Verano A nadie parecía interesarle si, y cómo y cuándo se encontraron las cosas y la gente. Las estaciones se escurren entre los dedos y cuando en mayo se preguntaba a alguien qué planes tenía para el verano, decía: largarse si es posible y, si lo es, sólo al Mar Báltico. En general, ésa era la situación. Mejor dicho, éramos L. y yo que no nos encontrábamos, o si nos encontrábamos era sólo en espacio y tiempo, sin poder hacer mucho con eso. Mejor dicho, era también L., por supuesto, la que, al yo preguntarle por sus planes de verano, respondía con una evasiva exhaustiva, de manera que era imposible abandonar alguna posición.
No nos acostábamos. Aunque había pocas razones para ello. Noches incontables juntos en el colchón de ciento veinte centímetros, tan cercanos los cuerpos hasta donde no se pudiera evitar; de vez en cuando un beso de saludo o despedida, sin que los labios de uno sobre los del otro llegarán a alcanzar una cifra preocupante en segundos, sin dejar pasar una lengua entre los dientes; para las manos eran conocidas las zonas tabú del cuerpo del otro. Sólo a mediados de julio, después de otra noche de ciento veinte centímetros, de otro desayuno con el que se puede olvidar fácilmente que, nuevamente, no había sucedido nada que se tuviera que ordenar en cualquier categoría, me atreví a preguntar de nuevo por agosto, por agosto, en el que Berlín es casi tan insoportable como en enero, por agosto, en el que o bien se capitula ante el verano o lo infiltra, por agosto, que estaba marcado con un lápiz de color como posible mes de vacaciones en el calendario de L. Eso lo había hecho a principios del año, cuando aún indicaba a Canadá, África Oriental o por lo menos Portugal como destinos de aquellas vacaciones. Para entonces, nunca se habló del Mar Báltico.
Ahora tampoco, tampoco a mediados de julio, tampoco en ese desayuno con más cigarrillos de los necesarios, con la taza de café en la mano, con ojos somnolientos y con el cuerpo de L. en bata de baño, el cuerpo de L., al que sólo había tocado durante la noche en un puntos poco problemáticos. No se mencionó al Mar Báltico. Se añadió repentinamente a la lista de Canadá, África Oriental, y Portugal se convirtió en un destino lejano en el que se piensa en invierno, aun cuando invierno signifique mayo. Julio ya no se cuenta en el invierno definitivamente; en ese caso tampoco L. podía engañarse, y la marca de lápiz de color se convirtió de repente en una amenaza, en un documento del naufragio, un naufragio que L. despreció y la ponía de mal humor, y con L. de mal humor no quería viajar incluso si yo tuviera permiso de hacerlo, incluso si fuese al Mar Báltico, por tres días, quizá una semana. Y como L. lucía de buen humor en su bata de baño, como no teníamos más cigarrillos, como el sol brillaba y no hacía calor, pero al fin y al cabo era verano, propuse hacer lo que las parejas hacen en días como éstos, lo que sería lo último que yo quería hacer con L. si fuéramos una pareja, porque parecería forzado, pero que ahora estaba permitido, pues no éramos pareja y, quizás, sólo por eso no nos acostábamos y no hablábamos nada sobre los ojos y las manos del otro, para poder hacer esas cosas que normalmente suelen hacer las parejas. Sugerí hacer una excursión.
No al Mar Báltico, para eso ya era muy tarde, para eso L. habría tenido que empacar un bolso y, repentinamente, se habría convertido en un viaje. No el Mar Báltico, sino Rheinsberg, Chorin, el Spreewald o, al menos, Köpenick. Convenimos rápidamente, lo que era poco habitual, en Köpenick, quizá porque para ir a Köpenick no es necesario el tren, y en tren, al fin y al cabo, habríamos podido viajar igual de bien al Mar Báltico o a Portugal.
