La letra e, Tito, David, las vocales, las casas y las bibliotecas perdidas

Jacobo Sefamí

(Ciudad de México, 1957). Uno de sus títulos más recientes es el libro de crítica Caleidoscopia. Escrituras y poéticas de lo oblicuo en América Latina (2021).

para Verónica Murguía

Nuestros libros son los ríos que van a dar en la mar que es el olvido

Augusto (Tito) Monterroso

1

¿Qué te falta?

A la B (Bárbara) le faltaba la A (Augusto), pero V (Vicente) estaba allí y Bárbara y Vicente (bavi ¡viba! vallejiana) anduvieron juntos, rojos fosforescentes, hasta que V desvaneció y B entró en tristezas, ya no tenía con quién andar, relatar, bailar y vacilar. V se fue con sus dibujos a la mar. B pensó en A y en el libro de los cuentos tristes y también en su sentido del humor que la hacía sonreír (besaba, baba, auba, Besarabia), su amor que tintineaba con la T (titubeaba, tiba, bati). Tito pintaba también fábulas y se reía con los chicos y con los grandes (tálamo, bárbara, tito chiquito titán). Tito escribió La letra e. ¿Pensaría en el comienzo del libro de los libros: en un lugar de la M (Mancha), especulando en sus valores cabalísticos? ¿Por qué comienza con la letra e?, ¿por qué con una palabra de dos letras?, ¿qué sentido tiene que la letra con la que se comienza tenga por valor numérico el cinco? ¿Los dedos de la mano, las puntas de las estrellas, los cinco sentidos, los cuatro puntos cardinales y el centro, las extremidades y por ende el cuerpo humano? ¿Representa la e todo ello? ¿O habrá pensado Tito en La disparition, la novela-lipograma de Georges Perec, sin la e (por cierto, sin la e es imposible pronunciar los vocablos padre, madre, Georges o Perec), traducida al español sin la a, El secuestro? Es la novela que alude a la ausencia después del exterminio nazi, pues falta una letra en esa orquestación. También las novelas lipogramáticas de Alonso de Alcalá y Herrera, en el siglo XVII, jugaban a eliminar una de las vocales: Los dos soles de Toledo (sin la a), La carroza con las damas (sin la e), La perla de Portugal (sin la i), La peregrina eremita (sin la o) y La serrana de Sintra (sin la u). La idea era plantearse retos, aunque sin menoscabar la pérdida de la amistad letrada. En La carroza de las damas (sin la e) leemos:

a la carta basta y aún sobra, mas la amistad lo ocasiona a su fábrica para mayor honor, primor y ornato al hispano idioma, una vocal falta y no la a, sino su mayor amiga o la más difícil y trabajosa: sobrarán otras muchas, faltas digo, no lo dudo, así lo afirmo. Mas si lo dudáis, como amigo consultad por árbitros algunos críticos o prolijos cultos y apurarán los más ocultos átomos.

En el Sefer Yetzirá (Libro de la Formación), del siglo III de la era común, uno de los primeros textos cabalísticos, se concibe el mundo como una operación lingüística. Allí se señala:

Con 32 Vías Maravillosas de Sabiduría… Yaveh grabó y creó Su mundo. Con diez Sefirot y 22 letras Fundamentales las grabó, las plasmó, las combinó, las sopesó, las permutó y formó con ellas todo lo Creado y todo aquello que ha de formarse en el futuro.

Influido por la Cábala, el escritor judío-franco-egipcio Edmond Jabès señala:

Si Dios existe es porque se encuentra en el libro; si los sabios, los santos y los profetas existen, si los conocedores y los poetas, si el hombre y el insecto existen es porque encontramos sus nombres en el libro. El mundo existe porque el libro existe, ya que existir es crecer con su nombre.

