La inminencia / Édgar Mondragón

En un primer momento, uno puede pensar que bastaría conversar en torno al concepto de la amenaza ante lo vulnerable para explicar lo que sucede en la serie de la caídas de Bas Jan Ader. Los indicios, lo latente de lo dañoso, la advertencia, están ahí: en unos bloques de concreto que penden de un hilo sobre unos huevos, un pastel de cumpleaños o unas flores; en el ciclista que con poca pericia pasea en la margen de un canal; en la posición inestable de un hombre sentado en una silla sobre el techo de una casa; en otro, que se tambalea, expuesto a ráfagas de viento; o en uno más que cuelga suspendido de la rama de un árbol, a un par de metros de altura, sobre un estanque. Pero luego, en un segundo momento, los indicios se consuman, el daño sucede, cada amenaza se cumple: los bloques rompen los huevos, aplastan las flores y arruinan el pastel. Cada hombre cae: la fuerza se agotó en aquel que se sostenía de la rama, y cayó en el estanque; el viento venció al otro que ahora yace horizontal en el suelo; el ciclista se hunde dócilmente en el canal; el sentado sobre el techo terminó por perder el equilibrio para rodar hacia abajo. Y entonces todo cambia, hay una sonrisa en el espectador. No la risa abierta o la franca carcajada de ver que alguien cae inesperadamente, sino el esbozo de una sonrisa al saber que sucedió lo predecible. ¿Y acaso el ciclista pensaba que volaría sobre el canal como si hubiera un puente imaginario sobre éste? O los demás: ¿me sostendré indefinidamente de esta rama? ¿El viento no podrá vencerme? Y aun los objetos: ¿el pastel, los huevos y las flores soportarán el peso de un bloque de concreto?
     Preguntas simples que pueden tener una resonancia: ¿ignoramos lo inminente? Se puede intuir que Bas Jan Ader sí. Cuando comenzó su último proyecto —un viaje en solitario, en un pequeño bote de vela de tres metros, para cruzar el Atlántico (que también era parte de su último trabajo, In Search of the Miraculous)— sintetizó sus intenciones, que ya había mostrado en sus otras piezas, de protagonizar una tragedia. Sí por lo fatal y lo funesto del desenlace, pero sobre todo por la ignorancia trágica. (El espectador sí sabe lo que sucede y trataría de decirlo si le estuviera permitido hablar con el personaje; pero el protagonista de una tragedia ignora su circunstancia e ignora al público: en el momento en el que Edipo toma conciencia ya todo está hecho; antes, nosotros ya lo sabíamos). 
     Bas Jan Ader prosiguió hasta el final tras la búsqueda de lo milagroso, ya sea volar sobre un canal en bicicleta, sostenerse indefinidamente colgado de una rama o cruzar un océano en un bote.
     Era obvio que ignoraba (como personaje trágico) el hundimiento, literal, de su última pieza. Lo poco evidente es saber si alcanzó, al final, esa conciencia trágica que buscaba. ¿Y habrá un mejor momento para lograr esto que precisamente aquel en que el agua helada del Atlántico le tocaba las sienes?

 

 

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