Cuando despertó, el arte contemporáneo no estaba allí / Dolores Garnica y Yara Patiño

Se acabó la ficción, Truman Capote la mató A sangre fría. De la misma forma que la noticia de un periódico sobre el asesinato de una familia en Kansas fue el material para la novela de Truman, los elementos de la vida cotidiana que no tienen valor fueron los objetos del Arte, inició la decadencia de la belleza. El objetivo: decirnos que la realidad no es lo que vemos, que esos objetos inservible no son inservibles, son «obras».
Avelina Lésper

¿Qué hago ahora con todos los paseos y caminatas? Los paisajes marinos de Hiroshi Sugimoto se pegaron en un álbum fotográfico y se guardaron en casa del artista bajo prohibición de salida y publicación, donde debían estar desde siempre. La Fountain de R. Mutt se sacó de los museos y se instaló dentro de un baño público en París. A Marcel Duchamp le agregaron «patético bromista» después de su nombre en los libros de biografías e historia del arte. Se extirparon uno a uno 8 mil 601 diamantes de la pieza For the Love of God, de Damien Hirst. Se etiquetaron y empacaron uno a uno los dulces de Félix González Torres para su venta en la cafetería del museo.
     En ceremonia cerrada al público, los policías privados de la galería tiraron por el excusado los 30 gramos de mierda que alguna vez enlató Piero Manzoni. Sí. El lugar de la mierda era el baño. Una comisión de técnicos y especialistas se encargó de borrar todos los discos duros y grabaciones existentes de las sonatas para piano preparado de John Cage y los videos de Fluxus, los pianos se afinaron y se donaron al conservatorio más cercano. Se limpió cuidadosamente la cama de Tracy Emin (las sábanas se lavaron con el jabón que se agregó a las cajas de Andy Warhol). Se unió el Volkswagen de Damián Ortega y se vendió por partes a una concesionaria de automóviles clásicos. Se sustituyó por un «SÍ» el letrero de Santiago Sierra. Se blanquearon las pinturas de Pollock, Franz Kline, Willem de Kooning y todos los otros tontos expresionistas abstractos. Por último, se obligó a tomar un internado intensivo de pintura figurativa a los artistas de acción, incluyendo a Lygia Clark, Marina Abramovic (a quien se le curaron una a una sus heridas), Richard Long, Francis Alÿs y Yoko Ono. Se reciclaron los cien millones de semillas de cerámica de Ai Wei Wei, ahora se pueden observar dentro de pequeñas peceras en hogares chinos. El artista sigue desaparecido.

Cuando desperté, el arte contemporáneo ya no estaba ahí. Solía emocionarme con un cuarto blanco repleto de fotografías casi iguales, solía tener escalofríos, rascarme la cabeza ante una calavera de diamantes o un automóvil diseccionado. Pensaba en las mentiras del mundo, en la larga lista de verdades; tenía ideas sobre la vida, la justicia, la belleza, el miedo, o simplemente sobre la definición de arte. Podía quedarme largos minutos contemplando una lata con mierda, pensando entre el valor monetario y el valor estético de la creación. Veía una cama sucia y meditaba sobre el papel del cotidiano en esta pulsión por crear. Se acabaron las consignas sobre los recolectores, pensadores y bromistas, imaginando, conectando con algún recuerdo personal cualquier otra idea rara y aparentemente inconexa.
     A veces llegaba a conclusiones sobre cuestiones aparentemente inconsistentes. Hoy mi método se encierra en ciertas reglas para pensar como los demás. Podía descubrirme tomando otros rumbos, sabiendo que ya no me comportaría igual a partir de ese momento. Podía cerrar los ojos escuchando ruidos extraños, sintiendo que esas ondas sonoras llegaban a partes remotas de mi cuerpo y de mi alma. Desafinaba el piano porque se podía, porque el sonido es sólo sonido y así en seco podría ser bello. Casi podía ver las ideas surgiendo, las emociones flotando, casi podía grabar en video la vida transformándose. Recuerdo las preguntas, recuerdo ver aparecer nuevos senderos, también los suspiros y la luz casi palpable que algunas veces llegaba de un objeto extraño puesto en un museo.
     Recuerdo los momentos a ojos cerrados, escuchando sonidos extraños que me hacían mover cuerdas internas. ¿Qué diablos hago ahora con eso, si hoy me dicen que todo estaba mal? Si me equivoqué al sentir o al pensar, ¿qué hago con las ideas surgidas durante esas contemplaciones? ¿Entonces resulta que fueron un error y que fui engañado? ¿Cómo he de actuar ahora, cómo deshacerme de
mis convicciones y mi aprendizaje así de golpe y para siempre, si eso es justo lo que me había pasado ante aquello que ha desaparecido?
No todos los finales han de ser trágicos ni todas las muertes dolorosas. El fin de una guerra o la muerte de una tiranía pueden ser el principio de un periodo de paz, una estación del año termina para dar inicio a otra, tan bella como la anterior, con sus características propias. Igual con las edades. Incluso para algunas personas morir no es un fin definitivo sino el inicio de una nueva vida del alma. El problema es avistar una etapa difícil. Anticipar un periodo negro, saber que tenemos enfrente un futuro sombrío y que no hay mucho que podamos hacer al respecto. Ver que las opciones se reducen y las libertades se merman; que la batalla se ha perdido.
     Pasa, por ejemplo, al escuchar la condena y saber que iremos presos, o cuando caemos en manos de un déspota tirano. Pasa, sí, con algunas muertes que debemos sobrevivir. Pasa al ver un paisaje destruido frente a nosotros. Hay luto, duelo, dolor y miedo. Hoy desperté ante un panorama desolador, supe que me esperaba una época amarga, que tendría que vivir un periodo de tristeza, con menos libertades de las que acostumbraba, con menos opciones para decidir. Espero que esta muerte no sea definitiva. Mantengo acaso la esperanza de que de esta muerte nacerá otra vida, otra etapa tal vez feliz, pero sé que, al menos por ahora, debo pasar un momento oscuro y ésa es la tragedia.

Cuando desperté, el arte contemporáneo no seguía allí. Tenía que dibujar a la perfección, ceñirme a las medidas clásicas, elegir entre las tres perspectivas oficiales, medir exactamente cada figura en contraste con los escenarios, pintar con óleo, acrílico o acuarela. Usar el grafito y una libretita blanca como detonante de ideas. Pintar sobre la grandeza del alma humana. Describir sólo la belleza convencional bajo los estándares de los expertos en buenos modales y jerarquías religiosas. Ya no me filmo a mí mismo cayendo de un árbol. Ya no camino con un arma en la mano. No se me permite recoger objetos en la calle, aunque los encuentre interesantes. El mundo se encierra en un lienzo, un monolito de piedra o de madera. Tengo que obligar a las ideas, bajo precepto, a instalarse en un pincel y recorrer en figurativo sus siempre buenas opiniones. Debo aprender a crear propuestas estéticas que mejoren a mi comunidad, que transformen la sociedad. Tengo que despertar sólo emociones en los que miren mis cuadros: no debo atentar a favor de la reflexión, la contemplación y la protesta. Debo dejar pasar las injusticias. Así en el museo todos son bienvenidos después de la expulsión de los curadores. La única validación de mi obra es la crítica que aplica las prohibiciones, que explica lo que no es arte. Mi grito es un trazo bien delineado.

 

 

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