(Al Ain, Emiratos Árabes Unidos, 1960). Este año publicó Sal en los pies… ceniza en las manos (Sharjah Book Authority, Sharjah).
Ahmed Mahmud Abdulháfez está ya de regreso de su recorrido diario, a la espera de que lo llamen de las empresas en las que busca trabajo y un sueldo a final de mes. Procura pasarse por aquella habitación anexa al garaje de la casa popular, que se ha convertido en un refugio del que puede sacarse provecho. Solía retrasar el pago de su alquiler de un mes a otro, aceptando los intereses y las comisiones que le exigía aquel usurero miserable y opresor.
Se le rompía el corazón cada vez que entraba en aquel sitio, un negocio pobre e inseguro, pues a pesar de la educación religiosa que le ofreció en sus últimos días su abuelo, el jeque Abdulháfez, Ahmed no permitió que echaran raíces en él y muy pronto la sustituyó por la pobreza y la huida. No estuvo bendecido por nada.
Ahmed es un hombre como cualquier otro, camina a cuatro patas, sobre sus piernas, sobre su sustento y con el objetivo de conseguir cumplir el sueño de su vida. Vive en una habitación sin ventilación, desde donde no puede ver de qué lado sale el sol ni cuándo se pone. Es húmeda, mugrienta y huele a quien duerme en un cuartucho sin ventilar. Las paredes están agrietadas y cubiertas con fotos de seductoras actrices, recortadas de revistas a color, que pega para tapar las grietas y que lo cubren a él en las noches de tentación, cuando sus sentidos ansían algo más que un plato de comida. Esas noches sus ojos recorren de arriba abajo las fotos y escrutan cada parte de sus cuerpos hasta rompérsele las costillas y caer en un sueño profundo.
Cuando Ahmed no puede dormir, observa las pertenencias de los demás colgadas en la pared: fotos de pantalones negros, trajes de rayas de marcas italianas, coches deportivos de color rojo… Desearía que fuesen de su propiedad, conducir aquellos descapotables, acompañado de una chica rubia con cuya melena jugara el viento, y mientras él cantaría sin parar, con voz grave, subiría el volumen de la música y comenzaría un repertorio de canciones tontas que le darían el aire del universitario irresponsable que se esconde tras los apellidos de su padre.
De pronto, Ahmed se despierta y empieza a observar los muebles maltrechos de su cuarto: un armario forrado en nailon, una cama de segunda mano, perchas en la pared, de las que cuelgan unos pantalones gastados, lavados y acartonados por el agua que habían absorbido durante varios días, un pantalón marrón descolorido y del revés, unas camisas con las mangas rotas y unos zapatos que hace mucho tiempo perdieron su lustre. En alguno de aquellos zapatos era visible la huella del dedo gordo del pie derecho, cuya hinchazón o tamaño había desgarrado la piel. En cuanto a las chanclas, la parte blanca ahora era de color negro y el talón estaba gastado por un lado. Además, se podían ver las huellas de sus dedos húmedos. De hecho, aquellas chanclas más parecían fósiles. Había un espejo borroso, descansando sobre una pequeña tabla de lavar y en una esquina un bote de espuma de afeitar. Se podían ver, además, restos de pasta de dientes pegados, un cepillo con las cerdas desgastadas, un jabón ya reseco y pelos aquí y allá.
De igual modo, era claramente visible el óxido en las cañerías del calentador de aquel cuarto, el domicilio de Ahmed. Había una sola toalla, gastada de tanto usarla, con hilos sueltos y ya traslúcida. El aire acondicionado en la ventana expulsaba aire caliente y sonaba como un perro sarnoso. Un despertador que atrasaba veinte minutos compartía su espacio en la mesita con varios libros inútiles de poemas en prosa y una pequeña televisión con la antena rota y doblada por la punta, cuya pantalla emitía imágenes borrosas. Había también una radio que no cesaba de transmitir sus gemidos, sus suspiros y sus sueños sexuales incumplidos. Uno de los altavoces no funcionaba. Vivía medio sepultado entre copias piratas de discos de Warda y de otros jóvenes poco entregados a la profesión.
Había una foto que Ahmed se había hecho unos años atrás en el estudio Al Shabab, a la salida de su pueblo. En esa foto aparecía un Ahmed seguro de sí mismo, un tanto tembloroso el labio inferior, rodeado de flores de plástico, y de fondo una naturaleza espectacular, un jardín de flores de Holanda que poco o nada se correspondía con el hábitat de la zona. Llevaba puesta una corbata prestada por el estudio, que se habían anudado miles de muchachos del pueblo cuando querían entrar a servir al mundo, o cuando se sacaban unos pasaportes que no usarían en mucho tiempo. Aquella imagen en blanco y negro, a la cual más tarde el fotógrafo dio color, no tenía nada sobresaliente, excepto el reloj dorado que Ahmed insistió en que apareciese en la foto, al tiempo que se tocaba la barba y fingía estar sumido en una reflexión de calado.
Tras haber emigrado al Golfo hacía años y haber cambiado de trabajo varias veces, la pobreza se pegó al cuerpo de Ahmed y la relación con su familia se quebró, hasta el punto de no saber cuántos hijos tenían sus hermanos o hermanas casadas en otro país que no fuese Libia. Su madre era la única vía para saber de ellos. Sin embargo, desde que ella murió y él no asistió a su entierro, no había vuelto a oír nada ni a interesarse por nada.
En la cárcel en la que entró a causa de las deudas, el fraude y la agresión con lesiones, se le abrió una nueva ventana, a partir de las charlas diarias del religioso Abdessabur sobre el sentido verdadero de unas aleyas del Corán y unos hadices que hicieron que canalizase su enfado contra los enemigos de la religión. Del mismo modo, le habló de una hurí de Pakistán que nadie, ni ser humano ni yinn, había tocado, y al parecer era la esposa del mundo. Si emigraba hacia ella, como si lo hiciera en dirección a las esposas del más allá, estaría agradando a Dios y a su profeta. Si se sacrificaba por Dios y por la Verdad tendría una ganancia mensual, unos hermanos que lo amarían con Dios y que rogarían para él la salud y el perdón.
Ahmed se marchó de los Emiratos y se instaló en el paraíso prometido durante los años de combate y cenizas. No hubo noticias de él. Nadie lo mencionaría ni recordaría si no fuera porque su nombre apareció en la lista de los extraditados a la prisión de Guantánamo, atados de pies y manos.
Traducción del árabe de Nabil Mansour y equipo de la Escuela de Traductores de Toledo.