En Köpenick hay una estación de tranvía, que se llama Libertad y en la que, sólo por ese motivo, L. quería bajarse sin falta, lo cual yo encontraba tonto. Ella opinó que yo era aburrido; yo opiné que ella era cursi, y entonces el tranvía ya había continuado el camino, con L., que se sentía ofendida, y conmigo, que me avergonzaba. Si hubiéramos sido una pareja, habríamos peleado de inmediato. Así sólo callábamos lo que pasaba inadvertido. Sé que con los buenos amigos también se puede callar. No sé qué debe tener eso de extraordinario. A mí sólo me ocurren muy pocas cosas que parecen más simples que guardar silencio. Y aun cuando la pregunta sobre si L. y yo sólo somos buenos amigos o no, siempre me ha dejado en apuros, a veces callábamos juntos, lo que finalmente era casi igual de simple, y a veces era uno de los dos el que hablaba, mientras el otro callaba; y quizá fue ésa la mejor solución en la mayoría de los casos. Lindo, aquí, dijo L., en ese caso, por ejemplo, y yo no decía nada.
Nos sentamos cerca del agua, aunque era la misma agua que vemos casi todos los días sin hacer una excursión. Por lo menos por un tiempo a todo el mundo le gusta estar sentado cerca del agua. Sentarse cerca del agua es un consenso. L. tarareaba melodías para sí allí, el sol brillaba allí delante de sí, el agua chapoteaba allí para sí y yo los observaba allí. Cada cual estaba en lo suyo y comenzamos a aburrirnos. Aunque el aburrimiento no significa aburrimiento por la excursión, sino más bien por la relajación, pero no es de mucha ayuda. No había barcos, a los que habríamos podido mirar pasar; tampoco olas, como seguramente sí hubiese habido de habernos ido al Mar Báltico para sentarnos cerca del agua, olas que evocan en uno el sentimiento de que algo sucedería. Noté la intranquilidad de L., pero como en una excursión después de llegar no se puede volver inmediatamente para ir al cine o a cualquier otro lugar, nos quedamos y comimos chocolates.
Trataba de imaginarme cómo sería besar a L. en ese instante. No lo logré. No se puede comenzar repentinamente con semejantes imaginaciones, sólo porque uno está aburrido. El beso en sí mismo no parecía para nada problemático, pues, después de todo, los besos también forman parte de las cosas simples de la vida, quizá incluso de aquéllas más simples como callar juntos. Era más difícil de imaginarse lo que habríamos hecho a continuación excepto seguir mirando el agua. En algún momento habríamos reído como cuando se contiene la risa y después nos habríamos besado otra vez porque no se nos habría ocurrido nada más, porque cuando se besa no se tiene que hablar, porque besar es, en todo caso, más sencillo que haberse besado; para la noche nos habríamos lastimado los labios; y la despedida habría sido complicada.
Estábamos sentados uno junto al otro, la distancia entre nuestras bocas llegaba apenas a veinte centímetros. Podía oler su crema con algún tipo de coenzima capilar; y cuando ella se volvió hacia mí y me miró, me asustó aquella mirada. Por sólo unos segundos, uno, dos, máximo tres, luego apartó la vista, y fumamos un cigarrillo, en un lugar casi común, por un tiempo casi en común. Eso no significa mucho.
Invierno Ahora es invierno, dijo L.; y yo le creo. L. conoce bien las estaciones del año. Primavera, verano, otoño, invierno, éstas no son solamente palabras para ella, son categorías mediante las que se percibe el mundo, tan sólo estando lo suficientemente atento. Se reconoce el invierno por el hecho de que todos se sientan en torno a una bebida caliente para conversar sobre los gastos adicionales y, en especial de eso, de dónde pasarán Noche Vieja. En invierno uno sube al metro y cuando vuelve a salir al aire libre ya es de noche. Eso me lo explicó L. Ella también me explicó que el invierno es la mejor estación del año: la más clara, la más franca, que es la estación del año en la que más fácilmente se puede confiar porque no se está cegado por el sol ni por las hojas multicolores, ni tampoco por las hormonas. Escucho a L. atentamente, aun cuando sé que ella me explicará en primavera —como siempre lo hace— que la primavera es la mejor estación del año, como en verano es el verano y en otoño es el otoño. Algunos dirían que L. es indecisa. Ella misma dice que simplemente está al día.
