Asegura Rubem Fonseca que «la literatura exige coraje y valentía de quienes se dedican a ella para decir aquello que no puede ser dicho o aquello que nadie quiere oír porque es incómodo o insolente». En Tratado sobre la infidelidad, de Julián Herbert y León Plascencia Ñol, estos breves preceptos de Fonseca se cumplen a cabalidad y no sólo eso: los cuentos que lo integran hacen un guiño constante a la obra del autor brasileño, cuyos personajes viven enamorados de todas —sí, de todas— las mujeres del mundo.
En el libro abundan, pues, los infieles, aquellos que no se conforman con un solo cuerpo ni con un solo amor ni con un solo placer. La mojigatería no tiene cabida y la infidelidad no es únicamente temática, sino que se refleja en toda la estructura del volumen e incluso brota cada tanto en la trasgresión de géneros.
Hubo un tiempo en que las páginas de los libros estuvieron habitadas por ciertos caballeros que creían en la galantería y el romance, y en Tratado sobre la infidelidad nos encontramos con varios personajes que, con un perfil más o menos similar, pero carnosamente exacerbado, van por el mundo —y no es hipérbole— con la intención manifiesta de obtener aquello que satisfaga sus obsesiones sibaritas, cochinonas o genuinamente arrabaleras. Y quien sale ganando con este desfile es el lector.
El volumen arranca con un kamasutra desbordado, «Tarjeta postal con el Tajo al fondo», a cargo de dos amantes que, explica el protagonista en un afán más sexoso que erótico, encuentran cualquier momento para entregarse a sus artes amatorias. Así describe algunas de sus incursiones en el cuerpo de una mujer casada: «En el balcón le abrí las nalgas y la penetré. En el baño. En el estudio, con una foto de su marido sonriéndonos. En la cama: amarrada, travestida, cegada, herida. En un rincón de Madre de Deus. En el Castelo São Jorge. Como dos turistas que quieren dejar la foto del recuerdo».
La calentura de los connacionales sale a relucir no en una, sino en varias ocasiones. En «Gymnopedias», por ejemplo, Jeny Winterhagen, una deportista adolescente en pleno uso de sus facultades ninfómanas, le confiesa al narrador, después de meterse con no pocos caballeros: «Me dan gracia. Los mexicanos tan cachondos». En «Aspirina» encontramos al hombre que llega a La Habana para tocar como bajista con el grupo Daddy Dadá, cuyos integrantes, apenas terminado el concierto, corren «como buenos mexicanos en busca de las putas». Y añade: «Un mexicano es fácil de reconocer en La Habana, nos explicó el taxista: es barrigón, es exigente, es tacaño, se viste bien, hace blin blin, pregunta dónde están las pirujas más güeritas».
La mirada de Shimamura, el protagonista de «Los sentidos» que visita Nueva York, «estaba educada para detectar cualquier atisbo: un seno a punto de emerger, unos labios húmedos, las piernas abiertas de algunas adolescentes en breves minifaldas, la risa total de una mujer madura, las nalgas levantadas gracias al prodigio de algún pantalón». En «Una horda de locos (fotografía grupal de internos en el manicomio La Castañeda)» la infidelidad
es de aproximación, con trece descripciones de la imagen que pasan de la realidad y se fugan a mundos ficticios y mediáticos para solaz del lector, que en este caso se transforma en voyeur.
Ya en la parte final del libro, «Casi una novela», Fuzzaro, fotógrafo y sibarita, deambula entre el sexo y el arte contemporáneo, entre el amor y los gatos y su amistad con el buen Akbar, a quien como fanático de La guerra de las galaxias —todo hay que decirlo— imaginé con cabeza de molusco. Ya en el último de los relatos reaparece Shimamura, el mirón, sólo para acudir al relato que enfrenta al protagonista con el contraste entre un ano negrísimo y un punto blanco sobre el Tokio nocturno.
Los estilos que han delineado los últimos trabajos literarios de Julián y León están fielmente representados en este libro de cuentos, donde se conjugan también los lenguajes particulares que ambos escritores han desarrollado en sus libros de poemas. Los escenarios alterados de Cocaína (Manual del usuario), el anterior libro de cuentos de Julián Herbert, se cuelan en Tratado sobre la infidelidad con impecable habilidad narrativa. De León se atisba la prosa sosegada, a veces con un registro fantasmal, presente en sus dos libros de crónicas: Apuntes de un anatomista de ciudades y Seúl es una esquina blanca, donde, por cierto, ya aparecían ciertos rasgos de ficción que aquí se potencian en historias tan redondas como un juguete sexual.
Quien haya seguido las trayectorias de León y Julián podrá detectar, en algunos casos, al autor de los cuentos. El ejercicio, sin embargo, es inútil, puesto que el efecto de este libro no depende de quién firma las historias. Como los grandes tratados, el que hoy nos ocupa está destinado a valer por su contenido, por la unidad que hay entre los relatos que lo componen, y no por el nombre de sus autores. Y aquí está, precisamente, la última infidelidad, desafiando la noción de pertenencia de la obra.
Afortunadamente todavía hay quienes apuestan por lo incómodo e insolente y confían, además, en que la literatura está por encima de la firma. Hace falta valentía para admitir que la autoría se puede compartir. Y es ese riesgo, si es que existen riesgos reales en la literatura, el que otorga la última esfera de interés a este proyecto narrativo del que, al final, sobresale una neta muy zen que se concentra en una sola frase de Rubem Fonseca: «Coger es vivir, como los poetas saben muy bien».