La ciudad maldita [fragmento]

Said Albadi

(Emiratos Árabes Unidos). En 2016 ganó el Premio de Novela de los Emiratos por La ciudad maldita (Sharjah Book Authority, Sharjah, 2022).

Dedicada a aquellos que comparten

conmigo la aventura de vivir.

Capítulo I.

En la orilla del mundo

Aquí estoy sentado a mitad de camino, en la cafetería del hotel Las Palmas que da a la calle principal, en esa ciudad situada en algún punto al sur, cerca de las fronteras de Bolivia y Perú.

De repente, una idea me empuja a avanzar hacia el este en busca de los tesoros de los incas, después de que la idea de buscar la ciudad prohibida se desvaneciese por causas incomprensibles que me hacían pensar que eran resultado de una maldición que protegía a aquella ciudad legendaria.

No puedo irme así de este sitio, con las manos vacías, hasta que intente una vez más conseguir alguno de mis objetivos como explorador, aunque no sé cómo. Sin embargo, aquella idea empezaba a tentarme después de tanto tiempo sentado en aquel café, pues no había otro lugar al que ir en aquella humilde localidad. Sólo había monotonía.

Cada mañana bajo de mi habitación, en el cuarto piso del modesto hotel Las Palmas, me siento en la misma mesa, en el mismo rincón de la cafetería, y me tomo un café y una tostada mientras leo la prensa local.

La mayoría de las veces me quedo sentado hasta después del mediodía y, a menudo, regreso por la tarde para volver a sentarme un rato. Durante ese tiempo no suelo hacer nada más que observar a la gente que pasa delante del café, cargada de bolsas con las compras que han hecho en la pequeña frutería situada enfrente.

Estaba condenado a permanecer en aquel hotel modesto y barato, pues había perdido el avión y tenía que esperar toda una semana hasta que saliera el siguiente vuelo, para el que había conseguido un billete. Ahora sonrío cada vez que recuerdo aquella noche, cuando volvía del puerto. Estaba furioso porque no había encontrado sitio en el barco que debía llevarme a Lima, desde donde cogería un avión que me llevara de vuelta a mi país y así pondría punto final a mi estancia en esta mísera ciudad.

Aquel día no encontré ninguna plaza en el barco, y eso que intenté desesperadamente dar con alguien que me vendiese su billete. Con ese fin, regresé al centro de la ciudad de paquete en una motocicleta, en busca de un cajero automático del que sacar dinero. Quizás así pudiera convencer a alguien de que me vendiera su billete sin importar a qué precio, pues lo fundamental para mí era subir a bordo de aquel ferri y abandonar ese puerto miserable…

Mis intentos no funcionaron ni con los viajeros ni con los vendedores de billetes ni con los marineros. Tampoco con los empleados que iban a bordo del barco. Sólo necesitaba un billete, aunque fuese al doble de su precio…

Me senté en el muelle a esperar el barco que llegaba al día siguiente por la mañana. No había más solución ni escapatoria que esperar pacientemente, pues al tiempo le da igual que tengas una cita o que tomes un avión. No te queda más remedio que esperar.

Mi aspecto deplorable no era muy diferente al del resto de las personas que estaban sentadas en el muelle. Había vendedores ambulantes, porteadores, niños mendigando que habían venido con sus familias y pobres que esperaban que los viajeros y transeúntes les dieran una limosna.

En aquel lugar no había muchos turistas ni extranjeros, aunque la vida en los puertos es más fácil comparada con la de los pueblos diseminados por bosques y colinas. Un turista me aconsejó que me buscase una habitación donde pasar la noche, antes de que el muelle se llenase de viajeros obligados a pernoctar en aquella mísera localidad. Me indicó un alojamiento que no estaba muy lejos del embarcadero y que, según él, era preferible a cualquier otro sitio, además de que no encontraría nada ni por el centro ni por allí cerca. Añadió que, de ese modo, también me ahorraba el gasto del desplazamiento. Seguí el consejo y me fui a donde me había indicado.

Una mujer de avanzada edad dirigía el pequeño hotel de tan sólo tres o cuatro habitaciones, situadas en el piso superior. En el piso de abajo tenía un comedor cuya fachada exterior daba a la calle y la otra parte la había reservado para su vivienda, en la que vivían su marido y ella. El piso de arriba lo alquilaba a transeúntes y viajeros del puerto, del que apenas estaba a unos metros de distancia.

Serían las seis de la tarde cuando subí a ver la habitación. Había una cama junto al balcón que daba a la calle principal. Me eché agotado sobre ella y me sumí en un profundo sueño. A ratos me despertaba el sonido de una música escandalosa procedente de una fiesta improvisada en la calle y también del comedor del piso de abajo. No obstante, seguí durmiendo apaciblemente, al margen de la música, sobre aquella cama sin más ropa que un cobertor de lino verde.

