(Ciudad de México, 1956). Autor de La música de acá. Crónicas de la Guadalajara que suena (Universidad de Guadalajara, 2018).
Acudí hace algunos meses al Auditorio Benito Juárez a ponerme un refuerzo de la vacuna contra la covid. Me fue bien; la organización, eficiente. No tuve que hacer una fila de muchas horas como en las primeras etapas de la pandemia. Salí deteniendo un algodoncillo en el brazo izquierdo con la tranquilidad de sentirme un poco a salvo de la enfermedad que detuvo los engranes de la sociedad durante un tiempo angustioso. ¿Un auditorio como ése al servicio de la salud, con gente disciplinada, formadita, en espera del piquetito salvador? Pues sí, pero con el paseo por el Auditorio y sus alrededores los recuerdos llegaron, implacables: el edificio se ha usado para muchas cosas pero a mí me transporta a aquellos conciertos en los lejanos años setenta cuando, a falta de mejores espacios, actuaron grupos como Procol Harum, Santana, Peace and Love, los Dug Dugs y hasta la folclorista Joan Baez. El lugar, una especie de multiusos concebido por el afamado arquitecto tapatío Julio de la Peña, sonaba muy mal. Aún tenía aquel techo construido con una técnica innovadora para su tiempo: paraboloides hiperbólicos de concreto lanzado, el resultado era vistoso pero por lo visto no muy adecuado para asuntos acústicos. No importaba, igual aplaudíamos los solos del guitarrista de Autlán, el pálido y sombrío órgano de Gary Brooker o la voz eufórica de Ricardo Ochoa, aunque no pudiéramos identificar con precisión cada nota. El sonido rebotaba, la reverberación abrumaba, las notas musicales se encimaban unas con otras. Para la muy estricta dieta musical a la que los jóvenes nos veíamos sometidos, aquel galerón ubicado al norte de la ciudad era, sin embargo, un oasis.
El auditorio que inicialmente se llamaba del Estado y no Benito Juárez se inauguró con bombo y platillo —hasta el presidente Díaz Ordaz estuvo acá unos días antes de que terminara su mandato— un veintiuno de noviembre de 1970. Menos de diez años después, el nueve de enero de 1980, el imponente techo se vino abajo, con la fortuna de que el inmueble llevaba abandonado varios meses y a nadie le cayeron encima los paraboloides. Se habló de errores en los cálculos estructurales, falta de mantenimiento básico y problemas con los materiales usados. Un rumor afirmaba que en 1968 se inauguraron a las carreras varias obras olímpicas en la capital, donde acapararon los buenos materiales de construcción; en contraste, los que llegaron a provincia eran sobrantes de muy dudosa calidad. Con esos sobrantes, se dice, aunque no me consta, construyeron el Auditorio. Como haya sido, el Auditorio se quedó sin techo y subutilizado hasta 1984, cuando se trasladaron ahí las muy tradicionales Fiestas de Octubre de Guadalajara.
Joan Baez nació el nueve de enero de 1941, actuó poco en México aunque su apellido nos haría pensar lo contrario. Registro un puñado de ocasiones: la primera en el Palacio de Bellas Artes los días veintinueve y treinta de marzo de 1974; al día siguiente, treinta y uno de ese mismo mes, en Guadalajara, en el ya citado Auditorio; años después, en 1981, en la novena edición del Festival Cervantino en Guanajuato; y finalmente en 2014, un primero de abril, se plantó con su guitarra en el escenario del Teatro Metropolitan a sus setenta y tres años como parte de una gira latinoamericana en la que entonó canciones de aquí y allá: desde Dylan —«Blowing in the Wind», «Farewell Angelina»—hasta Violeta Parra —«Gracias a la vida»—, pasando por los puntos intermedios de «La Llorona» o su propia composición «Diamonds and Rust», entre muchas otras canciones.
Comenzó su carrera muy joven. Fue la gran divulgadora de la canción de protesta o canción social que tuvo en Woody Guthrie y Pete Seeger a sus primeros representantes. Su voz prístina y aguda, acaso demasiado estudiada, como la de otras representantes del folk rock de su tiempo —Judy Collins, Joni Mitchell, Cass Elliot—, se volvió un símbolo de las inconformidades juveniles en los años sesenta, una especie de conciencia moral de una generación que pretendía, guitarra en mano, sustituir a la sociedad capitalista por otra más libre y humana. Como se sabe, actuó en el Festival de Woodstock el primero de los tres días que congregaron a cerca de quinientos mil hippies en aquel paraje del estado de Nueva York que pasaría a la historia. Ese quince de agosto de 1969 Joan tenía veintiocho años de edad y seis meses de embarazo; su actuación fue tarde, de una a dos de la mañana (o sea, ya era el inicio del segundo día del festival). Con su guitarra entonó un set de diez canciones, entre ellas tres que aparecieron en los discos del acontecimiento: «Joe Hill», dedicada a su esposo David Harris, quien entonces estaba preso por negarse a hacer el servicio militar; «Drugstore Truck Drivin Man», que presentó como «una canción dedicada al gobernador de California, Ronald Reagan» y que en un verso dice «es el jefe del Ku Klux Klan»; y «Sweet Sir Galahad» que dedicó a su hermana Mimi Fariña, también cantante pero que, como suele pasar entre las mujeres norteamericanas, adoptó el apellido de su esposo. Para entonces Joan, a pesar de su juventud, ya era una veterana estrella musical que diez años antes había debutado con éxito en el Festival de Newport. Su prestigio como cantante y activista era grande en un tiempo en que la canción de protesta cobraba un auge estimulado por el descontento juvenil ante el racismo y la guerra de Vietnam, entre otros factores. Y era entusiasta intérprete de Bob Dylan, con quien la unió algo más que una amistad.
