(Ciudad de México, 1989). Su novela Araneae fue publicada este año por Editorial Barrett.
Nos han dicho que vivimos en una democracia; sin embargo, frente a las incoherencias y atrocidades que un gobierno tras otro cometen en México, la única forma que he encontrado para expresar mi voluntad directa es la manifestación pública. Es ahí donde reside una forma política del azar. Una marcha, un mitin o una asamblea son sitios propicios para el encuentro inesperado. Hoy considero mejores amigos a mujeres y hombres que conocí en una casualidad guiada por la disidencia. Y a menudo me pregunto en qué momento iniciaron las decisiones que fuimos tomando a lo largo de nuestras vidas para llegar al momento del encuentro. Persigo, podría decirse, el momento infraordinario de movimientos sociales de larga duración.
En 2015 yo vivía con una rabia permanente. El año previo, cuarenta y tres estudiantes de una normal rural habían sido desaparecidos por una mezcla de empleados del Estado y miembros del crimen organizado (aunque no quedaba muy claro quién era quién). Asistía a todos los llamados que convocaban las familias de esos muchachos y me iba encontrando a extraños que compartían esa sensación conmigo. Ninguno de nosotros entendía lo que había sucedido en realidad, pero nos movían las ganas de «hacer algo», y en esa insistencia nos volvimos conocidos.
Después de mucho escuchar los testimonios de los padres de las víctimas y de los sobrevivientes del veintiséis de septiembre de 2014, decidí sentarme a escribir sus historias. Para ese momento ya no estaba sola, en la universidad donde estudiaba en aquel entonces formamos un grupo de trabajo para hacer un libro que pusiera una marca en el camino de lo que estaba pasando. Sin tenerlo muy consciente, estábamos registrando un momento histórico. De no ser por los encuentros inesperados en las asambleas o en la marchas, sin ese momento oportuno abierto por el azar, nuestro variopinto grupo se hubiera diluido al llegar los exámenes finales o con el inicio de las estancias de investigación en el extranjero.
JM se había mudado de Toluca para la Ciudad de México a estudiar Ciencias Políticas; I, G y A querían ser historiadores y, aunque tomaban clases juntos, nunca habían unido esfuerzos para una causa común; W era estudiante de culturas asiáticas y L ni siquiera iba a la misma escuela, pero G nos la presentó. Éramos siete personas de distintas edades y con diversos niveles de formación universitaria descubriendo que la democracia más activa sólo puede llevarse a cabo en la organización comunitaria. Suena cándido decirlo, pero ese hallazgo fue una mera casualidad.
La idea de hacer un libro para sumarnos a la lucha de las familias por la aparición con vida de sus hijos surgió entonces a partir de frases de incertidumbre: «Quizás haya más personas que quieran “hacer algo”…», «Tal vez muy poca gente sabe bien qué pasó…», «¿Y si hacemos un texto entre todos…?». No teníamos claridad sobre nuestro alcance de convocatoria ni de la relevancia que podía tener para nuestro entorno lo que estábamos fraguando.
Avanzamos por un camino a ciegas, confiando en desconocidos y permitiendo que el azar nos guiara para dar el siguiente paso. Para ser honesta, en aquellos días no era una opinión generalizada que lo que sucedió en Iguala con los alumnos de Ayotzinapa fuera un crimen de Estado. Mucha gente repetía la consigna que lo señalaba, pero la versión oficial se oponía. Así que en nuestra propia búsqueda de colaboradores para el libro recibimos más negativas que otra cosa. Sin embargo, al final logramos reunir a cuarenta y tres autores en una antología que titulamos Faltan más. La coincidencia numérica con los normalistas desaparecidos no fue voluntaria, ahí el azar se hizo presente de nuevo y nosotros, traicionando el pensamiento racional, interpretamos eso como una señal de que algo habíamos hecho bien. Como si el universo quisiera expresar su aprobación en una sincronicidad.