No sabía a qué se debía la música, pero la gente allí organizaba fiestas todas las noches. Tocaban, bailaban samba y lambada y vivían una vida feliz y libre de preocupaciones, a pesar de que los asediase la pobreza o estuviesen agotados de luchar diariamente por conseguir su sustento…

La gente allí se ganaba la vida trabajando en el puerto, bien ofreciendo sus servicios a los viajeros, bien vendiéndoles algunos productos o comida preparada en el hotel, pues llegaban hambrientos después de pasar todo el día viajando desde sus lejanos lugares de origen hasta este puerto relativamente pequeño.

No presté atención al nombre del puerto. De hecho, no lo recuerdo. Estaba irritado y agobiado por el largo camino que había tenido que recorrer aquel día. Había pasado cinco o seis horas en un pequeño y mísero autobús en el que los viajeros iban hacinados recorriendo los bosques, las llanuras y las colinas del apartado pueblo de Santa María, hasta llegar a aquel puerto miserable, considerado la única puerta al mundo exterior. ¿Qué era lo que me había llevado allí, donde no se había oído nunca a ningún árabe? ¿Y por qué? Me puse a pensar qué pretendía demostrar y a quién. ¿Qué se suponía que podía descubrir?

Era una idea estúpida aquella historia del descubrimiento. ¿Por quién me había tomado? ¿Realmente me creía un hombre importante que descubriría algo que ayudaría a la humanidad?

Déjate de fantasías. No eres más que un trotamundos que salió del desierto persiguiendo una ilusión y que tiene que darse cuenta ya de que no va a encontrar los tesoros de la civilización inca ni de sus vecinos los aztecas. Y, por supuesto, tampoco encontrará los restos de la civilización tiahuanaco ni los de otras civilizaciones extinguidas en este continente, así como tampoco podrá llegar a los poblados del Amazonas.

Cuando aquel policía de la frontera detuvo nuestro pequeño autobús abarrotado de pasajeros en un puesto de control en medio de la selva, me pidió el pasaporte, pues era el único extranjero en aquel lugar. El resto de los pasajeros eran gente sencilla de la zona.

El policía, después de abrir la hoja del visado de entrada a Estados Unidos, me preguntó si era estadounidense, a pesar de que tenía mi pasaporte en las manos. Me imaginé que era porque no sabía hablar inglés, ni ninguna otra lengua que no fuese la local.

Se quedó sorprendido al saber de dónde era. No había escuchado nunca el nombre de mi país. De hecho, ni siquiera supo leerlo aunque estaba escrito en inglés, pero no le corregí. El hombre se pasaba todo el día en aquel puesto de control de aquella selva, rodeado de más selva y más colinas.

Fue amable y me dio la bienvenida a su país, a pesar de que mi presencia en aquella zona lo había sorprendido. Su asombro aumentó cuando le dije que venía del pueblo de Santa María, una aldea remota y ubicada en medio de la selva. Se preguntaba qué podía estar haciendo allí un extranjero y le asaltaban dudas acerca de mis intenciones y motivos.

Entonces le expliqué con una mezcla de español e inglés que estaba allí para visitar a un viejo amigo que se llamaba Alfonso Tereira, un oficial jubilado que tenía un rancho en aquel alejado pueblo en el que vivía.

Puede que pensara que era compañero de armas y también un oficial del ejército, así que levantó la mano, me hizo el saludo militar y me pidió por favor que subiera al autobús.

La realidad es que el pueblo de Santa María tenía una historia curiosa. Después de un viaje largo y agotador hasta aquel mísero pueblo, pude llegar a la casa de Alfonso, que me recogió en un lugar cercano a las montañas del norte. Muchos lugareños, al igual que Alfonso, piensan que se trata de un pueblo antiguo donde es posible encontrar vestigios de la ciudad prohibida.

Alfonso me llevó al huerto trasero, que dedicaba al cultivo de café y de algunos árboles frutales. También había nogales de la India. Insistió en que tomásemos leche de nueces, pues decía que proporcionaba una energía de la que ningún hombre podía prescindir.

Este Alfonso era un hombre curioso y amable. Los años lo habían moldeado de acuerdo con las más diversas experiencias. La vida, como él decía, le había enseñado muchas cosas. Por las arrugas de su cara podías percibir sagacidad y una gran inteligencia, a pesar de su avanzada edad. Sus ojos brillaban cada vez que sonreía y hacía comentarios curiosos. Se frotaba con las manos los pocos pelos que le quedaban en la cabeza. Se consideraba un aventurero y se reía cuando recordaba sus peripecias en Brasil, donde abrió un taller para arreglar coches antiguos cuyos dueños se desprendían de ellos por no poder repararlos y él los convertía en descapotables que vendía a los jóvenes.

Ganó con ello un buen dinero, que perdió a causa de sus aventuras con las mujeres después de separarse de su segunda esposa. Luego se trasladó a Colombia para comenzar una nueva aventura que no tuvo éxito y decidió regresar a este pueblo para terminar sus andanzas incumplidas. Me contó sus lances con las mujeres y que se había casado con varias hasta encontrar la estabilidad con su actual esposa.