Por lo demás, no pienso mucho en las estaciones del año. En otoño llevo un abrigo, en primavera me lo quito. Es así de sencillo. Sin embargo, me gusta el invierno, pues L. se convierte entonces en L.-invierno; y L.-invierno ofrece mucha diversión. La L.-invierno siempre está empaquetada en suéteres y abrigos, en chales, guantes, orejeras y calentadores de orejas. La L.-invierno abarca mucho espacio. La L.-invierno apenas puede moverse entre sus armaduras contra el frío. La L.-invierno necesita cada vez más minutos para quitarse su arsenal, minutos en los que puedo observar cómo la L.-invierno vuelve poco a poco a ser L., la que conozco del otoño, de la primavera y del verano.
Con la L.-invierno me veo frecuentemente para una bebida caliente; y no sólo hablamos sobre gastos adicionales, y sólo algunas veces sobre la Noche Vieja, sabemos en cualquier caso que es invierno. Con la L.-invierno hablo de otras cosas, aunque confieso no estar siempre muy atento, porque la L.-invierno nunca se puede decidir, si para ella hace demasiado calor o demasiado frío, y por eso se pone y quita una y otra vez las diferentes partes de su empaque durante la conversación, y luego deja caer con intención —como supongo— un guante, y luego se enreda en las mangas de un suéter y el chal guinda en el café, y entonces me hace gracia y la L.-invierno pregunta: ¿Me estás escuchando? Y yo digo: Sí, pero eso es una mentira.
Cuando L. dice que ahora es invierno es por algún motivo. Invierno significa para L. mucho más que gastos adicionales, y Noche Vieja más que frío y nieve, que lluvia y aguanieve, y la oscuridad, que siempre llega demasiado temprano. En invierno L. se vuelve contemplativa, premeditada, como ella asegura. En invierno me contempla largamente y me cuenta de su tiempo en el colegio, de sus amores de juventud, de sus amigas de cartas y otras cosas de ese tiempo, antes de conocernos, ese tiempo, que a mí, de ser sincero, no me interesa mucho. Sólo en invierno caía en cuenta de que L. disponía de un pasado, y sólo en invierno L. me preguntaba algunas veces por el mío. Creo que sólo lo hacía por cortesía, y yo contestaba de forma sucinta y esquiva. L. cambia el tema. Preguntaba si tomábamos algo más. Y yo proponía ir a otro lugar, pues quería que se volviera a empaquetar en sus suéteres, chales y demás cosas invernales, y entonces se empaquetaba. Y entonces pienso en que en dos meses volverá a hacer calor, que el embalaje de L. irá desapareciendo capa por capa y para entonces —probablemente en cualquier momento de abril— ella dirá: Ya es primavera. Llevará como mucho una chamarra. ¿Qué es esa tristeza en ti?, pregunta. Pienso en el futuro, digo. L. asiente con la cabeza de manera comprensiva. Conoce hondamente las estaciones. Sabe cómo se piensa en invierno.
Primavera Ahora, L. también se ha imaginado la primavera. Me opongo: no se puede imaginar la primavera. La primavera ya existe. Y sólo por ser tan inestrable no significa que esté permitido reinventarla. L. se opone a que sea un sabelotodo y ella puede imaginarse lo que quiera. L. imagina muchas cosas, los apartamentos y las casas en los que quiso vivir alguna vez, esposos y compañeros de vida, profesiones, todo su futuro
y, algunas veces, también su pasado. Imagina nombres para ella, para mí, para sus hijos y para animales que no existen, pero que deberían existir, cree L. Ella imagina nuevas leyes, incluso nuevas leyes naturales; a veces planetas enteros. Planetas en los que se puede cocinar algo hecho con cumplidos, por ejemplo.