Así entendido, ¿qué sería del mundo sin una de sus letras? La e es una de las más frecuentes, aunque la reina del idioma sea la a. ¿Se pueden imaginar el soneto «Este que ves, engaño colorido», de Sor Juana, ¿sin la e?: « st  qu  v s,  ngaño colorido»…

Por eso, es triste que ahora la V+e (de Vero) se quede sin la D+a (de Davo) y el alfabeto revolotee en la descomposición. V buscará a D en el camino de la letra. «No —me dice Vero—, no se fue, seguirá allí en mi corazón, lo amo más allá de la muerte». La D da, es un portento de DÁdivas, de generosidad, de la VID de la vida. La memoria mantendrá la llama ardiente.

2

Como conté en otra ocasión, empecé a generar mi pequeña biblioteca en la tienda de la Lagunilla, a regañadientes de mi mamá, que se enojaba de que «estuviera aplastado leyendo y no entrara ni una clienta». Pero mi verdadero descubrimiento de la literatura surgió cuando realicé mi licenciatura en la ENEP Acatlán, de la UNAM. Gracias a Julieta Campos, Enrique Fierro, Lilia Osorio, Pablo de Ballester, mis profes de esa época, me iba a la Librería Gandhi y salía con pilas de libros que fui leyendo con gran fruición. Poco a poco me fui adueñando de un pequeño cuarto de la casa de Tecamachalco en el que había un librero empotrado a la pared, alrededor de un hueco mayor destinado a la televisión. Llevé una pequeña cama allí y me instalé sin pedir permiso. Mi mamá odiaba el desorden y no podía descuidarme ni un día de dejar un libro o un papel en la sala porque corría el riesgo de que terminaran en la basura. Por eso mi cama/biblioteca se volvió mi guarida, mi refugio, donde conseguí el silencio, evitando el mundanal ruido. Uno de mis hermanos, de vez en cuando, me pedía prestado uno de los libros y se lo llevaba al cuarto bodega que había tapizado con cajas de cartón de huevos para tocar la trompeta. A él le afectaba la lectura más que a mí porque se convertía en el personaje que estaba leyendo. Un día salió con cara de gran angustia porque con Crimen y castigo se sentía Raskolnikov, adquiriendo esa misma personalidad obsesiva y paranoica. «¡Pero tú no matas ni las chinches de las cortinas de tu cuarto!», le decía yo para disuadirlo. «No sabes cómo me gritan todas las noches desde la calle cuando practico las escalas de la trompeta, ¡mandarán guaruras para darme una madriza!». Yo era más ecuánime, me dejaba iluminar por la poesía y leía en voz alta, a pesar de los gritos de mi mamá. «¡Ya cállate, no dejas escuchar la telenovela!».

En Acatlán, donde trabajé en el Departamento de Publicaciones, Enrique Reyes, un viejo editor de la época de la LEAR (Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios), me enseñaba a apreciar los libros en tanto objetos: el papel, la encuadernación, el diseño. Los acariciaba como si se tratara de sus amantes. Y yo fui escogiendo los que más me gustaban, sí, tenía mis predilectos, aunque algunos —por el constante abrir y cerrar— se desprendían de sus lomos e iban deshilvanando sus hojas. «No hay que pasar por la guillotina cuando se trata de libros de poemas —me decía el señor Reyes—; será un placer para los lectores ir abriendo cada una de sus páginas y descubrir la exquisitez del lenguaje». Y era verdad. El acto de abrir un libro se convirtió en muchos casos en un ritual sagrado, que consistía en una revelación no sólo del lenguaje, sino también de la tipografía, el espaciado, el papel couché satinado y poroso, tan rico para los dedos. Así leí las Tres lecciones de tinieblas, de José Ángel Valente.

Alef

En el punto donde comienza la respiración, donde el alef oblicuo entra como intacto relámpago en la sangre: Adán, Adán oh Jerusalem.

