28 de agosto

Daniel Centeno

(Los Mochis, 1991). Su libro más reciente es No hablaremos de muerte a los fantasmas (Casa Futura Ediciones, 2021).

Pestañea de prisa y se le hacen pequeños los ojos. Debe de ser su sonrisa. Sonríe con sus ojos de azul llano al atardecer y lavanda bajo el cielo rosa sobre nosotros como un presagio. Rosa como el rubor de su piel nunca antes tocada por otro hombre. Deja que acaricie su mejilla con mi mejilla, con mis manos que sujetan de pronto su hombro antes distante. Le digo que será para siempre, que nunca acabará.

Le pido que me acompañe a la orilla, donde una vez pasamos la tarde entera lanzando piedritas y especulando sobre espacios inexplorados en la galaxia. Imaginábamos, entonces, que los planetas colgaban en la negrura como las algas que en vano se extienden hacia la superficie del mar. Ahí no había mar, sólo un río, pero eso nos bastaba a los dos. 

—Están así, suspendidos por la eternidad.

Movía sus manos y simulaba la rotación de la Tierra como si se tratara de un viejo acetato con música. 

—¿Giran las algas? ¿Giramos nosotros? El mundo gira y gira a nuestro alrededor.

Reíamos entre frases inconexas que súbitamente, al crecer, cobrarían sentido. Salvo que no habríamos de crecer. La tarde del veintiocho de agosto el tiempo se detuvo. Él no lo sabe. Cada día, a la misma hora, el universo se reinicia en sus ojos. Tiene suspendida entre los labios una frase que nunca seré capaz de entender:

—… de otro modo.

A diario deseo preguntar de qué me habla, porque lo he olvidado. No quiero que descubra que no sé lo que ha dicho. Busco en sus ojos, pero rehúsa que su mirada lo delate tanto como sus palabras. Cambio de tema, entonces, asintiendo a lo que él dice, y le propongo ir a la orilla.

—¿Al río? —pregunta siempre.

A veces, impaciente, respondo:

—Sí —antes de que él hable. Parece asustado, cuando lo hago. Me siento culpable por todo esto, aunque son sus ojos los que atraparon el universo en el pestañeo previo al cielo nocturno. No he visto las estrellas. Las extraño. Intento verlas en sus ojos, siempre mutables pese a la repetición del destino. Unos días más pálidos que otros, cálidos como el sol que nos golpea siempre que, de frente a él, inicia el día de nuevo.

—¿Por qué no vamos mañana? Nos queda a unas horas, caminando. No llegaremos.

—Sí, lo haremos —le respondo.

Odio verle tan desconcertado, así que he aprendido a cerrar los ojos.

—¿Por qué la prisa?

No la hay, y es sensato olvidarla como se olvida el tiempo. Imposible es avanzar en un tiempo que no avanza. Las mismas conversaciones, con los dos sentados frente al agua que fluye sin descanso.

—Es el último día de mi vida —le digo ciertas tardes. Él pestañea, despacio.

—Es ridículo.

—No, es verdad.

—¿Cómo va a ser cierto, si somos tan jóvenes?

Jorge no entiende. Quisiera explicarle todo cuanto he aprendido de repetir aquel día cientos de veces, tal vez miles.

—Es el último, aunque lo dudes, al menos para mí. Mi vida ya no puede continuar.

Golpea mi hombro y se ríe.

—¿Es así como me das ánimo?

—Es así como te digo que no seas dramático, te calles, y veas el río que tanto me pediste.

Pero he visto el río ya demasiado. Temo, sin embargo, que un día al no ir todo termine, que por no contemplar su cauce el destino siga otro curso. Quien haya dicho que nunca es igual nunca ha quedado atrapado en el tiempo.

—Di la verdad —me acusa—. ¿Qué quieres decirme?

—Es la verdad. ¿Por qué nunca me crees?