Lo encuentro divertido y, a veces, un poco agotador, pues mi papel allí es claro: tengo que abogar por la realidad. Soy el abogado de la realidad. Todo está bastante bien como está, digo yo; y L. dice: Bastante bien, bastante bien. No tienes que venir cuando me mudo a otro planeta.
Hoy se imaginó la primavera. Desde hace días se queja acerca de la primavera real existente, o mejor dicho, de la primavera no real existente, pues sólo es una primavera prescrita en el calendario y me transfirió su decepción: Oye, ¿aun si todo está tan demencialmente bien para ti, te parece que tu realidad es siempre tan magnífica? Está un poco humedecida, tu realidad, un poco fría, ¿no es así? Entonces la interrumpí: L., hablas sin sentido, y ella dijo: No sería un milagro, si no se pudiera confiar ni siquiera en la primavera.
La verdadera razón de su enojo tenía algo que ver —creo yo— con un vestido, un vestido que había comprado hacía un par de días y del que me platica desde entonces. Cómo luce, cómo luce con él y cómo podría imaginarse, aparecer tarde en una cita, llegar como un soplido y él que en la esquina espera por ella quiera reclamarle, pero debe interrumpirse a sí mismo y en lugar de estar enojado queda fascinado. Vaya, lindo vestido, te queda bien, en serio, tendría que decir entonces. Un buen plan, según L.
L. habla mucho sobre el vestido, aunque en realidad sólo se trata de la situación. El vestido sólo es un pretexto, pues la vanidad de L. es una vanidad escénica. Para ella, más importante que lucir bien es estar en una buena posición. Le ofrecí a ella asumir el papel de la persona esperando y L. asintió. Pero sólo, subrayó, si yo también estuviera fascinado de verdad.
Pero hasta ahora, la primavera simplemente no se ha ajustado a la convención del calendario, hasta ahora no ha permitido que se lleven vestidos, no ha permitido la escena de L. y L. está cada vez más impaciente; hoy llamó y dijo: Basta. Suficiente. Ahora me imagino mi propia primavera. ¡Que te lo pases bien!, pensé, pero no lo dije, más bien: Bien, ¿y cómo luce eso, tu primavera? L. dudó. L. rara vez dudaba. L. prefería decir tonterías antes que dudar. Cuando L. duda, eso no promete nada bueno. No lo sé exactamente, dijo al fin. Primero pensó que uno debería poder ordenar la primavera, como en la teletienda, como una pizza o un ensamble de instrumentos de viento. Luego ella consideraba mucho mejor que la primavera no fuese un tiempo, sino más bien un espacio, no uno pequeño, tampoco un cuarto, sino todo un país o algo así, al que se
podría ir en caso de necesidad. La parte tonta de esta idea sólo es que fuese entonces como unas vacaciones, y primavera en vacaciones, dijo L., sería, pues, simplona. La primavera debía ser en la vida cotidiana, y toda la rutina diaria no siempre puede acompañarlo a uno, si uno quisiera ir a Primavera; todos tienen citas y responsabilidades. Por Dios, no sabía cómo imaginarla, pero ya se la había imaginado, sólo que no de forma tan concreta, y ahora debía yo decir algo.
¿Se trata del vestido?, pregunté. No, dijo L. Quizá sólo un poco, dijo L. Y si ya, dijo L. Le propuse que se lo pusiera en ese momento, no importaba si hacía frío. De repente me apresuraría y esperaría por ella en la esquina, hasta que se apareciera demasiado tarde, llegando como un soplido; entonces estaría fascinado y diría mi frase. L. estuvo de acuerdo. Pero también debes decirlo seriamente, dijo otra vez; de lo contrario, todo eso no lleva a nada.
