Congreso en Austin sobre los límites de la inteligencia artificial

Naief Yehya

(Ciudad de México, 1963). Uno de sus libros más recientes es la novela Las cenizas y las cosas (Random House, 2017).

Cuando inició el congreso la mitad de mis colegas estaban alarmados por el potencial que mostraba el sistema DreamUltraXGPT que nos presentaron. Una cuarta parte se mostraban abiertamente escépticos y llamaban al algoritmo «generador patético de tonterías», o bien «transformador preentrenado generativo de charlatanería sofisticada». El resto se debatían entre la confusión, el cinismo y la necesidad de más pruebas. La primera actividad del congreso consistió en un taller en que DreamUltra nos presentó su nuevo modelo amplio de lenguaje, el flamante chatbot Eldar. Pasamos un par de horas probándolo y tratando de confundirlo, provocándolo para que mostrara sus debilidades.

Yo estaba convencido de que mientras no fuera posible crear voluntades artificiales, la inteligencia artificial estaría contenida por los deseos, ambiciones y errores humanos. «Podemos tener una caja con todas las respuestas, absolutamente todas, pero alguien necesita meter la mano para sacar la correcta. Sin intencionalidad éste es tan sólo otro automatón de feria», dije en mi intervención el jueves por la tarde, cuando pensaba en los tragos que me esperaban en el bar del hotel y no en las asombrosas especificaciones de Eldar, que Dream-Ultra amenazaba con «liberar» el lunes de la siguiente semana. La doctora Martha Morsky habló después de mí y una vez más hizo una cabal defensa de lo urgente que era crear sistemas de autorregulación, aparte de mecanismos de control y métodos de vigilancia. «De lo contrario, dejaremos de existir como especie», puntualizó y casi sonaron ominosos coros fúnebres. Nadie parecía tener mi urgencia de terminar de una vez la sesión y buscar unos tragos para brindar antes de la cena. Y eso sí me parecía inexplicable. El público a esa hora estaba cansado, distraído y con la mirada en sus teléfonos. Pero todo mundo esperaba la ponencia de Ryan Takamoto, el director de la empresa DreamUltra, la cual había organizado el congreso, pagado por nuestros vuelos, viáticos y hospedaje en aquel Hyatt de Austin. Habían sido tan generosos que casi podía ignorar el pretencioso título del congreso: La frontera final: de la inteligencia artificial a la experiencia artificial.

El director de la empresa de microprocesadores, Marc Boucher, repitió por undécima vez que el verdadero peligro era obstaculizar el desarrollo. «¿Cuándo se ha visto que se reprima a una tecnología por hacer demasiado bien lo que debe hacer?». Tenía sin duda razón. Usualmente el problema de la tecnología son sus efectos secundarios, no sus objetivos. «Nadie está hablando de que las máquinas súbitamente adquieran consciencia. No estamos preocupados por la singularidad. Dejen de hablar de Terminator», gritó Mika Puuslinen, un académico de la universidad de Helsinki, en un desplante muy fuera de su usual temperamento moderado. Era cierto que media docena de ponentes aprovecharon la palestra para recordarnos que Skynet quería acabar con la humanidad.

Finalmente llegó la hora que todos esperaban. Tocó el turno de cerrar la sesión a Takamoto, quien subió al escenario dando saltitos con una enorme sonrisa. No recuerdo todo lo que dijo, pero esto era lo importante:

«Ustedes creen que la realidad material es algo determinado e inamovible, que todo lo tangible está hecho de átomos y moléculas y responde a las leyes de la física. Déjenme decirles que están equivocados. Las percepciones de los sentidos pueden ser alteradas, pueden reconfigurarse para mostrar universos extraordinarios, poblados de seres imposibles. Hasta ahora las construcciones de código digital se han mantenido en las pantallas, donde podemos interactuar con ellas a través de interfaces y comandos. La función de la nueva generación de IA es liberar sus productos del monitor, volverlos táctiles y permitirnos interactuar con ellos en el plano tridimensional del espacio físico. Así como Google parece adivinar nuestros deseos al adelantarse a nuestros dedos cuando tecleamos en su buscador, Eldar desborda la pantalla para crear impresiones que anticipen nuestros pensamientos y se manifiesten a nuestro lado. Hemos desarrollado una tecnología que modifica temporalmente nuestra visión, oído, olfato y tacto sin emplear sustancias químicas ni dispositivos como lentes de realidad virtual o realidad aumentada, sino únicamente al estimular nuestras conexiones neuronales. Sin correr riesgos de ningún tipo hemos liberado los sentidos, las percepciones y la creatividad maquinal y humana. Señores y señoras, hemos roto las cadenas de la bidimensionalidad que ataban a la imaginación. Mediante aprendizaje maquinal, nuestro nuevo algoritmo es capaz de transportar cualquier cosa imaginable a las calles, oficinas, hogares y habitaciones. Es evidente que el potencial artístico, comercial y científico de esta tecnología es enorme. Basta con exponerse al código invisible que genera Eldar, como hicieron ustedes hace un rato, para alterar las percepciones del usuario y transformar la realidad. ¡Que comience la aventura!».

