No hace mucho, salió a la luz pública una discusión sobre un grupo de poetas radicados o relacionados con Guadalajara. El término que se acuñó para hacer referencia a ellos fue: «La prosa de Guadalajara». Sus detractores veían en ellos una escritura común que tenía como constantes la artificialidad, la búsqueda de un preciosismo gratuito y un mínimo de contenido humano; una suerte de discurso bellamente edificado pero desprovisto de una simiente significativa.
En esta querella, en la que los argumentos esgrimidos tendían más a legitimar la escritura de un grupo que a generar una crítica objetiva y sin cruce de intereses, entre los dimes y diretes, entre las apologías y los contraataques, salió a relucir el nombre de Jesús Ramón Ibarra como miembro activo y promotor de los prosistas líricos de Jalisco. Habrá que agregar que un poeta es, finalmente, como todo hombre, el constructo de sus pasiones y de sus lecturas. En ese sentido, las influencias estéticas de Ibarra responden a una gran cantidad de autores que escapan de pertenecer a una sola denominación geográfica: René Char, Wallace Stevens, Saint-John Perse, Gamoneda, por mencionar a algunos. Por otro lado, poetas mexicanos como Guillermo Fernández, Jorge Esquinca y Francisco Hernández han dejado huella en el autor de Crónicas del Minton’s Playhouse. A mi consideración, la virtud de un poeta no radica en la negación de su historia estética, sino en el reconocimiento de la misma y su posterior asimilación. Léase asimilación y no mimetismo, léase trazo libre y no calca a papel carbón. Así, para entrar en materia del libro que nos ocupa, Ibarra teje su poesía desde las posibilidades discursivas que ha aprendido de sus maestros. Elliot comentaba que la tradición poética no es algo que se hereda sino algo que se gana. Ibarra ha ido ganando a través de sus años de hombre que lee y reflexiona poesía, un pulso milimétrico para ceñir su expresión y fundar un estilo personal. Su poesía, lo saben bien sus lectores y sus detractores, se distingue por una voluntad de síntesis, por un celo en la economía de las palabras hasta cifrar el flujo natural de su respiración en la frase precisa. Me refiero a una escritura tallada a pulso de relojero, en ciertos momentos hermética, pero no carente de condición humana ni de mundo interior.
Los libros de Jesús Ramón no son guantes de seda inflados con vaguedades, ni laberintos de arabescos que no llevan a ningún sitio. Desde sus inicios en Paraíso disperso, libro que germina desde la idea romántica de Novalis según la cual el paraíso no se ha perdido sino se ha fragmentado en todas las mujeres que habitan la tierra, o, desde Barcos para armar, en cuyas páginas se da cuenta de los territorios de la estirpe, los primeros asombros y el diálogo con la sombra paterna, Ibarra ha ejercido una escritura de la pasión, del sentido y del ajuste de cuentas con sus ángeles y demonios.
Otra constante en Ibarra es la imagen compleja que obedece, en su manufactura, a un proceso de alejamiento, procedimiento muy usado en las vanguardias. Es decir, generar imágenes a través de la relación de elementos que tienen una distancia oceánica en la realidad. Imágenes difíciles pero que elevan el rango significativo de la expresión y escapan del artificio gratuito porque encuentran su congruencia en el tratamiento del poema, imágenes que regularmente surgen de un estado de contemplación y de hallazgo. Imágenes como: «un tren animal que cruza la noche del cuarto», «ciervos entre la noche de un cuaderno», «un templo cercenado donde brotan cuervos», «La 30 Street era un elefante de niebla que devora música». Estas imágenes tienen la virtud de generar escenarios, y dichos escenarios terminan por construir cuadros dramáticos: por ejemplo, en el tercer poema de Crónica, Ibarra escritura a la mujer desde su entidad como dueña del linaje hasta su presencia como núcleo de la sensualidad. En un solo fragmento, voluntad de síntesis, la mujer es el epicentro de la ternura y del erotismo: «su corazón cachorro en el pecho, su vientre donde unos dedos juegan a ser los niños perdidos del bosque». Es ese tipo de giros lo que permite que la expresión se tense para despertar la sensibilidad del lector. Es allí cuando la poesía se vuelve algo entrañable.
Es necesario señalar que el detonante de todos estos poemas, que son a la vez crónicas, es el jazz. Las canciones de Coltrane, de Miles Davis, y por supuesto de Parker, son el punto de despegue del que se sirve Ibarra para reconstruir un pasado mítico que atiende a las biografías y a los discos de los ya mencionados jazzmen. Un pasado que el aliento de Ibarra imagina y esboza. «Cannonball era como esos hermosos animales que aparecen cada tanto tiempo y siempre se reconocen en su inocencia luminosa». Más que la descripción de un hecho concreto de la historia del jazz, estas crónicas nos brindan la escrituración de hechos legendarios. Aquí, el poeta escritura su versión mítica de los acontecimientos. Tampoco nos encontramos con un procedimiento de modulación mítica: Ibarra no se apropia de la voz de sus personajes para encauzar su voz; queda claro que es la voz del autor la que habla en los poemas.
Este libro es el dictado del hombre que escucha y, al hacerlo, pone a girar sus potencias psíquicas al servicio del vocablo. Jesús Ramón, al escuchar a Parker o a Coltrane, recuerda, palpa y ve. Estas potencias corren en su escritura como potros a los que la música les hubiera ilustrado una pradera.
La figura de Charlie Parker es fundamental dentro de Crónicas de Minton’s Playhouse. El saxofonista es poseedor de poderes alquímicos capaces de convertir, a través del metal, al aire en lluvia, en noche, en lamento, en memoria o sangre; representa la historia del genio que vive su destrucción como pago por su virtuosismo. Y ambas partes de su leyenda —la oscura: drogas y dolor, así como la otra, la del brillante músico— son abordadas por Ibarra hasta brindarnos la imagen panorámica de un coloso en ruinas. En la sección «Formas de escuchar un pájaro», la voz del poeta es la de quien mete sus manos en la miseria ajena como si se tratara de la miseria propia. En un momento de plena lucidez y dominio expresivo, Jesús Ramón dice: «En un laurel instaló su casa, aprehendió los temblores de la luz y sólo al final se metió en las venas de la noche como una droga». Éste es un ejemplo concreto de la construcción de cuadros dramáticos a través de imágenes; un ejemplo de cómo el dato histórico se mitifica y termina por cristalizarse en un momento de alta poesía. Parker fue adicto a la heroína, asunto que terminaría con su existencia; en este fragmento, Parker, al morir, se convierte en la heroína que fluye por la venas de la noche; en este sentido, se podría concluir que la noche se hace adicta a la música de Parker. Aquí la poesía de Ibarra cobra profundidad y varios niveles de significación, gracias a una ironía que logra sintetizar toda una visión personal sobre Charlie Parker: lo biográfico, lo legendario y el sentido trágico, resuelto en un solo fragmento de escritura.
Así el talento de Jesús Ramón consiste en poner oído presto a las pausas que toda música supone. De tal manera, entre lo que fue y la versión de lo que pudo haber sido, Ibarra termina por dibujar con la punta de sus dedos las palabras luz, música, Bird, Mozart, Coltrane, celestial, sobre el vientre de la mujer que espera a su hija. Esas mismas palabras sirvieron para escribir estas crónicas. Porque al igual que el metal de Parker, esos vocablos transforman el silencio: en sangre, en memoria, en lluvia, en lamento, en celebración, en algo más.
● Crónicas del Minton’s Playhouse, de Jesús Ramón Ibarra.
Conaculta, México, 2010