Era la primera vez que yo iba allí, aunque antes había hablado con él por teléfono a través de mi amigo, su sobrino Eugene, que vivía en Tampa, en el estado de Florida, donde trabajaba y donde se había instalado hacía varios años.

Poco antes de la puesta de sol llegó una niña de unos cinco años, o quizás menos, con su abuela anciana. Lloraba y decía: «Dejadme ver a Jesús, dejadme ver al Mesías». Alfonso me explicó lo que aquello quería decir. Quería ver al Mesías porque había oído a su abuela decir que había llegado un hombre de Oriente Medio que, sin duda, tenía que ser el Mesías. Nos reímos y le dije que no podía yo estar más lejos de ser el Mesías, la paz sea con él. Sin embargo, a Alfonso y a su familia les pareció una broma graciosa y, para que la niña se callase, la dejaron pasar para que me viera. Le daba vergüenza. Cuando se acercó a mí, la cogí en mi regazo y le sequé las lágrimas. Agarró mi descuidada barba y dejó de llorar. Se sentía feliz; había conocido a aquel hombre extraño y totalmente diferente de las humildes gentes del pueblo.

Tan pronto como la niña y su abuela abandonaron la casa de Alfonso, se propagó la historia entre los creyentes del pueblo de que el Mesías Salvador había llegado a casa de Alfonso, un hombre noble y generoso que la gente consideraba el padre espiritual de muchos lugareños.

Y así me vi esa tarde rodeado de numerosos creyentes que habían venido en comitiva al huerto trasero de Alfonso, ansiosos por recibir la salvación, la bendición y el perdón.

Quizás el bueno de Alfonso consideró aquello una oportunidad para subrayar su papel como líder en el pueblo y conseguir más afecto y consideración por parte de la gente, por ello me pidió que no respondiese a esas pobres personas y que simplemente las escuchase para que no perdiesen la esperanza de salir de la miseria en la que se encontraban. Y, efectivamente, escuché sus quejas por la pobreza, la miseria y la enfermedad y tuve miedo de que realmente creyesen que yo era el Mesías Salvador. Debía convencerlos, en primer lugar, de que yo no lo era, así que les hablé de Jesús, la paz sea con él, y de su madre, la Virgen María, cuyas historias aparecen en el sagrado Corán.

Les aclaré el significado de la fe en el Dios Único, de su verdad y de su esencia, y les hablé sobre el dogma de la unicidad, de la voluntad divina y de la necesidad de entregarse y someterse a ella. Les dije que Jesús, hijo de María, no era el hijo de Dios ni la reencarnación de Dios en la tierra, sino su enviado, su profeta y su palabra.

Les conté cómo había aprendido el cristianismo, igual que ellos, cuando era pequeño, cuando las enfermeras del único hospital que había en mi ciudad en el desierto venían cada mañana a acompañarnos a mi madre enferma y a mí para celebrar la misa y las oraciones de la mañana, unas oraciones de las que aún recordaba fragmentos, a pesar de diferir de mi credo. También les expliqué cómo me influyeron aquellas oraciones en el futuro. Cuando crecí me sentí empujado a investigar y estudiar esta religión con la intención de saber y conocer más. Después, amplié mi conocimiento leyendo acerca del budismo, el confucianismo y el hinduismo.

Mientras yo hablaba, Alfonso me traducía. Los lugareños escuchaban en silencio y asentían asombrados. Me di cuenta de que me había entregado al sermón y había dejado de lado las quejas de aquellos desgraciados hasta que descubrí que no entendían ni una palabra de lo que les estaba diciendo porque desconocían lo que pasaba fuera de aquel pueblo. Todo lo que sabían era lo que tenía que ver con su vida cotidiana, sus sencillos ranchos, sus escasos animales y las misas diarias en la pequeña y modesta iglesia del pueblo. Por ello volví a centrarme en sus humildes quejas. Algunos querían que bendijese sus cosechas, sus animales y sus niños y algunos ancianos venían con la esperanza de que los librase de sus enfermedades, aquejados de dolores en el pecho, en la cabeza y en los ojos. Yo les tomaba el pulso de manera tradicional empleando el pulgar y les preguntaba qué tipo de comida ingerían y el agua que bebían, en un intento por personalizar sus enfermedades, según recomienda la sanidad pública.

Calmé sus dolores con aspirinas que solía llevar conmigo por precaución. No encontré mejor remedio que la alimentación y les aconsejé que comiesen mucha fruta y verduras, que las lavasen bien con agua antes de tomarlas y que también debían hervir el agua antes de beberla. Además, les di algunas recetas con plantas que podían encontrar en los bosques de alrededor.

Traducción del árabe de Nabil Mansour y equipo de la Escuela de Traductores de Toledo.

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