Levantó las manos como si hubiera anotado un gol. Comenzó a aplaudir, supongo que a sí mismo. No tomó preguntas, dijo gracias y desapareció detrás del escenario.

Todos quedamos inmóviles. Unos pocos aplaudieron tímidamente. No creo que nadie diera crédito a lo que acabábamos de oír. A mí me hacía falta irme a pedir un gin and tonic. Nos fuimos poniendo de pie y ahí comenzamos a preguntarnos en voz alta: «¿Qué carajos quiso decir?». Algunos reían, otros buscaban frenéticamente en la documentación que nos habían entregado al llegar y en sus smartphones información que pudiera aclarar las palabras inquietantes de Takamoto. Y en ese momento nos golpeó el efecto de la nueva realidad artificial. Docenas de personas salidas del éter caminaban entre las butacas, subían y bajaban las escaleras, entraban y salían del auditorio. «¿Y todos éstos? ¿Cómo llegaron aquí?», me preguntó Arthur Morris, un físico que diseñaba chips. Nos ignoraban y se movían con determinación como si no existiéramos. Me hicieron pensar en los personajes no jugables de un videojuego, como si se tratara de extras o de decoración móvil. Alguien intentó detener a uno y éste lo ignoró. La doctora Shing Wai Sing, una eminencia en el desarrollo de deep fakes, se puso frente a uno de ellos y éste la arrolló haciéndola caer. «Éstos son actores, no caigan en el juego de Takamoto», gritó desde el piso. Estiré la mano para tocar a uno y en efecto la sensación era física, material, pero sin duda extraña. Algunos trataron de intervenir, de hablarles, sujetarlos o incluso derribarlos, pero era inútil, seguían un patrón de movimiento específico y repetitivo. El realismo se desmoronaba cuando tenían fallas técnicas, como caminar a través de una pared o cuando dos se fusionaban en uno solo, caminaban hacia atrás o aparecían flotando a centímetros del piso. «¿Son robots?», preguntó Rigo Mitchell-Fleck, el experto en reconocimiento de patrones lingüísticos. Estaba a punto de responder cuando por el sistema de sonido del auditorio una voz anunció:

«Ésta es sólo una muestra de la calidad de las creaciones de nuestro nuevo sistema de inteligencia artificial, seres, objetos, plantas, animales y quimeras que pueden compartir el espacio con nosotros, que están ahí y no están, ilusiones que no son ilusiones, fabricaciones del lenguaje que interactúan con el mundo físico».

Ahora sí los asistentes tenían preguntas, ansiedades y alegatos. No sé cómo reaccioné yo, pero recuerdo el miedo, el pánico y el aturdimiento en los ojos y muecas de mis colegas. Algunos corrieron para salir de ahí. Otros confrontaban a los engendros maquinales con valentía y frenesí, sin lograr cambiar su programación. Varios permanecían sentados con gestos de impotencia. Hombres y mujeres de ciencia y tecnología confrontaban o contemplaban espectros de la imaginación que nunca supusieron posibles. «Nos reprogramaron las neuronas. ¿Con qué derecho, con qué derecho?», dijo alguien. «¿Qué es esto, The Matrix?», dijo Malcolm Johnson, quien se dedicaba a la computación cuántica. «¿Se hizo realidad Videodrome?», preguntó el experto en sistemas de seguridad biométricos, Fred Foster Field. «Nuestra mente está programada para ver como si fueran objetos sólidos cosas hechas de átomos que vibran en espacios vacíos. Estos infames nos han reprogramado», comentó Dagmar Kaufman, una líder en el campo de las grandes bases de datos. Un joven científico coreano que estaba demasiado asustado le respondió: «¡Cierra el hocico!».

Algunos trataban de organizarnos. Ugo Meyer, presidente de GeoTech, subió al podio a dar instrucciones. Nadie escuchaba. De pronto los individuos manufacturados se transformaron en zombies, muertos vivientes de película a los que les faltaban brazos, piernas, mandíbulas o pedazos de cara, pero seguían en su camino ignorando la putrefacción de su organismo y nuestros intentos de entender lo que sucedía. La gente comenzó a dejar el auditorio, algunos fueron a sus habitaciones, otros salieron del hotel. Había terror, pero también desconsuelo y frustración. Ya no fui al bar, no había nadie atendiendo. Tampoco fui a cenar. Regresé a mi habitación, donde tenía una barra de granola. Me la comí y me quedé dormido viendo una película en la que Jessie Eisenstein salvaba a la humanidad de un científico loco que se parecía a Jack Palance, quien usando nanobots trataba de transformar todo material orgánico del planeta en una pasta gris.