No recuerdo qué palabra usé antes, cuando aconteció el primer día. Quizá fue un no que dio paso a ese nunca que le vino después. Me pongo a llorar y él se estremece como si fueran sus lágrimas.

—¿Y a ti, qué te pasa ahora?

—Me pasa lo de siempre —le digo.

Aquellas palabras permanecen.

—¿De dónde ha venido de pronto tanta tristeza? ¿Te la has inventado?

Una tarde, asediado por el tedio, respondo que sí.

—Claro, yo lo hice. Inventé todo este dolor sólo para tener algo de qué hablar.

—Podríamos hablar del río, mejor, o de esa cigarra que vuela por ahí, delante de nosotros. Creo que es la misma de ayer, aunque dicen que sólo viven un día. ¿O dicen eso de las moscas? Ya no sé. ¿Crees en los milagros? ¿Crees que esa cigarra sea un milagro?

Imaginar que una cigarra pueda ser la poderosa manifestación de un milagro es algo que soy incapaz de hacer.

—No creo en los milagros —le digo otra tarde, esperanzado en que él continúe con la conversación de ese otro día perdido para siempre.

—¿Tú no? Bueno, yo tampoco —me dice. Luego, casi por la noche, otro día, apunta—: ¿Crees que de pronto las cosas nos vayan bien a los dos? Ya sabes, después de esta vida que vivimos aquí y ahora. Tenemos que partir algún día, y ese día llegará pronto, mañana, en realidad, sí, mañana. Pienso que no tenemos remedio, pero así estamos todos, planeando el futuro aunque no sepamos nada.

Dice esas cosas y lloro inconsolable. Le digo, no a diario, pero con frecuencia, que no veremos el mañana. Él me sonríe con su sonrisa ancha y sus ojos lavanda, no entiende. Se frunce su gesto y se aparta de mí por un momento que, ya de tanto repetirse, son meses.

—Temo no volver a ver las estrellas.

Mis palabras le nublan la mirada con duda.

—¿Por qué no me lo dices? Qué te pasa. Nunca te he visto tan triste.

Toco entonces su mejilla con la mía. Toco esa piel que nunca antes había sido tocada por otro hombre, hasta ese día. Y me abrazo de él como quien se sujeta de una piedra en medio del mar.

Acontece algunos días que la conversación va hacia otros territorios y otros tiempos. Sonrío entonces, como nunca, y me pierdo en sus pestañas, que se abaten aprisa, y en esas líneas de su rostro que se dibujan cuando él es feliz.

—Quiero ir al norte, al menos una vez. No es mucho pedir. Tomaré todo el dinero que tengo ahorrado, compraré el boleto más económico que haya, aunque no demasiado económico, no quiero morir por una falla en el viaje, y entonces me iré de aquí. No volveré, ¿sabes?, me iré de ahí a otro lugar, y de ahí a otro, y así, y nunca estaré aquí para ver de nuevo este río.

Tiene las manos pegadas a la hierba húmeda por el atardecer.

—Mira. Es un cielo rosa. Si esta fuera la última vez —me dice—, qué bello recuerdo, ¿no crees?

Me invita a pescar, lo sigo, y nos metemos los dos al agua. Arremango el pantalón para no mojarlo pero él se burla y niega con su expresión de dicha. Sigue a un pez que se escapa entre nuestras piernas. Acaba en el agua, con el pecho empapado y el cabello escurriendo gotitas.

Previo al reinicio de todas las cosas, hay días que me esperanzo en la noche y hay días que me olvido de ella. Quisiera decirle lo que sé, pero no necesita ese peso. Él puede olvidar y hay fortuna en el olvido. Quisiera decírselo también, lo bello que es olvidar. Pero no le digo nada. Pestañeo tan a prisa como él, y su cuerpo parece fragmentarse en movimientos aislados, rotos, se mueve su rostro como en una película gastada y, de pronto, otra vez, se hace la luz con la promesa engañosa de un nuevo día.

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