(Ciudad de México, 1980). Autor de Permite que tus huesos se curen a la luz (Horson, 2017). Su blog: textonauta.blogspot.com.
Javier me llamó aquella tarde para pedirme un favor inusual. Dentro de poco, llegaría a la puerta de mi departamento una mujer de Match.com con quien mantenía relación desde semanas atrás. Javier quería que le guardara el equipaje y que la dejara dormir en mi sillón; él se encargaría de pasearla y alimentarla el resto del tiempo, además de hacerle el amor en todos los sitios donde les fuera posible, excepto en mi departamento, pues, me dijo, respetaría mi espacio.
—¿Por qué no le pagas un hotel para que duerma ahí?
—Thalía cree que soy soltero y supone que podemos pasarla juntos día y noche el rato que ande por acá, pero no puedo; debo dormir en mi casa, con Pamela.
—Entonces, ¿qué le digo?
—Que tuve que mudarme de departamento y embodegar muebles y todo, porque están por darme un nuevo trabajo en Querétaro y, por el momento, ando de aquí para allá hasta definir mi situación. Además, contigo estará más cómoda que en un hotel.
—Eso no es cierto y lo sabes.
—Bueno, me descubriste: es que no tengo dinero para pagarle el hotel. Nada más es un rato.
No quise darle más vueltas al asunto y terminé cediendo por ahorrar tiempo. Además, Javier me había hecho algunos favores en el pasado.
A las dos horas tocó a mi puerta y fui a abrirle. Thalía era una mujer de piel requemada por el sol, con los labios brillantes debido a su bilé color rosa mexicano, y de cabello con aspecto diría yo reseco. Sus ojos eran muy negros, esmaltados con un brillo intenso. La imaginé como una muñeca viéndome desde el escaparate de alguna juguetería a la espera de su nuevo dueño. Vestía playera blanca y shorts de mezclilla deteriorados, o eso parecían, por donde asomaban sus muslos color ébano, endurecidos por lo que supuse días de caminatas o a trote. Olía a coco y ron, a los cocteles de playa que tan sabrosos saben al lado del mar.
No esperó a que me presentara. Dio zancadas con sus muslos poderosos y se tiró en mi sofá, en donde subió los pies con todo y sus tenis Converse.
Tomé del piso su valija. La petaca de cuero color miel, con parches y remiendos, pesaba muchísimo. Apenas la levanté, debí arrojarla encima del tapete de la sala, acompañando el movimiento con un pujido.
—Oye, Richi, ten cuidado porque traigo cosas frágiles —me dijo desde el sillón. Había acomodado las piernas de tal manera que era posible mirarle por la entrepierna su ropa íntima, del mismo color del bilé.
Moví la vista hacia otra parte y me rasqué la nariz.
—¿Quieres un vaso de agua?
—Mejor una cerveza, o lo que tomes.
Fui a la cocina. En el refri aparecieron cubos de hielo y una salsa verde ahora grisácea dentro de un frasco, además del habitual olor a moho.
Tomé las llaves para salir.
—Thalía, ¿necesitas algo de la tienda? Voy por la cerveza.
—Lo que tú quieras, Richi. —Ahora se estaba poniendo unas sandalias que había sacado de la petaca. En un segundo la había abierto y esparcido a lo largo de la sala dos pantalones, blusas, otros tenis, y una maletita con sus artículos de higiene, o eso supuse, pues era de plástico y tenía impreso el logotipo de Colgate—. Mientras, le llamo a Javo para que venga por mí. Dijo que hoy habría cena, baile y show. —Sonrió. Tenía los dientes muy blancos. La imaginé en un comercial de pasta de dientes, cepillándose la boca frente a un espejo en tanto la sombra de su cabellera esponjada se proyectaba sobre el azulejo detrás.
Salí de la casa. Cuando volví con las cervezas y una bolsa de papas, no la encontré en la sala. Dejé la compra en la mesa de la cocina y escuché que del baño provenían sonidos espantosos, como si un sapo saltara dentro de la taza. El ruido era tan extraño que primero fui a asomarme por la ventana del departamento para ver si, por casualidad, había venido a pararse en la calle alguno de esos fierrovejeros con el altavoz descompuesto. Pero no. Los borbotones salían de mi baño.
Contrariado, me senté en el comedor, destapé una cerveza y serví las papas en un tazón. Acerqué salsa picante y un vaso, por si Thalía deseaba uno en donde tomar su cerveza. Tras oír el último estruendo, temí demasiada civilidad, devolví el vaso a su sitio en la cocina y coloqué sobre la mesa un rollo de papel higiénico en lugar de servilletas.
Salió del baño. El tufo se propagó entre nosotros; me recordó a los mangos abandonados al sol durante días, con la cáscara supurando pudrición.
Thalía se sentó frente a mí y destapó una cerveza, la cual casi finiquitó de un solo trago. Subió los pies a la silla y se abrazó las rodillas. La luz de la ventana en el comedor recayó sobre su rostro. De manera extraña, sus rasgos se volvieron masculinos. Inclusive, me pareció observar en su mentón la película azul del rasurado. Me recordó a alguien, pero no supe pronto a quién. Meneé la cabeza; salí de mi fantasía.
—Dice Javo que llega en media hora. Mientras, ¿qué quieres hacer? —Bajó las piernas de la silla. Después se apoyó en el respaldo, echó la cadera hacia delante y abrió las piernas. La piel interior de sus muslos tenía un aspecto renegrido, lodoso—. ¿A qué te dedicas, Richi?
—Trabajo en una revista.
—Ah —bebió—, ¿eres escritor?
—Escribo de todo, no precisamente ficción.