Yo estuve, por suerte, en el Auditorio aquel treinta y uno de marzo a las 5 p.m. Salió solita con su guitarra y su voz. Eso contribuyó a que la acústica no fuera tan desagradable. Seguía joven, apenas treinta y tres años, pero ya era una leyenda: había marchado codo a codo con Martin Luther King, protestado contra la guerra de Vietnam, alzado la voz en pro de los derechos civiles y, dada su notoriedad, era una auténtica piedrita en el zapato del establishment gringo. Creo que no se llenó el Auditorio a pesar de que la publicidad del Departamento de Bellas Artes (aquel heroico DBA dirigido por el finado Juan Francisco González) fue intensa desde muchas semanas antes. No recuerdo con precisión el repertorio que cantó, pero sí a un grupo de jóvenes norteamericanas que le gritaban: «Sing Dylan!», a lo que ella respondía con una sonrisa y los versos de «Don’t Think Twice», «It’s Allright» o de aquella otra «Love is Just a Four Letter Word». Todo un acontecimiento en las postrimerías del hippismo y la psicodelia.
Joan Baez, me lo recuerda mi amigo el físico Luis Adolfo Orozco, tuvo un padre mexicano, científico para más señas: Albert Baez, nacido en Puebla pero mudado a Estados Unidos por iniciativa del ministro metodista que era su padre. Entre sus logros, desarrolló un microscopio de reflexión de rayos X para examinar células vivas y la óptica de un lente para un telescopio también de rayos X. Es decir, le interesaban lo micro y lo macro por igual. Eso sí, se supone que se negó a participar como científico en proyectos de carácter armamentista por sus creencias como cuáquero. Acaso el activismo de su hija Joan fue propiciado por esa visión que se oponía a la muerte, a la guerra y la destrucción, y le apostaba, más bien, a la enseñanza, el progreso y la divulgación del saber científico. También fundó un departamento de Física en la Universidad de Bagdad y, en el último tramo de su vida, quizás sintiendo el llamado de la sangre, fue presidente de la organización Vivamos Mejor, fundada en 1988 para ayudar a pueblos empobrecidos de México.
Pero sus hijas no le salieron científicas sino artistas: Joan y Mimi cantaban y al mismo tiempo peleaban por lo que creían justo.
Este 2023 se estrenó en la Berlinale el documental Joan Baez: I am a Noise, dirigido por tres mujeres: Miri Navasky, Maeve O’Boyle y Karen O’Connor. En él se explora a la cantante desde varios ángulos. Uno de ellos, particularmente delicado: el de los abusos que, afirma en la película, tanto ella como su hermana Mimi sufrieron por parte de su padre. Albert siempre los negó en vida, Joan supone que él no se daba cuenta de esos comportamientos, pues eran una especie de «marca generacional». Como sea, Joan Baez afirma haber tenido problemas de salud mental a lo largo de su vida, tal vez debidos a asuntos no resueltos de su infancia. En una entrevista reciente con The New Yorker, afirma que por épocas su vida ha transcurrido entre un ataque de pánico y el siguiente.
La película también aborda su relación amorosa con Bob Dylan: terminó mal, Joan se sintió traicionada y dolida, pero ahora ella afirma no guardarle rencor al ganador del Nobel (por cierto, otro hombre con quien Baez tuvo una relación amorosa fue el magnate de la computación Steve Jobs. Un romance posthippie de tres años a principios de los ochenta, cuando Jobs aún no era conocido).
Hoy, Baez está prácticamente retirada de la música, pero no del arte: hace poco se editó un libro de encantadores dibujos de su autoría titulado Am I Preety When I Fly? —pocos trazos, casi de primera intención, cargados de humor—, donde muestra esa faceta poco conocida de su trabajo y a la que se ha dedicado con enjundia en los años recientes.
La infraestructura de la Guadalajara de hoy no tiene nada que ver con la miseria de aquellos lejanos setenta en cuanto a foros para presentaciones musicales. Pero del mismo modo como había un encanto en quitar el celofán a los discos de acetato, escuchar detenidamente cada canción y leer con detalle los créditos artísticos —todas ellas prácticas en desuso—, también era seductor el ritual de ir a lugares como el Auditorio a disfrutar —y sufrir— las actuaciones de artistas irrepetibles, como Joan Baez. Aunque todo sonara como si estuviéramos metidos en un baño