(Ras Aljaima, Emiratos Árabes Unidos, 1956). Su nuevo libro es Temiendo algo (Markaz Abu Dabi li-l-luga al-Arabiya, Abu Dabi, 2022).
Yawán ha muerto. Dijo: «Sólo la muerte degrada a las personas».
Suad se deshizo como una madeja. Dijo: «Sólo el amor degrada a las personas».
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Al pie de las altas montañas, de la lengua de agua, de la ladera donde se confunden épocas remotas, se entra en Arrams, el pueblo donde es leyenda la nostalgia y en cuyo cielo del desierto estallan nubes de plata… Allí habita el ser humano. Un ser que cae cansado de recoger las semillas de su sudor entre los surcos de la tierra y las duras y sombrías superficies rocosas. Allí el tiempo soporta su hastío, cuyas caras duplican sus formas en una procreación monótona, retocada a veces por la lealtad a los sueños que se mezclan con el barro, el aroma de las palmeras, la subida de los cuellos y los deseos de los fatigados. Las almas incitan a la pena, a la ansiedad, a que las tumbas de los muertos estén con las casas de los vivos, pegadas unas a otras para equiparar muerte y vida, alegría y pena, en un único contexto afectivo.
El joven muchacho se ha detenido pensando en las grandes cuestiones y las posibilidades de la temprana madurez. Observa con ojos brillantes la cima de la montaña y se para en el centro. No hay nadie como él: Yawán ben Náser, próximo a Hamdán Qarmat o a quien se le igualara como soñador y generador de sueños, al margen de los círculos ordinarios de personas, y residente de un pueblo que se convirtió en lejano y reacio a la unificación con otros pueblos vecinos porque pensaban en la sepultura de la sangre, tenían restringido el dar con las manos abiertas y florecían en tumbas. Yawán pasaba mucho tiempo pensando en sus vecinos, sobresaltándose con la nostalgia por un ser de nombre desconocido, ese entrometido que se retira a su vasto espacio invisible… El muchacho se agitaba, deseoso por rebelarse y explorar los callejones del pueblo desnudo salvo por las endebles paredes de adobe, rendidas voluntariamente a la antigüedad y a huir de la historia, de sus páginas y de las letras del alfabeto.
Mi padre me dijo «Sal» y salí. Mi madre me dijo «Escucha los consejos de tu padre» y los escuché obediente. Lo peor fue cuando me pareció que el mar sólo era un ser que devoraba las almas, aplastando con su poder las frágiles ramas verdes. Así fue como me convencí a mí mismo de que no era hijo del agua y de que mi cuerpo no era de sal, pero, con todo ello, obedecí. No quería ser desobediente, pero mi padre se fue y mi madre se quedó… Mi padre se fue para siempre y yo me convertí en el único que llenaba los ojos de mi madre de esperanza, otorgándole así el secreto de quedarme con ella tras el fallecimiento de quien fue la máxima autoridad. Cuando mis ojos vieron el rostro del capitán Sultán ben Mashrán, los rostros de las criaturas se movieron salvajes y violentos. Yo me molesté y me dio pena, pero me subí la falda y me metí en el mar, atándome con calma una cuerda a la cintura. Me monté en el bote, en medio de un grupo de pescadores. Me sentí minúsculo ante aquellos brazos con las venas hinchadas y aquellos rostros enrojecidos por la sangre salada, el agua y el sudor. Me envalentoné, perseveré, miré en mi estremecido interior y me dije: «Sé un hombre, Yawán. Respeta la voluntad de tu padre y los consejos de tu madre. Confía en quien no pegue ojo y despídete de los ojos de Sultán ben Mashrán; no importa lo rojos que estuvieran. Esta criatura salvaje seguirá siendo un tigre de papel desde este momento. Insto al corazón a posponer sus proyectos a otros tiempos, cuando se pueda, pues el mar, a pesar de sus necesidades, no se alía con idiotas ni tiranos. Su hora echa de menos sumergirse; quizás así obtenga la aprobación del mar y retomaré nuestra relación, aligerando de mi espalda el peso de la ansiedad, la duda y el temor… Soy el más fuerte y, en cualquier caso, los sentimientos de fuerza deberían ser mi dogma».
