(Emiratos Árabes Unidos). Las tres des: Dara, Dana, Dubái (Dar Kalemat, Kuwait, 2017) es uno de sus libros publicados.
Primera parte
El Dara
(7-9 de abril de 1961)
El barco está más seguro en el puerto;
pero no construyeron los barcos para eso.
Paulo Coelho
De pie, arrogante, a bordo del barco que fondeaba en la bahía de Dubái. Comprobaste las maniobras de atraque, la bajada de pasajeros y el flujo de las embarcaciones próximas. Parecían una marea humana, como una fila de hormigas que caminan hacia su objetivo, compactas y juntas como terrones de azúcar. Te jactabas y te sentías orgulloso, quizá también por estar al mando del Dara, con centenares de años de antigüedad. Tú eres el que manda y la autoridad aquí. Tu poder supera a todos y proviene del reino más poderoso del mundo. ¿Quién no conoce Gran Bretaña? Bueno, todos sabemos que es el imperio donde el sol nunca desaparece y su reina es la mujer más poderosa del mundo. Ahora te mueves con total libertad, de puerto en puerto, por las costas bajo su influencia, de Bombay a Karachi, de Basora a Manama. ¿Y qué más? Intentas parecer humilde o cercano con esa gente, pero fracasas. La arrogancia y la vanidad aparecen solas, contra tu voluntad; no puedes ocultarlas, como la espuma que se condensa y sube a la superficie. Por supuesto que todos aquí te temen y tú eres consciente de ello y hasta te gusta. Ves a los demás como gente corriente, a esos que pasan la noche en cubierta. Eso aumenta tu arrogancia por mucho que intentes disimularlo.
Una mujer pelirroja llama tu atención. Está apoyada en la barandilla. Con gesto de preocupación sigue con la vista las embarcaciones próximas al buque. Parece esperar a alguien. Te acercas a ella con paso firme, digno de un veterano capitán inglés como tú. Mientras, te haces una pregunta desconcertante: ¿de dónde sale toda esa luz entre las caras oscuras que los rayos del sol iluminan? Si no fuera por su ropa, característica de la gente de Asia occidental, habrías pensado que venía de donde vienes tú, donde no hay un sol ardiente que abrasa los rostros, sino más bien miseria que penetra en las almas y los ánimos. Su aparición efímera y su cabello ensortijado como el fuego, que aparece cada vez que pasea por la cubierta su cabeza ámbar acariciando el viento, no concuerdan con este lugar. Pasas deliberadamente detrás de ella y, con un movimiento inesperado, se gira dando la espalda al mar y a ti su rostro. Te sorprende ver pecas salpicando su delicada nariz, ligeramente respingona, como finas semillas arrojadas sutil y minuciosamente. Ella te mira y esboza una pequeña sonrisa. No estás seguro de si va dirigida a ti o a otra persona que está detrás de ti, pero evitas mirar hacia atrás. La observas por el rabillo del ojo mientras mira al bebé que lleva pegado al pecho y que cubre con ambos brazos por temor a que se caiga. Caminas delante de ella, decidido. No os separa más que un paso de distancia. La saludas con un gesto de la cabeza. Sigues caminando con las manos entrelazadas a la espalda para inspeccionar la situación de tu gente; perdón, quería decir: de los pasajeros del barco.
Deambulas por el barco. Pasas por varios carteles que muestran imágenes de cómo ponerse el chaleco salvavidas y contienen instrucciones escritas en cuatro idiomas. Te detienes en uno de ellos, situado cerca de las escaleras, y balbuceas intentando leer lo que dice. Quizá la hayas leído cientos, miles de veces, pero hoy esa frase escrita con letras rojas y grandes arde ante tus ojos: «El fuego en el mar puede ser peligroso». Un hombre asiático se detiene a tu lado —la mayoría eran de la India—; es de mediana edad y viaja junto con su mujer, que viste un sari tradicional de colores brillantes, una mezcla de azul, violeta y amarillo. El indio se acercó a su esposa, te señaló y le susurró que eras el capitán. Seguro que hablaban de ti, pero tú no le diste importancia. Volviste a leer las palabras rojas resplandecientes con la cabeza ligeramente inclinada hacia arriba y con los brazos entrelazados a la espalda. Al poco, vuelve a aparecer el pelo rojo y vivo que encendió la curiosidad en tu interior.
La pelirroja todavía se encontraba ahí, pero esta vez estaba de pie con un joven que parecía de su país. Los escuchaste discutir sobre algo en un tono airado mientras ella señalaba las embarcaciones de alrededor. Por las pocas palabras de pastún que pudiste captar, la persona que estaba esperando no había acudido. Seguiste escuchando, tratando de entender lo que pasaba entre ellos, pero una nube negra en el horizonte captó tu atención. Pensaste erróneamente que el tiempo lluvioso e inusual que reinaba desde hacía unos días estaba cambiando. Dejaste a la pelirroja y a su compañero y regresaste para seguir pacientemente el ajetreo de carga y descarga de mercancías y de pasajeros, que aún no había acabado. Les metiste prisa a todos y les ordenaste que terminaran. El tiempo se acababa y el trabajo iba lento para aquellas malas condiciones climáticas.