Eso fue hace veinte minutos. Me tomo un poco más de tiempo, ella tiene que enfriarse un poco en la realidad. Luego saldré y, por supuesto, ella estará enojada por mi retraso, y por supuesto lucirá muy bien con el vestido y, por supuesto, no me creerá cuando diga la frase, y por supuesto se quejará del frío que hace, pero luego podríamos ir a cualquier otro lugar, tomar algo caliente y observar tranquilamente la lluvia. Tenemos la primavera detrás de nosotros.
Otoño Siempre esas hojas, dijo L., en el día después de la noche, en la que acabamos por no acostarnos. Era un día de octubre, con un sol de octubre en un parque de octubre. Observemos el otoño, había dicho L. en la mañana; en esa mañana de octubre, cuando aún estábamos sentados en el desayuno, y no lucía para nada diferente de como habíamos temido, cuando tratábamos de dormir un par de horas antes y nuestras pieles de repente se tocaron en puntos que otras noches estaban cubiertos con telas.
Estábamos sentados en la cocina de L., contenidos en las ocupaciones con las que estábamos familiarizados, en las que éramos muy buenos. Éramos buenos en tomar el café, buenos en escoger la música para el desayuno, buenos para lavarnos los dientes en conjunto. Eso lo habíamos practicado. En esto éramos un equipo compenetrado. No éramos buenos para acostarnos. No éramos buenos en dejar pasear las manos por el cuerpo del otro; especialmente nada buenos éramos para hablar incidentalmente sobre métodos anticonceptivos; y realmente muy malos en hacer de lado un mechón de cabello de la cara del otro. Eso no funcionaba así, decía L., y yo le daba la razón, entonces nos dábamos vuelta, lejos uno del otro, y nos dábamos las buenas noches, pero cuando L., al cabo de un tiempo, quizá una media hora, quizá una hora, preguntó si yo tampoco podía dormir, le dije: Claro que sí, y muy bien, y entonces me sacó la sábana y nos levantamos y nos miramos hacia abajo por un corto instante. L. hizo café, yo escogí música para el desayuno. Eran las cuatro y media.
A las seis y media, L. ya había hecho café dos veces y yo había escogido dos veces música, cuando era claro que aquel día de octubre sería un día soleado de octubre, los dos estábamos felices de poder dejar el apartamento, el apartamento donde estaba el sofá, en el que, como era frecuente, nos sentábamos cerca uno del otro, en la noche antes de dormir, el sofá ante el que todavía están las dos copas de vino, en las que bebimos cuando L., una vez más, me contaba sobre otra aventura amorosa fracasada, se burlaba del compañero del fracaso y me mostraba de qué manera tan torpe él buscó siempre su proximidad, comenzando con los pies, que se tocaron como si fuese pura casualidad, las manos, que siempre buscaron pretextos para alcanzar su cabello, que ahora, en este ensayo, era mío, las manos que desde allí resbalaban por su mejilla; mi mejilla, luego la mirada profunda, que —con toda la exageración—no era sólo la parodia de una mirada, repentinamente noté que no se trataba más de un ensayo, cada vez menos se trataba de un ensayo; que el ensayo había durado demasiado tiempo, que ella había desempeñado bien su rol, que yo no era ningún espectador, y cuando su mano, que por mucho tiempo ya no era la mano del compañero del fracaso, se volvía hacia mi cabello y, simplemente, se quedó allí, ya no se podía negar que nos encontrábamos en una muy clara situación. En otras situaciones habríamos encontrado una puerta trasera para volver a lo habitual, a lo vago, ahora nos alejamos más y más de esa puerta trasera, tan lejos que una vuelta a lo habitual, a lo vago sería algo demasiado llamativo para salir bien, tan lejos que el próximo paso era en el fondo obvio, era yo quien debería llevar mi mano a su cabello, a su mejilla, a su cuello. Exactamente ése era mi rol en esa situación, para mantener el juego apenas a medias; pero exactamente eso era imposible para mí, puesto que mi brazo izquierdo estaba aprisionado entre el sofá y el tronco de L. vuelto hacia mí, y aún mantenía la copa de vino en mi mano derecha, de forma ridícula, bien agarrado a eso; un impedimento que no podía arreglar sin cambiar la posición del cuerpo, y un cambio en la posición de cuerpo podría haber sido mal interpretado justo en ese momento.