En ese libro hay una sección de entrevistas con familiares de un par de los estudiantes asesinados la noche de la desaparición de sus compañeros. En la investigación que hicimos para llegar a hablar con ellos hubo muchos otros encuentros inesperados. Cuando lo escribo temo sonar como una hippie paranoica que se queda en casa si el horóscopo del día es desfavorable. Y no creo que habría nada de malo en serlo, pero no es el caso. Conforme pasaron los meses, aumentaron las expresiones públicas de rechazo a lo que ocurrió en Iguala, incrementó la cantidad de personas que empezaron a alzar la voz. Aunque estoy segura de que eso no guarda relación con el libro, es verdad que se abrieron infinitas líneas de probabilidades de encuentros que hubieran sido imposibles de otro modo. Hacer el libro me llevó a conocer a P, que es psicólogo, y a D, que es reportera, en un taller que tomé para saber cómo editar las entrevistas que habíamos hecho. Hoy ellos dos forman parte de mi familia elegida.
En 1897, Stéphane Mallarmé publicó el poema «Un lance de dados jamás abolirá el azar». Ese verso esconde una verdad política y no sólo estética. No hay manera de que la mano que tira los dados al tablero pueda contra la fuerza de las mil variables que determinarán las caras que resulten de la tirada. Lo que quiero decir es que la voluntad irremediablemente está trenzada con el azar. Creo que la gente se refiere a eso cuando habla de una vocación, que en su sentido más etimológico es equivalente a «llamado». No está claro quién llama ni por qué, sin embargo hay días en que uno se despierta con ganas de tirarle el celular a la gente en el transporte, de iniciar una conversación con la primera persona que aparezca al doblar una esquina o de cambiar el mundo. Parece una declaración inmadura, pero he llegado a la conclusión de que en esos días empiezan grandes revoluciones que luego serán leídas como acciones completamente premeditadas, fruto de un cálculo preciso y cuidadoso. Pero no es así. En México existe la frase hecha de que «una cosa lleva a la otra» para referirse a cómo el inicio de una situación pocas veces sigue planificaciones o agendas. Y quizás ahí reside la fuerza política de mayor alcance.
En teoría, el sistema electoral de este país está organizado de manera tal que los ciudadanos puedan formar partidos políticos y proponer planes de gobierno, a los que los votantes acceden durante las campañas electorales; de forma que, el día de la elección, el votante llega a la urna con claridad suficiente para tomar una decisión informada. Se dice que así cualquier persona puede expresar su voluntad política. Sin embargo, la distancia entre los ciudadanos y su gobierno es tan grande y está mediada por tanta burocracia, que alguien termina por sentirse representado sólo cuando escucha algún discurso político en los medios de comunicación o cuando se identifica en redes sociales con la imagen de un funcionario. Y de expresar su voluntad nada. Por otro lado, los movimientos revolucionarios llegan a nosotros como hazañas épicas que requirieron de estimaciones casi aritméticas para ocurrir. Al menos en mi experiencia esto no funciona así. La sorpresa y el azar, combinados con la insistencia, son los verdaderos artífices de las grandes transformaciones políticas. En ellos radica una democracia posible. Y no hablo de insistencia en el sentido de terquedad o de andar mil veces el mismo camino infértil, sino en el de atender a ese «llamado» que mencioné antes. Dejarse incomodar por la realidad y encontrarse con otras personas incómodas. Permitir que nos atraviese la incertidumbre compartida. Esa también es una forma de hacer política.
Desde luego, con el libro de Ayotzinapa no logramos Cambiar el Mundo (así con mayúsculas), pero sí pudimos modificar ligeramente el entorno. En el lugar donde estudiábamos, la versión oficial de los hechos quedó atravesada por el libro. Las familias que contactamos pudieron leer su propia historia y tener otra versión de su vivencia, una narrada por ellos mismos. Los académicos y estudiantes que mandaron pequeños ensayos comenzaron conversaciones entre ellos que determinaron proyectos de investigación, amistades y el tibio consuelo de hablar sobre lo que nos duele. Lo más importante, quizá, haya sido que el azar abrió un campo nuevo para imaginar el futuro.