Una espesa nube coloreó el cielo de un tono oscuro, pese a que aún era temprano para la puesta de sol, y poco después empezó a lloviznar. Los pasajeros corrieron hacia sus camarotes. Viste a la pelirroja de nuevo cubriéndose la cabeza y cubriendo al mismo tiempo al bebé pegado a su pecho. Pasó rápido cerca de ti y te miró. Se dibujó en su rostro una sonrisa atractiva y volátil a la vez. Estabas seguro de que esa mujer te pertenecía. La seguiste con los ojos hasta que desapareció entre el pasaje. También contemplaste a una familia árabe dirigirse hacia la escalera que conducía al fondo del camarote; un hombre con dos mujeres vestidas de negro. Una de ellas lleva un pañuelo deslumbrante sobre el rostro, como las mujeres de la zona. La otra es joven y lleva el rostro descubierto. Los acompaña una niña de ojos grandes y brillantes, de un color negro profundo, y un niño más pequeño que ella, con una piel dorada del color del trigo y un cabello castaño con mechones del color de la madera de arce que tanto te gusta. Te llama la atención el niño, que mira todo lo que hay a su alrededor con asombro y curiosidad. De vez en cuando mira a uno de los trabajadores del barco cargando a sus espaldas el equipaje, o a un pasajero con ropa occidental y extraña. Ves a los vendedores
ambulantes, que se apresuran para protegerse de la lluvia. Llevan consigo sus productos desde la ciudad. Los pasajeros que aún no han llegado a sus correspondientes camarotes van corriendo, apresurados, confundidos, tratando de mover sus cajas y su equipaje a lugares resguardados. El panorama es caótico. Se entrelazan los colores de los equipajes y la ropa heterogénea con decenas de ojos perdidos y formas oscuras.
Una niña pequeña apareció ante ti, con el pelo tan corto como el de los niños y con un vestido también corto y de color amarillo, debajo del cual llevaba unos pantalones. Corría eufórica, girando en círculos bajo la lluvia y cantando alegremente «¡Baarish, baarish!», que significa «lluvia» en hindi, que entendía sin problema. Un hombre calvo y alto, pero con una panza prominente, se acercó a ella y se la llevó a un lugar protegido de la lluvia.
El sol comenzó a menguar y las aguas del Golfo crecieron progresivamente. Alzaste la vista al cielo sobrecargado y, murmurando con voz aparentemente tranquila, te dirigiste al ayudante, que estaba a tu lado: «¿Cuándo pasará esta maldita tormenta y cesará de llover?». No recibiste respuesta alguna; sólo un suspiro. La verdad es que no esperabas una respuesta. Era más bien una manera de paliar tu preocupación, esa que albergabas desde la mañana y no sabías muy bien por qué. El mar se agitaba cada vez más y tus problemas aumentaban. Al mismo tiempo, te diste cuenta de la imposibilidad de llevar a esas personas que no viajaban al puerto, pues sabías que acercar el barco a la costa no era seguro. Desde la cabina diste la orden de virar inmediatamente al norte.
El barco cambió de rumbo según lo ordenado y se alejó de la bahía revuelta. La noche se cernió sobre ellos. Esperaste a que la tormenta amainara para apear a los pasajeros que no seguían el viaje y luego dirigirte a Mascate, tu próxima escala, incluyendo Karachi y Bombay, y otra vez de vuelta a los puertos del golfo Pérsico. Tenías la esperanza de que todo fuera bien, cosa que no sucedió. Más tarde te percataste de por qué tenías esa ansiedad injustificada desde que atracó el barco. ¡Percibías algo! Una intuición o un sexto sentido, tal vez, pero ¿llegaste a pensar alguna vez que doscientos treinta y ocho pasajeros de tu barco morirían en una de las peores tragedias marítimas ocurridas en la zona? Y eso exceptuando a los heridos. ¿Esperabas que esta desgracia cambiara las vidas de la mayoría de ellos, por no decir de todos? Quien no perdió a su amor dejó a una esposa viuda con hijos huérfanos y perdió a sus familias. Las heridas físicas cicatrizan, pero sus almas quedarían irremediablemente dañadas.
¡Incluso tú, el capitán Charles Elson! El primer superviviente y el primero en salir a tiempo de aquel barco convertido en infierno, pero ¿podrás olvidar todos esos ojos mirándote fijamente? No, te perseguirán el resto de tus días. No olvidarás a la pelirroja y a su compañero, al indio y a su esposa, a la madre árabe y a su preciosa hijita, su hijo, la mamá joven, el niño y su pelo… Y tantos otros. Te preguntarán en el juicio por qué abandonaste el barco tan precipitadamente y contestarás: «Era saltar o arder». El tribunal decidirá retirarte la licencia, pero ¿basta eso para olvidar? Incluso si dejas de navegar, ¿puedes hacer desaparecer de tu memoria los restos de ese gran barco? El nombre de Dara no significa nada para la mayoría, salvo para ti. Para ti es una daga que se clava en tus recuerdos y te trae de vuelta a ese día como si estuvieras de nuevo frente a él, como si nunca se hubiera ido.
La historia comienza con un hombre asiático sentado con las piernas cruzadas en un almacén que da a la bahía de Dubái, sosteniendo los prismáticos con ambas manos. «El barco ha llegado. Ha llegado el Dara», gritó.
Versión del árabe de Nabil Mansour y equipo de la Escuela de Traductores de Toledo.