(Ciudad de México, 1963). Uno de sus libros más recientes es la novela Las cenizas y las cosas (Random House, 2017).
El Toyota blanco 2008 simplemente apareció. Me detuve en la intersección de la calle, miré dos veces a ambos lados antes de arrancar. Nada. Aparte de una canción suave de Al Stewart en el estéreo, todo era silencio. Avancé cautelosa pero confiadamente. Un atronador impacto a la derecha hizo que el auto girara. Gran confusión. ¿De dónde venían el ruido, el golpe, la sacudida, los vidrios, las luces? Mi auto quedó a mitad de la calle mirando por donde venía. Todo estaba deshecho, las bolsas de aire se activaron. El otro coche estaba a unos cinco metros, inmóvil, pero su motor seguía zumbando como un insecto herido, como un aullido agudo, una voz que repetía algo a máxima velocidad. Me dolía el pecho. Si tan sólo hubiera elegido doblar a la izquierda en la calle anterior en vez de seguir derecho… Al dar la vuelta me había llamado la atención un enorme letrero, una manta dirigida a las autoridades de la ciudad que decía algo así como «Llevamos sin agua desde…». Por morbo más que por auténtico interés traté de leer desde cuándo estaban sin agua los vecinos de esa zona, pero no alcancé a hacerlo y mientras veía por los espejos sentí el impacto. Horrorizado miré de nuevo hacia el frente, un cuerpo rodó sobre la cajuela hasta pegar contra el parabrisas estrellándolo. Pisé el freno con toda mi fuerza y el cuerpo, que llevaba una camisa roja, rebotó, rodó y cayó al piso frente de mis llantas. Oí gritos, alaridos, mi cabeza daba vueltas, gente corría, alguien le pegó a mi ventanilla pero no me atreví a mirarlo. Un hombre llegó corriendo y se arrodilló junto al cuerpo, que quedaba oculto desde mi perspectiva. Un niño, pensé, o una niña, pero no sabía. Si tan sólo hubiera salido más temprano… Miré el reloj. Tenía tiempo de sobra para llegar. Quería tomar un segundo café, con calma. Cuando caminaba hacia la cafetera pensé que sería mejor ir con más tiempo, había una librería con cafetería muy agradable cerca de la oficina donde tenía mi cita. Podía pasar por ahí y tomarme ahí el café. Me di la vuelta, tomé mis llaves y salí de casa. Había dejado el coche a una cuadra, no lo había metido al estacionamiento ya que tenía que volver a salir. Saludé a la vecina que paseaba a su perro. Levanté la vista para cruzar la calle y vi que en la contraesquina estaba Mendiola Jiménez. Traté de cubrirme la cara, dar la vuelta, fingir que no lo había visto y pasar a su lado ignorándolo. Pero mientras esperábamos el semáforo él me vio y su expresión cambió. Apenas me reconoció corrió hacia mí, sorteando el tráfico para llegar hacia donde yo estaba. Quise correr pero sabía que me alcanzaría, no podía escapar. Sabía que me andaba buscando desde hacía semanas, había dejado docenas de mensajes desesperados. Afortunadamente él no tenía idea de donde vivía yo y no lo dejaban entrar siquiera al edificio de mi compañía. El azar lo había puesto ahí en ese momento. Estábamos en un lugar público, no se atrevería a nada, pensé. Me equivoqué. Saltó con los brazos extendidos para sujetarme los hombros, babeaba. Me gritó: «¡Maldito, hijo de puta!». Traté de retroceder y cubrirme la cara. Salpicaba saliva y me enterraba los dedos en la piel. «Tranquilo. ¿Qué pasa? ¿Podemos hablar con calma? ¿Podemos hablar?», le dije mientras intentaba sin éxito liberarme. «Te voy a matar, desgraciado». «Cálmate, cálmate. ¿Qué te pasa?», dije tratando de empujarlo. Era un tipo pesado y fuerte. «Me dejaste en la ruina, en la ruina. Mi familia está en la calle por tu culpa». Tenía los ojos rojos. «Yo no tengo nada que ver. Así es la bolsa de valores. No podía saberse». Malditas criptomonedas, me dije. «Te recomendé invertir en lo mismo que hubiera escogido para mí. Fue una sorpresa desafortunada que se desplomara fsx. Venme a ver a la oficina mañana y hablamos con calma. Esto no se arregla así», le dije antes de recibir el primer puñetazo en la boca del estómago. «Tú cobraste tu comisión, te saliste con la tuya. Sabías lo que iba a pasar», dijo mientras me daba con el otro puño en la oreja. Lo que no sabía es que me lo encontraría en la calle. Todo zumbaba. La gente se detuvo a ver la paliza pero nadie intervenía. «Calm…», iba a decir, pero me dio en los dientes y luego me clavó una patada. Si tan sólo hubiera cancelado la reunión de esa tarde… Hubiera llamado para inventar una excusa y me hubiera quedado en casa. Me abrí una cerveza. Eran las cuatro. Salí al balcón. La vista del piso trece en ese día claro y luminoso era extraordinaria. Me senté a revisar mis correos en el teléfono. No había prisa para atender a mi cliente. Tenía varios mensajes, textos y correos, nada urgente. Pensé servirme un trago aunque era un poco temprano para ello. ¿Qué más da?, me dije. En el momento en que me puse de pie sentí un mareo, estaba a punto de volverme a sentar cuando vi que la cuidad temblaba, se movían los edificios vecinos, los postes, los autos se detenían a media calle. El balcón comenzó a sacudirse con fuerza creciente. A unos cuarenta metros más abajo la gente gritaba y corría a refugiarse. Sonó la alarma antisísmica. «Un poco tarde para eso», dije en voz alta, pero no podía escucharme a mí mismo por los crujidos de las construcciones. Traté de caminar hacia el interior del departamento. Perdí el equilibrio. Me sujeté de la silla. Los temblores no me provocaban miedo pero esta vez me sentía expuesto, como si pudiera salir volando en cualquier momento. El piso era una raqueta y yo una pelota a punto de ser proyectada al vacío. Sujeté la puerta para entrar, pero el movimiento no me dejaba abrirla ni dar un paso. Escuché un crujido seco, el piso debajo de mis pies parecía papel que se doblaba para arriba y para abajo. Súbitamente el balcón se desprendió del edificio. Quedé colgado de la agarradera de la puerta, rodeado de polvo y fino cascajo. La fachada del edificio se desmoronaba. Caí entre pedazos de cemento, cal, vidrio, macetas con plantas. Si tan sólo no hubiera comprado ese departamento…