Bet

Casa, lugar, habitación, morada: empieza así la oscura narración de los tiempos: para que algo tenga duración, fulguración, presencia: casa, lugar, habitación, memoria: se hace mano lo cóncavo y centro la extensión: sobre las aguas: ven sobre las aguas: dales nombres: para que lo que no está esté, se fije y sea estar, estancia, cuerpo: el hálito fecunda al humus: se despiertan, como de sí, las formas: yo reconozco a tientas mi morada.

Si la alef y la bet conforman la creación, también conciben el enigma de lo no dicho. A espaldas de la barra vertical de la derecha de la letra bet [ ב] se encuentra una mudez inescrutable, como apunta sagazmente Myriam Moscona:

Atrás del muro de la beth, nada ai ke un bivo pueda provar, i por ese silenzio los poetas skriven i por ese silenzio los profetas traduzen las suias profezias i por ese silenzio los geómetras de los sielos multiplikan, i por ese silenzio se han ec ^o kadenas de orar.

Ése es el misterio que hay que escudriñar en cada lectura, en los entresijos de cada letra.

/H/ 

mudo 

mudo
como la h
hhhh
no sé a qué suena
si se mueve o tambalea
sólo aspiro y exhalo
hhhh
mudo
estupefacto
sin párpados
te miro
y sube a mi garganta
una H

desprendido de mí
absorto
quieto
con los pies cruzados
en forma de loto

hhhh
el enigma me sacude por dentro
como una álef
miro el cielo y la tierra
apunto a la aparición
y enmudezco

hhhh
está en tu nombre
y mi mudez sólo alcanza a emitir
un sonido gutural
un aliento
un hálito

para que aparezcas
y lo descubras todo
y la vida sea
en lo inefable
viviente
una h
que suture las heridas

mudo
estupefacto
sin párpados
me duermo con los ojos abiertos
para que no desaparezcas
y la h te devele en su enigma

3

Cuando me casé, me llevé todos mis libros a la Condesa para iniciar una nueva vida. Vivíamos en un edificio inclinado como la torre de Pisa. Me gustaba poner una canica en un extremo y verla rodar solita. Heredamos el alquiler que tenía el abuelo de mi ex. Olía a arenque por todas partes y yo recordaba las mañanas en el kibutz, con esos aromas a pescado crudo que jamás me convirtieron en ashkenazí (aunque mi prueba de ADN diga que lo soy en un 10%). Los libros también parecían mareados, constantemente cayéndose por el desnivel. Tenía que hacerlos apoyar con ladrillos que agarré de una construcción del sótano.

Había un estacionamiento abajo para dos coches. Nuestra señal de NO ESTACIONARSE. SE PONCHAN LLANTAS GRATIS la hacía efectiva mi ex, que era de armas tomar, aunque sólo les sacaba el aire. Enrique Fierro tuvo que esperar en varias ocasiones a que viniera el dueño del coche estacionado en nuestra entrada o en doble fila para poder salir y encaminarnos hacia Acatlán. Miraba a los conductores. Ellos se enojaban con mi mujer y se gritaban insultos.

Frecuentemente los vecinos tocaban a la puerta a las seis o a las siete de la mañana para que yo completara el minián y pudieran hacer los rezos para honrar a la persona que acababa de morir. Yo iba a esas casas y admiraba los múltiples volúmenes en hebreo (¿algunos en yidish?) que componían el Talmud.

Cuando nos tocó viajar a Estados Unidos, decidimos guardar los libros en cajas y llevarnos sólo algunos. Poco antes de viajar llevé todas nuestras pertenencias a la casa de Tecamachalco. «¡Ay, hijo, me vas a llenar la casa de basura!». Para evitar el desorden visual, mi mamá puso todas las cajas de libros en los clósets de uno de los cuartos que había quedado vacío cuando se casaron mis hermanos. Luego, cada vez que yo volvía a México, me asomaba a ver las cajas, las entreabría y veía con nostalgia los libros que se habían quedado solos y desamparados. Durante el divorcio, el conflicto principal surgió por el volumen de la Obra poética (1935-1975) de Octavio Paz, publicado por Seix-Barral en 1979, con la dedicatoria del poeta a ambos. «¡Es mío!», reclamaba yo, convencido de que todo lo que fuera en verso debía corresponderme. «Acuérdate que se me quedó viendo y me preguntó si mis papás me habían puesto mi nombre por el poema de Darío». El poeta pregunta por Stella:

