Intercambio

Diana Thalia Jiménez Martínez

(Ixtlahuaca, Estado de México, 1994). Sus cuentos, poemas y ensayos se han publicado en revistas como Espejo Humeante, Revista Tlacuache, Ágora-Colmex y Punto de Partida.

Emprender el viaje puede ser terrorífico. Los brazos se entumecen y los pulmones se vuelven pequeños frijoles en el pecho, incapaces de contener aire suficiente para prolongar la vida. Los ojos, sin embargo, se abren y en medio de la oscuridad alcanzan a divisar la profundidad negra del espacio, la variación de la espesura que surca la nave en la que te encuentras. El mundo de pronto se convierte en una burbuja diáfana en la que miramos objetos tocados por un eco translúcido que vuelve todo más etéreo, incluso el miedo.

Mi abuela fue la única que se alegró el día que llegué a casa a dar la noticia de mi aceptación en el programa de intercambios artísticos. Me dio un largo abrazo y, con un par de lágrimas en el rostro, dijo: es lo más hermoso que nos podría pasar, mi niña, cuando estés allá tómale una foto a la placa de nuestro pueblo. Yo no entendí la intención de sus palabras pero sí comprendí, al menos un poco, el sentimiento que la invadía. Ella vivió los primeros quince años de su vida en la Tierra, fue parte de uno de los últimos grupos en ser desplazados. Ahora sólo observaba el planeta desde el mirador más cercano a nuestra cápsula familiar. Mi madre, en cambio, me despidió con los ojos bajos y la voz quebrada. Si llegas a ver a Sofía dile que la queremos, señaló antes de cerrar la puerta. Aunque no lo nombrara, ella tenía miedo de que no volviera, que al igual que a su hermana me ofrecieran un puesto permanente en alguna de las cinco orquestas terrestres.

Yo nunca las dejaría, pensé, pero no lo dije.

El viaje en tren fue triste, no paré de preguntarme por qué acepté la oferta, mientras apretaba las manos contra el vientre a falta de estuche de flauta entre las manos. Pensé en mi instrumento, me hacía falta. Desde que tengo memoria, pegar el estuche a mi cuerpo de manera firme es una forma de protegerme, al menos anímicamente. Me proporcionarían otro al llegar a la Tierra, me dijo el encargado del programa de intercambio. Antes de aterrizar en la estación espacial miré hacia atrás y no entendí por qué mi madre se mostraba tan triste si ella fue la primera en insistir al programa infantil, hace años, que me incluyeran en el área musical. Ella fue la que siempre insistió.

En la nave viajamos alrededor de trecientas personas. Setenta éramos parte del intercambio cultural. El trayecto fue rápido, pero justo como mi abuela dijo, la sensación en el cuerpo era extraña, como si el vehículo se desplazara hacia atrás en vez de hacia delante. Es como volver al origen, pensé. En el camino comencé a platicar con los ocho músicos a bordo. Ninguno de ellos era flautista. Antes de que pudiera saber bajo qué condiciones viajaban, se acercó Alonso, el manager representante de la agencia de intercambios musicales. Me pidió que lo siguiera. Una vez lejos del resto de los pasajeros, me dijo que no hablara mucho con los otros músicos, que éstos me tenían envidia porque yo era la que más probabilidades tenía de obtener una residencia.

Sus palabras se extendieron como una llamarada de hielo seco en mi cuerpo, me quemaron. No dije nada. Sólo meneé la cabeza como un autómata y lo miré a los ojos. Él me entregó una carpeta, me acarició el cabello suavemente, y antes de salir de la habitación, dijo: escoge una, mañana la voy a pedir.

Era un catálogo de flautas de lujo. Algunas presumían tener baño en plata u oro. Observé el álbum durante alrededor de una hora. Pensé en mi antiguo instrumento y sentí tristeza. Un mes antes me habían asaltado. Un hombre me tiró al piso y comenzó a tocar todo mi cuerpo antes de arrebatarme el pequeño estuche negro. El recuerdo me producía arcadas. Con las manos temblorosas elegí una flauta con un pequeño grabado de alcatraz. Volví al comedor inapetente. Pedí un poco de jugo de frutas y me sorprendí por lo bien que sabía. Era espeso y con textura, no el líquido traslúcido y azucarado que nos daban en la escuela como desayuno.

