Pasillos
Hacia el estómago voy, comenzando con las fieras mandíbulas y acabando en el sagrado ojo del culo, me mete a la fuerza y en este tubo largo y redondo no hay escamas ásperas y centellantes, sólo carne suave, suelo y paredes en flácida fluctuación, con puertas que cuelgan de una negra humedad, tantas puertas y cada una con su viscoso picaporte, cuyas direcciones desconozco y, pues, quién puede decir si las puertas abren hacia adentro o hacia afuera, quién puede decir si este lugar está dentro de su estómago o dentro del mío, si yo soy alimento, o él, el alimento de aquél, si soy yo o somos él y yo el almuerzo de otro con pedazos pequeños de carne dispersa a lo largo del hueso, me refiero a la carne de mi cuerpo que aún no ha sido digerida y huele fétida y podrida y desde las fieras mandíbulas, afuera de su tiempo y del mío, él traga un tazón de saliva babeando de un caballo cayendo como la lengua de un perro en la canícula y aunque hemos llegado aquí no podemos ni entrar ni salir así que tendremos que quedarnos hasta que el viento del sagrado ojo del culo salga siseando y él me meta a la fuerza a su estómago, cada vez más hondo mientras que el viento huele a viudo que ha permanecido fiel a su esposa muerta toda su vida, tomando con brusquedad mi mano delgada, gira el resbaladizo picaporte y en un relampagueo su cara cambia a algo que no es ni completamente ajeno a él ni tampoco del todo parecido antes de hacerse borrosa de nuevo. Me pareció que había demasiadas condenadas puertas y picaportes aunque quizá no había nada de eso. Finalmente, aquí, dentro de este lánguido estómago que se retuerce sin cesar ni totalmente adentro ni totalmente afuera sin saber siquiera mi propio paradero, yo…
Rojo, rojo
El corazón amarillento, su sangre completamente drenada, desaparece hacia el fondo de un callejón, girando en soledad sus venas tostadas. El dolor viene a continuación. En la negra parada de autobús, el hombre da vuelta a su barriga como una rana de vientre rojo. Su barriga es roja. Rojamente el hombre se queda quieto. Hay demasiadas protuberancias en el camino. Rojamente se seca. Pronto será quebradizo, se hará invisible. Aunque el corazón que perdió su color está de regreso, no habrá forma de que él lo encuentre. No se puede saber, no hay forma de saber si una camada de rojos retoños estará arrastrándose o saltando, o girando alrededor de la negra parada de autobús.
Una fiesta, una fiesta
Arriba en el techo los caballos se han soltado las bridas. Relinchan de risa. Los ancianos han hecho una fiesta, una fiesta, sus rostros carmesíes, o pálidos, todos aquellos que se ahogaron, murieron de hambre, o fueron baleados, como hijos, hijas, nueras, nietos y nietas, se reúnen. De la nada, clip-clop, clip-clop, el sonido de los cascos de los caballos arriba en el techo. Las ancianas se acuestan sobre la mesa. Sus arrugas se van planeando lejos de sus cuerpos. La mesa de la fiesta está colmada de arrugas descartadas y las ancianas son engullidas por completo. Piel, entrañas, tendones, incluso sesos, todo es sorbido y devorado, luego los huesos son chupados hasta quedar blancos mientras que el techo está en silencio y los caballos sin bridas se dispersan por el cielo, carmesíes, carmesíes, relinchando de risa. Los ancianos sin dientes muestran sus encías negras, los caminos vivaces y saltarines dan un vistazo a la mesa de la fiesta. Hijos, hijas, nietas, todos se han ido, sin haber podido llegar o partir mientras que las hierbas junto al camino afuera en el crepúsculo se mueven de un lado a otro, pues están en una fiesta, una fiesta.