Me despertó la luz de la mañana. Había olvidado cerrar las cortinas. Estaba en un onceavo piso. Por la ventana vi cómo un par de dragones hacían piruetas en el cielo, como si juguetearan. Era aterrador, majestuoso y tristemente derivativo de la serie Juego de tronos. Esta realidad artificialmente mejorada parecía anunciarse como una revisión de clichés cinematográficos dictados por HBO y Netflix. Bajé a desayunar, esperando que la tensión de la noche anterior se hubiera disipado. En vez de eso me encontré a los asistentes del congreso divididos en dos bandos: uno estaba determinado a destruir el sistema DreamUltra mientras que el segundo lo defendía encarnizadamente. «¿No entienden que es el fin de la realidad como una certeza?», dijo Xian Sze Xiu del Instituto de Ciencias Informáticas de Shanghái; «Lo que ustedes no entienden es que es una forma de abrir las puertas a la imaginación y a la creatividad. Ingratos», respondió Álvaro Valle Triste de la organización Citizens101. «¡Estas maravillas van a destruir el mundo!», gritó alguien que sollozaba.

Fui a buscar unos huevos fritos, pero no había comida en el bufet. Las mesas estaban sucias y las sillas yacían en el suelo entre platos y vasos rotos, restos de comida y papeles, principalmente documentos de la conferencia, ponencias, identificaciones y folletos de DreamUltra. No había nadie en la recepción y afuera los coches parecían abandonados. Buena parte de la gente había huido, tan sólo quedábamos los participantes en el congreso. Los dos bandos clamaban por que regresara Takamoto o cualquier ejecutivo de DreamUltra para que explicara. «¿Viste los dragones?», le pregunté a Rosa María Beltrán Flores, que años antes fue mi colega en el Departamento de Construcción de Narrativas, de la desaparecida red social DoubleDown. «No sé, supongo. Da igual. También había pingüinos en mi bañera y cocodrilos en la piscina», dijo mientras mordisqueaba un pan duro. «¿Dónde conseguiste eso?», le pregunté señalando el mendrugo que tenía en la mano. «Se lo arrebaté al programador vietnamita ése», y apuntó a un tipo que estaba tirado e inmóvil en el suelo. «¿No fue él quien leyó una ponencia muy elocuente al respecto del desempleo y la IA?». «No recuerdo», dijo, y añadió, «Alguien vio salir olas de sangre del elevador. Estamos jodidos, todos hemos visto las mismas películas y series. Nada más aburrido, vulgar y predecible que nuestra imaginación desatada», dijo, y se terminó el pedazo de pan.

En ese momento los dos bandos comenzaron a intercambiar golpes, primero con torpeza, dando campanazos casi cómicos que nunca daban en el rival. Poco a poco la furia aumentó, así como el tino. Después de que uno tomó la pata de una silla para pegarle a otro, todos se armaron con palos, cuchillos y tenedores. Se lanzaban platos y floreros, se ensartaban mutuamente, se mordían y pateaban. Una jarra alcanzó en la cabeza a una doctora en cyberpsicología y la descalabró. Quedó sangrando en el piso del lobby. Nadie fue a ayudarla. En medio de la batalla aparecieron soldados con una diversidad de uniformes, desde legionarios romanos sacados de la película Cleopatra hasta space marines futuristas con armaduras cósmicas de Warhammer 40,000. También había guerreros nahuas, tropas británicas de la Segunda Guerra Mundial y cruzados malteses. Parecían pelear, pero más bien llevaban a cabo una extraña coreografía bélica alrededor de la trifulca de los congresistas. Era difícil entender lo que realmente estaba pasando en ese caos. «¿Qué vamos a hacer? ¿Cómo van a resolver esto? Ya no hay marcha atrás», le dije con un leve tono de histeria a Rosa María. «No es para tanto. Pero mira, nadie está vigilando el bar», respondió. La seguí. Atravesamos el campo de batalla entre los combatientes reales y artificiales, cubriéndonos la cabeza. Ella saltó con agilidad detrás de la barra, sacó un champán del refrigerador y descorchó. Puso dos copas, las sirvió al tope. Dijo «Salud», chocamos las copas y nos sentamos a ver la pelea

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