito:
—¡Las manos en alto!
Un disparo al aire te hace estremecer, pero es el tintineo del casquillo lo que te eriza la piel del cuello.
—¡Venimos en paz!
—Sus armas al piso ahora.
Las dejan caer despacio.
—Soy amigo de los Horta —explicas.
—¡Silencio! También sus… maletas.
Cuando están en el suelo, unos pasos se acercan a ustedes. Los extraños comienzan a manosear los cinturones. Intentan quitarles las pistolas, evidentemente no conocen estos seguros.
—¡Ya! —Con el grito de Elías, ambos giran al mismo tiempo.
Antes de que puedan reaccionar, los jóvenes que los han revisado tienen un cuchillo al cuello y les sirven como escudos humanos.
»Venimos en paz —repite Elías con voz ronca y firme—, pero no vamos a permitir que nos roben.
—¿Llamas a eso paz? —quien les había ordenado tirar las cosas se oye nervioso.
—Conozco a los Horta —repites.
—Cualquiera pudo leer el apellido en el portón —revira el único al que han escuchado.
—No cualquiera sabe de los huecos en el muro para brincarse. —Sobre el hombro, distingues cuatro cañones apuntándoles: tres mujeres y un hombre, el líder; aunque las caras siguen ocultas tras las escopetas.
—¿Quién eres?
—Pablo Cohen.
Alguien pasa entre ellos.
—¿Pablo?
Reconocerías esa voz donde fuera. Sueltas a tu escudo.
Elías sigue alerta, pero también baja el cuchillo. La luna ilumina a Valeria como si fuera un reflector. A su señal, los otros descansan las armas.
—¡Te lo dije, compañero! —Se agacha una vez más—. Trajimos la cena —anuncia con los patos en alto. Ya han dejado de sangrar