Poco antes de llegar miré por una ventana. El mundo parecía un jardín gigante. Me sentí mareada. Imaginé a la abuela: una niña corriendo entre el campo, mirando el cielo. Todo era gigante, absoluto. Fue imposible no desear aterrizar, revolcarme en el césped, olerlo, frotar mi cara contra las plantas y árboles. Aunque el deseo me quemaba la piel no lo hice, pero mis ojos se afilaron como navajas rasantes sobre el mundo. EL MUNDO. ¿Entonces dónde es que había vivido todos estos años?, pensé. El único hogar que yo conocía era el paisaje de la colonia espacial. Un mundo gris con un par de destellos rojos y verdes en algunas partes específicas de las construcciones. Señalamientos que nadie necesitaba porque todos teníamos rutas y lugares establecidos.

El desembarco fue rápido. Los tutores nos dieron una pulsera que funcionaba como localizador y guía de turistas. Me asignaron una compañera de habitación, una escultora llamada Carla. En el camino a la residencia de estudiantes ella me preguntó si pensaba quedarme y yo le respondí que no sabía; cuando le pregunté qué planeaba ella, me respondió con una sonrisa que dejaba ver las encías de sus dientes.

Al instalarnos en las habitaciones, Alonso me llamó a la suya para informarme que la primera presentación del concierto sería en un museo en el centro de París. Ahí se encuentra en vitrinas toda la historia de la humanidad, deberías darte una vuelta, señaló, y recordé el encargo de la abuela. Me dio un pequeño tubo de plástico y, sin soltar mi mano, dijo: para que te arregles. Después me ofreció algo de beber, pero no lo acepté. Al día siguiente Carla y yo nos levantamos temprano para ir al museo.

Las paredes de vidrio y metal nos recibieron con una pequeña pirámide que nublaba la vista en el sol matutino. Carla y yo nos miramos como dos personas que están a punto de aventurarse a la muerte.

Pedimos una guía a los guardias y buscamos rápidamente la sección de América. Ésta era un área que se compartía con Asia y África. Nos dirigimos rápidamente a ese piso. Buscamos cuidadosamente, pero ninguna de las dos encontró nada. Absolutamente nada. La abuela me había dicho con mucha ilusión que, antes del desplazamiento, las autoridades les prometieron integrar un espacio en alguna de las salas para hablar sobre su pueblo, sobre su lengua y sobre su resistencia en la Tierra. Les habían prometido un espacio en la historia, era lo mínimo que podían hacer. No lo cumplieron.

Sentí rabia. Miré rápidamente alguna de las esculturas y me permití tocar un león de marfil a pesar de los letreros que lo prohibían. Carla no dijo nada. Nuestras manos tocaron toda la superficie blanca del animal. El tacto era frío y sedoso. Supuse que todas las demás se sentirían igual, incluso las esculturas humanas. En ese momento no entendí para qué las conservaban, por qué incluso había guardias resguardándolas. Escribí el nombre de mi abuela con el lápiz labial que me había dado Alonso la noche anterior. Lo escribí sobre la escultura de una Atenea. Carla se rio en silencio y dijo que se veía mejor así. Al salir, yo me encaminé al patio para asistir al primer ensayo orquestal.

Los músicos estaban sentados en sillas de plástico transparente. Sus atriles también eran de un polímero casi invisible, pero muy resistente, con el peso adecuado. Parecía que hacían magia, que manejaban la gravedad para sostener sus cuerpos y sus partituras en el aire.

Allí estaba Sofía, con un arpa entre las manos. Me sonrió. Yo corrí a sus brazos como si la conociera de toda la vida, como si sus manos alguna vez hubieran sostenido mi cuerpo de infante o sus labios me hubieran cantado canciones para dormir. Todo lo que sabía de ella lo conocía por mi madre, que siempre hablaba del talento inigualable de su hermana en la academia musical, de sus manos frágiles y largas. Las historias fueron tantas que casi podría decir que conservaba un recuerdo de ella, borroso como un sueño, como una de esas cintas que nos proyectaban en la secundaria en las que se mostraban imágenes de la Tierra antes y después de la catástrofe ambiental.

Sus manos eran morenas y suaves. Supe que era ella por eso mismo. El color de su piel era disímil al del resto de los integrantes de la orquesta y más parecido al mío. Sin embargo, toda ella era distinta a mí. Su ropa, sus gestos, su forma de hablar, su maquillaje en el rostro. La única otra cosa que nos asemejaba eran las trenzas en el cabello. Había conservado el peinado que nos hacía la abuela. Dos trenzas que nacen en cada lado de la cabeza y se unen por detrás con listones de colores.

