(Saltillo, 1968). Su libro más reciente es La ciudad y la tarde. Relatos (Secretaría de Cultura de Coahuila/Consejo Editorial del Estado, 2018).
Sentado en ese café de mis días de juventud o, más bien, de madurez temprana, reflexiono acerca del ciclo de la vida. Siempre el mismo ajetreo en la calle, el casi insidioso desfilar de los transeúntes, la variedad sin fin de las que atienden, el milagro de sus eternas diecinueve primaveras, el tiempo inmisericorde que fustiga mi cuerpo doblando, sin remedio, la voluntad, la mesa del rinconcillo donde inútilmente me propongo tener un encuentro conmigo mismo, la hora de la tarde en que pretendo apañar cita con la inspiración, todo me habla y me limita, me recuerda que las cosas mudan sin trastrocar, que se avanza sin —por eso— uno moverse del mismo sitio.
Estaría de buen grado en otra parte pero, entonces, ¿dónde? Todos los lugares son el mismo sitio. Cambiar de escenografía con los personajes de costumbre. Fiestas patrias se agolpan, pasan, vuelven a venir, año tras año, así, sin jamás detenerse. Siento añoranza por el fin del camino. Parece no llegar nunca y, sin embargo, pronto estará aquí. Ha de sobrevenir, de manera intempestiva, sin hacerse anunciar, dueño y señor del instante. Una mujer en la mesa contigua deja discurrir al marido, colocado frente a dos espectadores más, una pasmada pareja, un par de incautos, sin duda alguna, en manos de un embaucador, quien pretende convencerlos de cerrar una compraventa. Sin lugar a equivocarse se tratará de alguna propiedad, enclavada, tal vez, en la campiña, un terreno con vista espléndida y promesas ciertas de plusvalía. Por más que me esfuerzo no logro discernir sus palabras, sólo me llega el tono de convicción. Quiere apabullarlos ese sujeto y, al mismo tiempo, inspirarles confianza. Todo indica que, al parecer, lo está consiguiendo.
Pronto encontraré otras cosas con que entretenerme, por ahora los ojos sesgados tras las negras gafas de Meryl Streep me sobrecogen. Cierto atisbo tuve antes de que se calara los sombríos espejuelos. Percibo en esos ojazos claros un deje de distraída confusión, indiferencia, incluso pena. ¿Será vergüenza por los tejemanejes del obstinado marido? Quizá no sean más que el padre y el hijo que aguardan a alguien más. ¿Cómo hacer para saberlo? ¡Qué importa! Fascinado con la semejanza de la parroquiana con la actriz todoterreno estadounidense, me abandono a estos y otros pensamientos. En este caso, una Meryl Streep algo corrida, con mohín de impaciencia, a la cual le falta ese brillo tan característico en la mirada. ¡Bah! Habrá que conformarse con el extraño parecido. La falsa actriz, de nuevo, se ha montado en la nariz las gafas negras de sol, el del vozarrón se levanta y se despiden de la pareja de incautos. No me sorprendería que quienes llegaron por ellos fuesen los anfitriones. En realidad resulta imposible saberlo. Sólo vi que todos se han apeado de un auto.
Continúo en este lugar esperando a un amigo estadounidense, más bien un interlocutor, quien habrá de iluminarme sobre lo que está aconteciendo en la escena mundial si bien, bajo la visión de un anarcocomunista, «rara avis» en aquella industriosa e intolerante nación. Ignoro si mi amigo se quedaría contento con semejante etiqueta de aséptica taxonomía. En fin, sólo espero que la tarde me depare o, más bien, nos procure, momentos gratos que no se restrinjan sencillamente a abrir los ojos ante un curioso e inesperado revés en la geopolítica, sino a engendrar cierta comunión de sentimientos e ideas. Meryl Streep se ha marchado sin que yo pudiese expresarle mi admiración, por esos buenos momentos que me han deparado sus múltiples y contrastantes caracterizaciones. Hubiera pasado no pocas dificultades al intentar recordar los títulos de los filmes, de preferencia, en el original anglosajón. La verdad, sólo ciertos trabajos suyos han logrado remover mis adentros, no todos, desde luego. La tarde ha ido muriendo con estos devaneos, de menguado impulso, para el cálamo. Quizá no me propuse otra cosa sino distraer la soledad y llenar este tiempo de espera. En fin, no sé, ni creo tampoco que vaya a averiguarlo. Los ojos, esa boca de holán y la generosa papada, de la doble de la celebérrima cómica, distrajeron —inútil sería afirmar otra cosa— mis ocios. A ella, esa involuntaria musa de esta tarde, están consagradas estas líneas que, con certeza, jamás habrá de leer. Por suerte.