Yawán ben Náser se encogió de dolor. Llevaba sobre sus hombros un fardo de pescado. El jefe del pueblo proclamaba que aborrecía a todo aquel que sólo pensaba en sí mismo y reivindicaba el honor cuando unos pocos se reunían a su alrededor y los despedía con palabras que parecían, en fondo y en apariencia, pinchazos de agujas dentadas… Sin embargo, el gran sueño disolvía toda esa congestión y encendía una resistencia atroz en su interior, que rugía como un trueno, invocando a fuerzas superiores para que acabaran con su fracaso. Afrá… Un grito atronador mueve lo latente y lo empuja a acabar con su debilidad, a ejercer su derecho a luchar con el mar, contra lo más alto. Luego continúa ayudado por el tacto de sus sentimientos y la aceptación de la realidad, por los ojos de Afrá… Cuando la desesperación y la frustración pueden con él, trae a Afrá ante sus ojos, la sienta al borde de la ansiedad y nacen los brotes del sueño, convirtiéndose así en un ser que florece en campos de alegría. Yawán ben Náser sonrió cuando el cabo de la embarcación se enredó en el arrecife de coral. Los pescadores mayores llamaban a descender al fondo del mar. Al principio, el joven tembló al ver el tiburón que podría atacarle, pero se deshizo rápidamente de esa imagen y, en su lugar, se imaginó al hombre temible que espera cargado de paciencia la vuelta de un viaje victorioso y las sonrisas de los pescadores repletos de felicidad. Yawán saltó al agua, se sumergió y soltó el cabo, liberando así la embarcación del arrecife con gran rapidez, tras lo cual subió a la superficie exhausto.
Los pescadores habían permanecido en ascuas. Lo recibieron alabando su valentía, estrecharon su mano, lo bendijeron y admiraron su audacia y sus pulmones. Yawán se echó en un costado de la cubierta de la embarcación, pensando que podría haber sido devorado por el tiburón, pasando así a formar parte de las mismísimas entrañas del abominable escualo… Palpaba su cuerpo, al igual que la felicidad por haberse salvado esta vez de un mar siempre traicionero, un mar que no garantiza que te salves la próxima. El joven enamorado pensó en cuánto quería a Afrá mientras decía: «Qué difícil es la vida; es más estrecha que el ojo de una aguja. Es presa de lo desconocido cuando el destino del ser humano depende de la voluntad de otra persona… Ese otro tan agresivo que podría destruir un pueblo entero y no sólo a una persona». Se dijo en cierta ocasión mientras estaba ante él, sumiso, soportando su mirada penetrante y vacía de significado: «Ese hombre es Sultán ben Mashrán… Tú eres un chico joven y tienes obligaciones, al igual que ella tiene la responsabilidad de cuidarte. Tendrás que soportar el mar, porque es un ser salvaje sin compasión. Quien lo abandona no cumple sus peticiones». Y añadió: «Si quieres convertirte en un hombre, tienes que dejarte de tonterías y librarte de la indulgencia de la juventud. El mar sólo admite a personas firmes, de voluntad fuerte, que no cedan ante las adversidades». Recuerda a ese hombre hablando con gravedad, con la mirada fija en el horizonte, escupiendo… Él tiene el control de la travesía y del destino de las personas que trabajan bajo su mando. Todos ellos cumplen sus órdenes sin titubear e incluso compiten entre ellos por satisfacerle y poder así conseguir su afecto. Él ha escarmentado, no entiende de amistad y vive como quien juega una partida de ajedrez. Acaba con sus soldados heridos sin piedad y designa cuál será el siguiente soldado más fuerte que luchará por él, el rey… Yawán ben Náser se queda estupefacto, mirando fijamente el firmamento y el pueblo dormido cerca de la montaña, que la invita en un instante al sueño. Quizás extienda sus brazos y rodee su cuerpo para sentir su calor y librarse así de otro día vacío… Sin embargo, rápidamente se despierta y confirma que, incluso su pueblo, al que ama, si no fuera por el lobo, le daría la espalda indignado y le diría adiós. Afrá no esperará mucho a que llene su bolsa y vuelva a ella con lo que ha conseguido en el mar. Entonces le dirá: «Alégrate, mi amor. Te lo garantizo. Esto me convertirá en un esposo digno… Nadie aquí espera a nadie. De hecho, nadie aquí es capaz de esperar demasiado, pues la velocidad de los sentimientos es mucho más rápida que las corrientes del mar embravecido».
El joven escupió al mar, tras lo cual agarró el sedal de pescar y el anzuelo, todavía firmes, pues no los había movido ningún pez. Los peces no evitan que los estúpidos reciban la reprimenda de Sultán ben Mashrán ni de los pescadores, que desdeñan a cualquier intruso en el oficio.