Mamá y la abuela te extrañan, me dijeron que te hiciera saber que te quieren, mis palabras eran torpes. Ella me abrazó como una palmera que convida sombra a las plantas pequeñas y exangües a su alrededor. Nos quedamos así un par de segundos, compartiendo la algarabía de los instrumentistas en su labor de afinación.

El ensayo avanzó en un tiempo distinto al de toda mi vida, lentamente, con pausas para comer, tomar agua y realizar estiramientos. Al terminar, regresamos al hospedaje y Alonso me dio un vestido brillante para el primer concierto. Me dijo, pruébatelo acá, para saber si te queda bien o hay que ajustarlo. Su voz fue cortante y yo pasé al baño sin protestar. Al salir con el vestido pegado al cuerpo, él me miró de una manera distinta, sus ojos eran procaces, saltarines. Sentí que de un momento a otro él iba a tocarme, tal como el ladrón que me quitó la flauta.

La escena fue interrumpida por mis arcadas de asco ante la sensación que me provocaban sus ojos. Corrí al baño y me cambié. Antes de salir de su habitación, me tomó muy fuerte del brazo y me atrajo hacia él. Me dio un beso en la frente mientras repetía que no debía estar nerviosa, que seguramente después del concierto yo obtendría la residencia que esperábamos. ¿Que esperábamos? ¿Acaso yo le había dicho que deseaba quedarme a vivir en la Tierra? Eso nunca había sucedido. Sin embargo, lo más común es que la gente que aplica a los programas artísticos aspire a tener una residencia en el planeta.

Las mañanas siguientes caminé por el ancho pasillo que rodea el río Sena. Estaba casi vacío, sólo había tres niñas jugando a saltar la cuerda en la otra orilla. Observaba los árboles, el pasto, las jardineras, las nubes, con la mirada ahíta de paisajes. Tuve muy poca hambre esos días, a pesar de la ingente cantidad de comida que se servía en los comedores. Pensé en la posibilidad de la estancia muchas noches. Lo platicaba con Carla y ambas intentábamos convencer a la otra de lo contrario. Los sueños son más reales aquí, me decía mi compañera de habitación, y a veces yo le creía, y me olvidaba de la abuela, de mamá, de las promesas que les había hecho.

La mañana del día del concierto, cuando hacía mi paseo por el Sena, ese río salpicado por los rayos de sol, vi a lo lejos que alguien agitaba los brazos y me hacía señales para acercarme. Eran Sofía y Antoine. Él era el director de la orquesta. Caminaban juntos y el brazo de él rodeaba la cintura de ella como si fuera un apéndice que le nacía del costado derecho. Me acerqué y los saludé. Sofía lucía como uno de los cachorros entrenados del puerto espacial, con esa especie de belleza aprisionada que causa tristeza y admiración. Antoine me preguntó cómo iba mi intercambio y habló durante un par de minutos sobre la importancia de hacerlo bien en el concierto de la noche. Yo atrapaba sus palabras en la memoria para reflexionarlas más tarde, pero la escena me incomodaba. Sofía me dijo que fuera a su casa, para que nos arregláramos juntas, y los tres nos despedimos.

En la sala de su departamento me dio una copa de whisky, mientras yo bebía lentamente de mi vaso ella alcanzó a rellenar tres veces el suyo. Después de probarnos los vestidos y los zapatos, salimos de allí.

Antoine nos esperaba afuera. Caminamos un par de cuadras hasta que decidí preguntar algo que no me podía sacar de la cabeza desde que llegué.

—¿Para qué es esa máquina que suena tan cerca?

—¿Qué máquina? —preguntaron al unísono. Sofía comenzó a reírse.

—No es una máquina, es el viento que mueve las hojas de los árboles.

—¿Qué?

En la colonia los ruidos provienen de las máquinas. El sonido de la naturaleza es envolvente. Sólo entonces me di cuenta de las dimensiones correctas en las que la vida era distinta entre ambos espacios. Los árboles siseaban y los pájaros eran pequeños silbatos con chiflidos afinados.