—¿Ficción?
—Cuando mientes para crear una historia.
—Me gusta eso —volvió a beber—; yo tengo buenas historias.
—¿Por qué no me cuentas alguna mientras esperamos?
—Son tonterías; no interesan demasiado.
—Eso no lo sabré hasta que me cuentes.
Se levantó de la silla y dio algunos pasos por la estancia. No sé si era por la cerveza, pero la miré distinta. Alumbrada con el último sol de la tarde, Thalía tenía un cuerpo nervudo y sus piernas estaban mucho más musculosas. Los pechos y las caderas apenas se le notaban. Por un momento pensé en un primo que vive en otro lugar. No eran iguales, claro, pero recordé el día en que Mayolo llegó a casa de mi abuela para trabajar como albañil durante algunos meses.
Mi primo venía de Guanajuato. Entró con una mochila con el logotipo de Sony al hombro y, al igual que con Thalía, en ese entonces tuve que ir por cerveza a la tienda. Yo tendría diez años. Ni siquiera me lo había presentado, pero mi abuela ya me extendía un billete con el envase de la caguama, y me encargaba la bebida.
Al volver, mi primo estaba con el torso al aire, mientras extendía una camisa frente a la luna del ropero de mi abuela. La prenda era ajedrezada, rojo con negro. Se me quedó mirando por el reflejo con desagrado:
—¿Qué ves, gordo?
Puse la caguama sobre la mesa y salí disparado al patio. El torso de Mayolo y el de Thalía eran semejantes.
—¿Qué piensas, Richi?
—En un primo.
—¿Eres puto? —Se sentó. Puso su lata a un costado y colocó las manos en la mesa. Tenía las uñas esmaltadas del mismo color de su bilé—. Con razón Javo me encargó contigo: eres de fiar.
—No soy puto —tomé un trago de cerveza—; ¿a qué te refieres con que soy de fiar?
Se jaló la playera, como si le viniera chica o estuviera adherida a su piel a causa del sudor. Aunque siempre habían estado frente a mí, esta vez ella tenía unos pechos más grandes de lo que había supuesto.
—Me dijo que confiaba en que cuidarías de mí y no intentarías meterme mano porque eres buen amigo.
—No intentaré meterte mano porque, uno, eres pareja de mi amigo, y dos, no soy un animal sexual.
Como cotorras libres de su jaula, las carcajadas de Thalía revolotearon por los muros.
—Animal sexual, ¡qué cosa tan chistosa! —dijo chistosa de manera extraña, sin aliento—. Dame otra cervecita y olvídate de pendejadas… Tengo hambre. ¿Me invitas algo de comer?
Mi primo Mayolo cada tarde, cuando volvía del trabajo, apestando a cemento fresco y sudoración agria, se despatarraba en una de las sillas del comedor y, con un categórico tono autoritario, donde relucían onomatopeyas y parangones entre animales de corral y yo, solía enviarme a la tienda por su caguama y frituras.
—Pero no quiero ir.
—Vas o te madreo, marrano.
Bajé la vista al piso. En el linóleo desprendido, descubrí la forma de un triángulo que, según recordaba, no estaba ahí por la mañana.
—Oye, putón —me dijo Thalía con una confianza excesiva—, ¿me vas a convidar algo de comer o —hizo girar su índice como si enrulara algo— tendré que salir por el barrio sin nada en la panza, hasta que un buen samaritano me alimente?
Hubo una ocasión, ya en los últimos días de su estancia, en la cual Mayolo llegó con los pies cuajados de lodo. Al quitarse los botines y desnudar sus pies, saltó a mi vista un apretado y supurante manojo de hongos. Su piel estaba raída, sangrante, y tiras de pellejo pendían de entre los dedos. El olor a queso confinado por meses en una caverna horadó mis conjuntivas hasta hacerme llorar.
—Órale, marrano —me tendió un tubo de crema Ting—, sirve para algo y lávame las patrullas, y después ponles esto.
—Pero me da asco.
—Me vale.
Mientras perdía la vista en el triángulo, pensé en la razón por la cual había aceptado hacerle aquella curación a mi primo. Todavía sentía en la yema de los dedos la suavidad de la piel muerta desprendiéndose de cada falange, la tibieza de los fluidos que supuraban las heridas, el chascar del jabón limpiando la sangre, como un batracio refocilándose en un estanque.
Froté mi mano en la pernera del pantalón a la altura del bolsillo donde traía el cambio de la tienda. Lo hice con tanta fuerza que las monedas tintinaron. Thalía me dijo:
—¡Ah!, ¿el dinero te quema las manos? ¿Quieres invertirlo en mí?
Se levantó y giró, enseñando sus formas. Se dio una nalgada de manera artificiosa, de comercial de faja moldeadora o algo semejante. Ahora, ese cuerpo de hombre era ya de mujer, un cuerpo mucho más generoso y bello que el que había entrado a mi casa.
Tocaron a la puerta.
—¡Javo! —Corrió hacia mi amigo y le saltó encima. Le atenazó la cintura con las piernas. Por un instante, pude mirar los talones de Thalía: la piel era ahí mucho más blanca que en todo su cuerpo, y no tenía ningún callo.
Se besaron en esa posición.
—Me da gusto que te hayas adelantado a armar la fiesta —Javier señaló con el índice las cervezas a medio terminar—. Ahora ya nada más invita las pizzas, ¿no?
En ese momento, me miré la palma de la mano que había estado frotándome. Se me había irritado a causa del estrés de mi infancia.
Fui hacia la maleta de Thalía, apelotoné dentro de ésta la ropa que ella había tirado por la estancia y, como pude, la arrojé por la puerta abierta.