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Yawán ben Náser no era aficionado a la pesca, pero algunos días pensaba en coger el hilo de pescar o en poner el cebo en el anzuelo. Su padre, Náser, era ciego y, cuando murió, no dejó tras de sí más que pobreza y un hijo que abandonó los estudios cuando todavía cursaba secundaria porque no le convencía el saber. Creía que el saber no dejaba más que preocupaciones, fatiga mental y un trabajo en el que empezar desde cero… Él soñaba con convertirse en mercader, con trabajar con libertad, sin tener que servir al director de turno o al jefe de sección, pero el comercio requiere capital y el capital de Yawán no era más que sueños, sólo sueños. Desafortunadamente, su padre había abandonado este mundo siendo Yawán todavía un muchacho, y su madre, Sheija de nombre, a la que su esposo había abandonado, sólo abría los ojos al vacío y al abandono de quienes la rodeaban. Tras todo esto, Yawán se encontró expuesto al mar, un mar semejante al desierto, si no fuera porque lo riegan aguas en abundancia y porque en él no crece árbol alguno. El mar necesita raíces e incluso te concede el derecho a vivir. Yawán insistió en hacer frente a las miradas burlonas de los marineros con voluntad firme, imperturbable, haciendo lo que no se podían creer. Pensó: «¿Qué hago?». Todo el día, desde que se iban hasta que volvían por la tarde, el joven seguía con ojos ansiosos lo que hacían los pescadores y lanzaba miradas furtivas. Quizá llegara a ser más hábil que ellos…
Cierto día, el viento arreciaba y las olas se tornaron violentas bajo el bote. Los pescadores creyeron que era inútil continuar dentro de la pequeña embarcación, a punto de hundirse, que acabarían todos en el fondo del mar, que no se salvaría ni uno y que no podían quedarse en el bote. Pensaron en huir. Todos en la embarcación comenzaron a hacer señales a los barcos que pasaban, pidiendo auxilio. Mientras tanto, Yawán resistía y seguía pensando que su permanencia en el bote era una cuestión de vida o muerte. Si el barco se hundía, él lo haría con él, y si lograba salvarse, lo haría con el bote, lo cual provocaría la admiración y el respeto de Sultán ben Mashrán y se ganaría su satisfacción.
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Los pescadores saltaron a la cubierta de un enorme barco petrolero e intentaron disuadir a Yawán de su idea, que consideraban una temeridad que sólo le acarrearía la muerte, pero el joven insistió en quedarse. Dejó que sus miradas de burla lo persiguieran hasta que el petrolero desapareció de su vista… El bote comenzó a moverse y a balancearse entre las impresionantes montañas de olas. Yawán sintió un miedo que desgarraba su corazón, pero intentó apartarlo invocando la imagen de Afrá entregada a sus brazos dócilmente, enamorada. Así, se armó de valor, se elevó la temperatura de su pecho y se levantó gritando: «¡No abandonaré a Afrá! ¡No traicionaré a mi corazón!». Escupió al mar y maldijo a los pescadores: «¡Sois todos unos cobardes! ¡Canallas! ¡Traidores!».
Pasado un tiempo, el viento amainó, se detuvo el murmullo de las olas y el mar regresó a la calma. El joven respiró aliviado, se recompuso y su pecho se hinchó de orgullo: «Por fin te he vencido, pequeño mar», dijo. Después se inclinó y extendió la mano para coger un poco de agua salada y mojarse la cara diciendo: «El mar sólo respeta a los fuertes… Sultán ben Mashrán sabrá quiénes son viles traidores y quién, sagaz y noble. Ben Mashrán sabrá que los pescadores de quienes se ha sentido orgulloso durante tanto tiempo no son más que una ilusión óptica que desaparece con el viento y se evapora entre las torres de olas… ¿Has oído? ¿Has visto, Sultán ben Mashrán? Tus pescadores no son más que unos mentirosos, una falsa ilusión. El joven al que habías considerado una criatura marginal es ahora el patrón de tu glorioso bote…». El mar estaba completamente sereno tras haber agotado la mayor parte de su furia y se había convertido en una superficie lisa sobre la que navegaba el bote con el joven y sus sentimientos, que discurrían también sobre ese mismo mar. Pensaba alegre en qué diría Sultán ben Mashrán y con qué lo recompensaría cuando supiera que todos los pescadores habían huido y abandonado el bote para salvarse mientras las olas lo golpeaban con fiereza y sólo había quedado Yawán ben Náser, el joven con poquísima experiencia. Ahora sólo él estaba en el trono de ese reino y caminaba sobre él a paso lento, surcando las aguas del mar con la vanidad del vencedor, rebosante de alegría, porque sabía que Sultán ben Mashrán sólo respetaba a los fuertes y, por ello, sería admirado y tenido en consideración… Sería un triunfador y, como tal, se casaría con Afrá.
Traducción del árabe de Nabil Mansour y equipo de la Escuela de Traductores de Toledo.