Lirio real y lírico
que naces con la albura de las hostias sublimes,
de las cándidas perlas
y del lino sin mácula de las sobrepellices:
¿Has visto acaso el vuelo del alma de mi Stella,
la hermana de Ligera, por quien mi canto a veces es tan triste?

Al final, ella se lo quedó. Tuve que conceder que el poeta miraba sus ojos verdes mientras firmaba la pila de los libros que le habíamos llevado esa noche de otoño, en Austin. Eran casi todos sus libros publicados hasta esa fecha y él estaba encantado de que esos jóvenes lo conocieran tan bien. Eso sí, a mí me tocó Los hijos del limo, que Paz miraba con asombro y regocijo, observando todos los subrayados y las hojas que se caían, a pesar del tape que le había yo puesto en el lomo. 

Años más tarde, Stella falleció en terrible accidente. Me duele aún ahora y me pregunto: ¿dónde están Stella y Paz?, ¿dónde quedó el tomo de la Obra poética de Paz?, ¿dónde están los libros que terminaron enmohecidos en la casa de Tecamachalco, después de la muerte de mis padres?, ¿los habrán tirado a la basura? En los vaivenes quedamos dispersos todos. Galut, exilio en hebreo, comienza con la tercera letra, guimel. Si las dos primeras letras (alef, bet) apuntan a la creación, el inicio de todo, la tercera remite al exilio, a la diáspora, al caminar solos, en las arenas de los desiertos.

4

La vacuna (vaca+uma) para redimir las barifonías (dificultades para articular) es pronunciarlo todo, jugar al sistema de correspondencias, como dice Octavio Paz en su estudio sobre el tantrismo hindú: «Si el cuerpo es tierra, y tierra santa, también es lenguaje —y lenguaje simbólico: en cada fonema y cada sílaba late una semilla (bija) que, al actualizarse en sonido, emite una vibración sagrada y un sentido oculto. Rasanã representa a las consonantes y lalanã a las vocales. Las dos venas o canales del cuerpo». Es la sílaba «mu», me digo, como clave de la armonía y el amor, que invoco pensando en ese acto ritual para vibrar al unísono con el universo. Por lo tanto, me digo, nunca debo excluir la e, ni la a, ni la o, y tampoco, por supuesto, ni la i (que nos ayuda a reír y sonreír), ni la u. Articulemos las palabras con las cinco vocales, como nos enseñó David Huerta: eufonía, cuitlacoche, curiosear, auténtico, murciélago, persuasivo, bisabuelo, nebulosidad, vestuario, gatuperio, medusario, preciosura… O que cada quien escoja su palabra divina, la pronuncie, la saboree; la magia de su sonoridad aliviará lo descompuesto del mundo, nos hará entrar a la órbita de lo sagrado para escapar, apenas sea un rato, del dolor de un alfabeto y un universo descompuesto: Yo comienzo, ustedes siguen con sus palabras predilectas: albaricoque, burbuja, ubicuo, zumbido, durazno, ronronear, luz, fosforescente, sonámbulo, catarina, obnubilado, arándano, susurrar, golondrina, oboe, nácar, pestaña, lapislázuli, rimbombante, abedul, luciérnaga, abracadabra, berebere, tiquismiquis, zozobroso, sucusumucu, ojalá…

[1] Texto leído en Una aguja en el pajar. Bibliotecas en la Biblioteca. Cuarto encuentro literario. Guadalajara, Biblioteca Iberoamericana Octavio Paz, 2 de diciembre de 2022.

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