(Ahualulco de Mercado, Jalisco, 1966). Uno de sus libros más recientes es De la inminente catástrofe. Seis pintores mexicanos y un fotógrafo de Colombia (UANL, 2021).
El pasado 5 de septiembre murió en su amada y odiada Bogotá el poeta y ensayista Juan Gustavo Cobo Borda. Aquejado desde 2002 por los primeros síntomas de la esclerosis múltiple, se dio a la tarea de ordenar sus papeles y proyectos. Envió su correspondencia y manuscritos a la biblioteca de la Universidad de Princeton y levantó una página web con toda su bibliografía. Estudioso de dos figuras de la narrativa hispanoamericana —en varios sentidos antípodas—, Jorge Luis Borges y Gabriel García Márquez, el autor de La patria boba también se destacó como un cartógrafo excepcional de la lírica latinoamericana del siglo xx. Personalmente soy un lector agradecido de su Antología de la poesía hispanoamericana,publicada por el fce en 1985, un continente verbal e indómito que arranca con los magisterios de José Lezama Lima (1910-1976) y Enrique Molina (1910-1997), hasta desembocar en las avanzadas de José Emilio Pacheco (1939-2014) y Giovanni Quessep (1939). Fuentes cercanas aseguran que el crítico realizó una actualización de dicha antología, la cual quedó lista desde 2017 a la espera de que las burocracias editoriales le den salida.
Lejos de su país, su obra quedó entonces a buen resguardo. El personaje Cobo Borda provocaba pasiones irreconciliables. Perteneció al cuerpo diplomático en misiones de agregado cultural en Madrid y Buenos Aires, animador de proyectos editoriales de gran relevancia en la vida cultural de Colombia, director por muchos años de la influyente revista Eco. Muy especialmente, sus contemporáneos le achacaban su oficialismo y su vedetismo literario al mostrarse escéptico y mordaz frente «a los grandes temas del aquí y del ahora.» Recuerdo que tras la aparición de su antología fue duramente cuestionado por la ausencia de Mario Benedetti en el citado compendio. En su poema «Poesía comprometida», los objetores de tal exclusión seguramente encontrarían las explicaciones del caso: «El gesto inútil / de escribir en las paredes / mientras el tirano inventa / novedosos suplicios». En efecto, su humor vitriólico exasperaba a propios y extraños. Una de las perlas de su lírica es el poema «Colombia tierra de leones», pieza que supera, a mi parecer, en amargura y nihilismo al muy citado «Alta traición» de Pacheco: «País mal hecho / cuya única tradición / son los errores. // Quedan anécdotas, / chistes de café, / caspa y babas. // Hombres que van al cine, / solos. // Mugre y parsimonia».
Según los manuales de las letras colombianas, Cobo Borda pertenece a la generación del desencanto, un nombre atribulado como todos los rótulos que intenta pastorear; voces como las de José Manuel Arango, Giovanni Quessep, María Mercedes Carranza, Darío Jaramillo o Juan Manuel Roca. Por sus versos se dan cita el escepticismo y la concupiscencia, extraña pareja de baile que avanza despreocupada y mordaz por los desfiladeros de la decencia y la cordura. Lo conocí fugazmente allá por el año de 2009, durante un almuerzo en casa de Gloria Luz Gutiérrez, anfitriona de una legendaria tertulia bogotana. Por supuesto me intimidó ese gigantón de buenos modales que solía comer con Jorge Luis Borges y José Bianco, cuando terciaba la plática con total bonhomía mientras el autor de Ficciones destilaba lucidez, memoria y veneno. ¿De qué conversamos aquel día? De varios asuntos, menos de poesía y poetas. Me recomendó poner atención en ciertos pintores cuando visitara la colección del Museo Botero y la del Museo del Banco Nacional. Quiso comenzar una plática sobre el bolero mexicano, pero después de dos o tres lugares comunes de mi parte, desistió y cambió de tema, no recuerdo si sobre los albañales de la política latinoamericana o las glorias de nuestras ligas de futbol. Como la bandeja paisa ya se servía, para deleite de los convidados, se interrumpieron nuestras bizantinas disquisiciones y ya no hablamos más aquella tarde.
A la distancia, pienso que me hubiera interesado conversar sobre cierto filón de la poesía hispanoamericana donde, claro está, ubicó la poética del autor de Todos los poetas son santos, toda una familia hermanada por la ironía y la levedad, el atrevimiento y la desfachatez en diferentes grados y tonalidades, desde luego; pienso en el Ernesto Cardenal de Epigramas, en el Eduardo Lizalde de La zorra enferma, en Enrique Lihn, Heberto Padilla, Gabriel Zaid, en cierto Antonio Cisneros, incluso, en José Emilio Pacheco cuando se olvida de lo sentencioso y lo apocalíptico. Una rama rotunda de ese árbol vigoroso, por supuesto, la encarnan a plenitud los libros de Nicanor Parra. Estoy seguro de que el lector mexicano conoce e identifica el talante literario del colombiano, colaborador constante de las revistas Vuelta y Letras Libres, escritor que publicó libros de poemas y de ensayos en editoriales como el FCE, la UNAM o el desaparecido Conaculta, jurado en dos ocasiones del Premio Juan Rulfo de la FIL de Guadalajara. Su colección ensayística Lector penitente (FCE, 2004) ofrece un panorama vasto de los intereses y afanes de Cobo Borda, la tradición literaria de Colombia, la narrativa y la poesía hispanoamericanas del siglo XX, el lugar de Germán Arciniegas en las letras colombianas y extramuros, el mundo alternativo que ofrecen los libros, el legado de la histórica revista Mito… A mi modo de ver, sólo faltó en el índice de este importante volumen una faceta sustantiva en la curiosidad irredenta del autor: la crítica de arte, sus aproximaciones y divagaciones sobre la pintura de Ignacio Gómez Jaramillo, Omar Rayo, Alejandro Obregón o el mismo Botero.
Además de los muchos libros escritos, Cobo Borda deja, en un departamento del barrio de Rosales, una biblioteca de 25 mil ejemplares, libros leídos y proyectos de lectura incumplidos. En una entrevista realizada por Julio Ortega, el también autor de Ofrenda en el altar del bolero respondió sobre su muy particular pasión por la lectura, un tema también abordado en sus poemas y en sus reflexiones críticas: «Leer sin dictar cursos, pues, como dijo Bioy Casares: “Ignoro plenamente tal asunto, ni siquiera he dictado clases sobre él”. Sí, leer, para olvidar lo leído, y empezar de nuevo. Leer sin magisterio, sólo por la dicha de perder el tiempo». Es mi deseo que en los años por venir aparezcan algunos libros suyos que solamente circularon en ediciones colombianas o venezolanas —su gran estudio sobre Borges, por ejemplo—, así como también hago votos por que pronto salten a la mesa de novedades los libros concluidos antes de su fatal y penosa despedida.