(Cáceres, 1965). Es bibliotecaria y traductora. Su última traducción fue Estaciones. Una autobiografía de Tarek Eltayeb (Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 2022).
En el año 1237 Gonzalvo Fernández, canónigo de Toledo, hace testamento y lega a su sobrino Pedro Ruiz cuatro libros, con tal condición, que los tenga en todos sus días e despúes de sus días fiquen a Santa María a servicio del choro e de la eglesia.[1]
Hoy podríamos pensar que cuatro libros no son gran cosa. Sin embargo, por pocos que sean, los libros aparecen en los testamentos medievales junto a las tierras, las viñas, las casas, los esclavos, los animales de carga o los vasos de plata. Son apreciados hasta el punto de que quien los posee se preocupa por garantizar su destino más allá de la generación a la que se los lega, como hizo el canónigo toledano.
Desde aquel lejano momento en la Edad Media, en que se heredaba un libro como quien hereda un tesoro, a hoy, los libros han proliferado hasta convertirse en una especie de plaga imparable.
Ya sé que suena mal decir esto, pero soy bibliotecaria. Entiéndase como esas bromas desgarradas que a veces escuchamos al personal sanitario sobre cuestiones delicadas, que los demás consideramos dramas en los que está en juego la vida humana. Ellos siguen salvando nuestras vidas y en las bibliotecas nosotras seguimos preservando nuestros libros.
Pueden ser una plaga, una especie de avalancha o una inundación que los bibliotecarios, entrenados para eso, nos afanamos por controlar y poner en su sitio como quien pone puertas al campo. Entre libros, a veces se tiene la sensación de estar en un barco que hace agua. Intentar establecer orden en ese caos es como achicar una barca con un cubito: los libros entran sin parar en las bibliotecas, aparecen por los rincones, llegan en cajas y cajas, los trae todo el mundo y te dicen, como aliviados, pensando que por fin las cosas vuelven a su sitio: «Esto es de la biblioteca». Así se llenan cajas, estanterías y depósitos en los que se mezclan libros catalogados y sin catalogar con todo tipo de cachivaches y materiales de derribo de vidas de paso, o acabadas, que dejaron sus libros ahí, para donarlos a la biblioteca: las donaciones.
Los libros siguen teniendo algo de sagrado. Por más que proliferen y se devalúen, cuesta tirarlos. Algo así como ocurre con las fotos personales o las estampas de santos que alguien te regala. Generan un sentimiento contradictorio de ser un peso (y volumen) insostenible para nuestras vidas cada vez menos sedentarias, cada vez más estrechas, agitadas y precarias. Deshacerte de ellos es una liberación, un peso que te quitas de encima. No tendrás sitio para guardarlos ni tiempo para leerlos. Pero, ¿es su sitio la basura? Ay, no. Tirar los libros a la basura duele. Tal vez porque, por dentro, sientes que en ellos se esconde el espíritu de quienes los escribieron, pero, sobre todo, lo que a ti más te importa, sientes que en ellos se esconde el espíritu de quienes los leyeron. Los libros que leímos nos hicieron ser como somos. A nosotros, a nuestros padres, abuelos, parejas, amigos… Pero tú ya no los puedes tener. Alguien debe tenerlos para que ese espíritu no muera, para que siga fluyendo y alimentando a otras almas. Llevémoslos a la biblioteca entonces.
Por desgracia, en muchos casos, las bibliotecas tampoco pueden tenerlos. Es triste, pero hay que decirlo. Desde hace años ya —y a partir de ahora se avecina lo gordo—, la transición del saber a un soporte virtual tiene una fachada brillante de pantallas y destellos de modernidad y una puerta trasera por donde desfila un chorro imparable de papel desechado. Los mensajes y las visitas de personas que ofrecen o traen directamente libros de bibliotecas familiares son continuos. Y muchas bibliotecas tienen, cada vez más, la consigna de rechazarlos en la mayoría de los casos. No damos abasto. Ocupan espacio, generan trabajo, no hay personal para atender a todo eso.