Mis manos permanecieron en su lugar poco esperanzador; debí cambiar el orden y, en lugar de las manos, moví la cabeza y L. movió la suya, y entonces nuestras narices se tropezaron y, al instante, estaba mi boca en su mentón, luego en su boca, que se abrió, y los labios, secos por el vino y los cigarrillos y la plática sobre aventuras amorosas fracasadas, se tantean; hasta que L. quitó esa resequedad en sus labios con su lengua y al mismo tiempo en los míos también, donde encontró mi lengua, de manera que por unos segundos sólo tocó allí, lo que debe haber parecido extraño.
Eso pensé en todo caso en esos segundos, y L. al parecer también, pues su mano volvió a mi cabello de manera más decidida, acercó mi cabeza hacia ella, de manera demasiado decidida para mi postura no muy estable y también para mi copa de vino, que aún sostenía en mi mano como premio de consolación. Ah, no tan rápido, dijo. Disculpa, dije. No es para tanto, dijo, tomó la copa de mi mano, la colocó en el piso y me sacó del sofá. Buen momento, dije. ¿Para qué?, quería preguntar, podía sin embargo imaginarlo. Fui a la cocina para lavarme las manos. L. fue a la habitación. Derramé vino tinto en los pantalones, qué truco tan barato. Esperaba más de ti, la escuché decir. Como ella no volvió al sofá después, lo que para mí era un tiempo prudencial, la seguí al cuarto y comenzaron las cosas en las que no éramos buenos.
Ambos intuíamos lo que se hace, ambos conocíamos los movimientos y la sucesión, los sonidos correctos y las miradas, el tiempo, las posiciones de los cuerpos que eran importantes y aquellas, las que yacían en el camino hacia lo más importante. Lo nuevo era que tanto L.como yo éramos los participantes; y se me hizo soso hacer lo que hacemos por lo común en esas situaciones. A pesar de toda la singularidad, sólo nos habíamos acostado. Los cuerpos se separan uno del otro y el otro cuerpo pertenecía a L., que yacía tan estrechamente sobre mí que no nos teníamos que mirar.
En el parque de octubre tampoco nos miramos, en todo caso, no con frecuencia. No nos tomábamos de las manos y cuando L. mareada por el cansancio tropezó y se sostuvo por un instante en mí, dijo: Disculpa. No hablamos, L. dijo: Siempre esas hojas. Primero presumen de estar pintadas de muchos colores, y después sólo caen simplemente. Si no se entienden con el otoño, podrían por lo menos volar al sur. Y cuando ya no conversamos nada en absoluto y todavía no se alcanzó la hora en la que
normalmente nos levantamos, L. dijo, que quería acostarse otra vez,
que estaba cansada, que había visto suficiente otoño y que, en lo absoluto, uno tampoco debía comportarse así. Al final somos adultos, dijo. ¿Qué es lo que tiene que ver con ser adultos?, pregunté., entonces L. dijo: Cuando se es adulto, es necesario mantener su sueño. El sofá todavía estaba en el departamento. Como era de esperarse. La cama ya no estaba cálida, pero sí desordenada, y yacíamos allí, espalda con espalda. Podía sentir los sobresaltos de L. cuando se quedaba dormida; en algún momento de la tade me desperté. Oí que hacía café en la cocina. Fui hacia ella. Enciendes tú la música, me dijo ella. Por supuesto, dije yo.