El concierto sucedió sin contratiempos, sin un error. Después de eso fuimos a una cena de gala. Sofía me dio varias copas de vino y licores. Yo los probé con un poco de asombro. El vino te dejaba una sensación pastosa en la boca, como un trago de leche a la inversa. La cerveza provocaba sensaciones burbujeantes en las papilas gustativas. El tequila era una navaja en el esófago. La ginebra era suave, como una burbuja de humo. Ella bebía con fruición. De un momento a otro, Antoine se acercó y le quitó la copa que tenía entre las manos.

That’s enough, baby.

Ella hizo una mueca de molestia y acercó su rostro al de su interlocutor. Le dio un beso breve, delicado. Él le devolvió la copa y ella me guiñó el ojo como una niña victoriosa.

—Antoine siempre tiene miedo por mi consumo de alcohol. Teme que haga el ridículo frente a sus amigos. Pero eso nunca ha sucedido, yo el alcohol lo tengo controlado. 

Después de decir esto, me tomó de la mano y me dijo que saliéramos.

El viento nos pegaba en el rostro como una capa de seda temblorosa. Sofía me dijo que la vida era buena allí, pero que era solitario estar tan atada a un hombre. Me pidió que me quedara, que todo mejoraría si estuviéramos juntas. Yo le conté sobre el asalto que había sufrido justo antes de hacer el intercambio, sobre la comida y las luces, sobre mamá y la abuela.

Carla y yo caminamos de vuelta a la residencia. Justo antes de llegar le dije que mirara la luna, ella sonrió y en medio de la oscuridad yo toqué con mis manos el borde de su boca. Me sé de memoria tu sonrisa, le dije. Y su boca fue como un río y una mariposa y un bisonte que corrían sobre la piel de mi rostro al mismo tiempo. Quédate conmigo aquí, me dijo.

Alonso me esperaba en la puerta de la estancia. Una vez que entramos me dijo que la oferta estaba hecha, que tenía autorizada una residencia de al menos dos años, pero tenía que decidirlo pronto. Sentí mucha tristeza porque deseaba quedarme, porque Sofía tenía razón, en la Tierra no me pasaría lo que me pasó en las colonias espaciales. Nadie tocaría mi cuerpo ni me arrebataría las pocas pertenencias que cargo conmigo. Pero mi vida dependería todo el tiempo de mi manager. En la Tierra se quedaba Carla con sus labios de viento cálido y con su mirada de gacela salvaje.

La estancia transcurrió vertiginosa, radiante. La vida era la mirilla por la que me encontraba mirando los atardeceres y el calor del sol. La vida era un pequeño conducto de ventilación para escuchar el sonido de los árboles y probar distintas clases de fruta. Pero terminó pronto con la cara de desaprobación de Alonso y una despedida larga.

Todos merecemos una vida digna. Fue por eso que decidí volver.

Sofía se despidió con una cena en la que bebió demasiado y terminé cuidando de ella. Carla me acompañó al puerto. Nos abrazamos y lloramos mientras me decía no quiero que te vayas nunca, quiero que te quedes conmigo, y besaba mi frente cientos de veces. No podía apartarme de ella, pero sabía que tenía que hacerlo. Yo le decía que no quería irme, que quería quedarme y vivir con ella junto al río, observar los atardeceres y recostarme en el césped todos los días después del ensayo de la orquesta. Nuestras palabras eran justas con nuestros sentimientos, pero nuestras acciones no las alcanzarían. Me despedí con una mezcla de amargura y tristeza. Carla se quedaba con su sonrisa de yegua agreste. Sofía con su lucidez nublada y sus copas de whisky.

Las condiciones que se establecen como parámetros para postular al intercambio de verano son inciertas. El proceso de selección no es transparente y la incertidumbre es un estado que utilizan quienes se encargan de gestionar estos procesos para aprovecharse de los jóvenes que aplican y que logran viajar. Durante mi estancia supe de otros casos en los que las jóvenes asesoradas se sentían obligadas por sus maestros. Hace tantos años que la Tierra dejó de pertenecernos que todo lo que se dice de ella parece un sueño.

Después de abrazar a Carla por última vez, comencé a escribir esto que quizás no sirva de informe para la comisión de intercambios espaciales, pero al menos servirá para que me lean las compañeras artistas y científicas que sueñan con ganar una de las becas de intercambio. Todos merecemos escuchar el siseo de los árboles, sentir el viento en nuestros rostros y el sol en la piel mientras miramos el atardecer. Nuestros sueños son grandes. Todavía estamos a tiempo de cambiarlo todo

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