Yo sigo las consignas, claro, y las comprendo. Pero cuesta hacerlo. No puedo evitar simpatizar con quienes, con el dolor de haber perdido a alguien querido aún en la cara, te ofrecen algo profundo y personal de sus vidas, algo en lo que reside su carácter, su sensibilidad, sus pensamientos. Son las manos y el corazón que los traen los que los hacen valiosos y únicos. Sin embargo, más allá de eso, los libros parecen perder mucho significado. En las bibliotecas casi siempre tenemos ya algún ejemplar. Suelen ser los que había en cada casa de esa generación, los manuales escolares, las lecturas obligatorias, las enciclopedias en fascículos, las colecciones de clásicos de bolsillo… Y si son antiguos, sin duda están en internet, en algún portal de acceso abierto donde podrás consultarlos.
Esa proliferación desmesurada devalúa y aturde. Y lo cierto es que sí que tienen valor. Mucho. Si pensamos en quienes los escribieron y tradujeron, cada uno de esos libros encierra vidas que generaron pensamiento, creación, experiencias, horas y horas de silencioso trabajo solitario engendrando algo que a veces leen millones de personas, o tal vez muy pocas. Sin duda vienen a ser eso, una especie de pomo mágico en el que se encierra lo más intangible de los seres humanos.
Y pensándolo bien, quizás también como objetos merecerían ser conservados en una biblioteca infinita de esas que imaginaba Borges, en la que las bibliotecas personales se repetirían una tras otras como en un juego de espejos. Porque los libros, como objetos individuales y silenciosos, revelan una historia de vida. Cuando los manipulas en las bibliotecas, a veces con cientos de años de antigüedad, encuentras las anotaciones de sus dueños, su letra, cómo marcaron lo que les interesaba, los garabatos o dibujitos, una mancha de suciedad, un borrón de tinta, las pisadas de un gato, cera de una vela, túneles excavados por los insectos y roedores que merodeaban por la casa, rastros de la humedad, los accidentes, las guerras, los incendios, pliegues en sus hojas hechos por descuido o para señalar, papelillos olvidados, cuentas… En su fragilidad, a veces precaria, se percibe la emoción de estar contemplando a un superviviente de avatares y derrotas individuales y colectivas, como ocurre con los pliegos de cordel sefardíes, o en los libros moriscos o reformistas que de pronto aparecen ocultos detrás del tabique de una casa centenaria porque sus dueños —una vez más y con riesgo de sus vidas— decidieron que lo que encierra el espíritu no se destruye.
El paso al soporte digital tiene su precio, y en él va la sutil huella física de nuestras existencias. Los libros seguirán existiendo y salvaguardando el espíritu humano, aunque el pomo mágico cambie de forma. Sin embargo, al archivo digital aún le queda por desarrollar una tecnología que permita escribir dedicatorias de tu puño y letra, guardar flores secas entre las páginas, hacer hueco a papeles y notas, o servir de escondite a una carta olvidada. También tendrá que pensar cómo permitir que el paso del tiempo, la naturaleza, la historia, el clima, los animales y todo cuanto nos rodea deje en los libros su rastro. Es asombroso cuánto dejamos de nosotros mismos en los libros de papel que pasaron por nuestras manos. Y lo hermético que resulta, en ese sentido, el soporte digital. Es posible que un día cercano nuestros whatsapp, correos y los mensajes que escribimos en las redes sociales, en los que dejamos el rastro de lo que sentimos y somos, se borren para siempre de las memorias electrónicas y que a los investigadores del futuro les cueste aventurar cómo eran en realidad nuestras pequeñas vidas.
[1] R. Gonzálvez Ruiz, Hombres y libros de Toledo, Fundación Ramón Areces, 1997, p. 140.