Ave Barrera escribió una novela formalmente ambiciosa que atraviesa a plena luz del día el intrincado mundo de Farabeuf, antes que como un homenaje, como un desafío a la tradición. A ratos, el estilo de Salvador Elizondo se apropia de la página con su motivo acostumbrado: la tortura englobada en el erotismo ritual. Podemos imaginarlo, calcado de sus Diarios y sobre todo de su Autobiografía precoz, en el personaje de Chava, que lo muestra en su faceta oculta de junior sangrón, frívolo y perverso. Deliberadamente o no, por momentos Restauración también tiene algo de Pedro Páramo y de Aura y, si usted me apura, incluso de La región más transparente; este fecundo diálogo que va del ámbito de los muertos al exacto trazado de coordenadas de la ciudad, tamizado por una intención original, produce la extrañeza magnética connatural a las obras literarias raras. Y ésta es rara por donde se mire: un coctel de sensibilidades y perspectivas unidas por un depurado instinto poético.
El meollo de esta novela son los lazos que mantiene una joven pasante de la carrera de Restauración, de nombre Min, primero con Zuri y después con la antigua casa que éste ha heredado de su tío abuelo. El paralelismo de estos dos vínculos conflictivos permite asomarnos al empañado espejo de las motivaciones más íntimas de la protagonista. Zuri es un sujeto arrogante e inmaduro al que Min se obstina en querer y cuidar pese a la adversa actitud que él demuestra; a través de la emotividad abierta de ella, vislumbramos en el reflejo de la acción la opresión cotidiana del machismo estructural agudizado poco a poco en cada nuevo pasaje. La estrategia narrativa funciona de manera circular: denuncia al tiempo que provoca, es decir, contiene un elemento político y estético a la vez. La perspectiva feminista que también comprende Restauración no es nada convencional, pues sus resoluciones asientan problemas antes que respuestas, son graduales y por lo mismo contundentes al final.
El ventajoso provecho, al dejar sola a Min a cargo de la restauración de la casona familiar, forma parte del control tácito que Zuri ejerce sobre ella; bajo un paradigma biográfico, atender sus necesidades se desplaza al margen una y otra vez, pues Min fue educada para conceder siempre. Leemos el tipo de experiencias que articulan su relación en un encuentro sexual sin preservativo consentido únicamente por temor a que él se sintiera frustrado. A cada obstáculo, Min responde con una angustia creciente: llora o explota de ira tras una espera inútil. ¿Qué la mantiene, sin embargo, al lado de Zuri? ¿Obtiene algo de todo esto? Min está embarazada en secreto y de este modo se pregunta si tener o no a su hijo; mientras tanto limpia, recoge, selecciona, decide en qué se convertirá la vieja casa contigua al Parque Hundido, una metáfora externa de su interioridad que, como ésta, necesita renovarse. Atender a Zuri, por su parte, apela a su autoestima, haciéndola sentir necesitada.
Conforme avanza Restauración, algo va tomando forma subrepticiamente de manera paralela a la trama. A partir del segundo capítulo, titulado «La Quimera», un tiempo alterno va posicionándose como el único tiempo posible: el tiempo del recuerdo subsume en su peculiar lógica secuencial al presente hasta reemplazar la certeza de éste por la conjetura de aquél. Estas digresiones intercaladas en episodios breves constituyen el universo dialéctico en el que la anécdota de Min dialoga con la de Gertrudis, la antigua habitante de la casona, determinada también por los caprichos del poder masculino, hasta fundirse en una sola hebra. La manufactura de la novela pone a prueba la destreza de la narradora, que se inclina por una solución anclada en el estilo; a pesar de que el desenlace es previsible una vez que se descubren las normas que gobiernan el conflicto, el interés no disminuye sustancialmente, gracias a la preocupación por descubrir los cómos antes que por saber los porqués.
El estilo de Barrera en esta obra se caracteriza por su soltura y por su capacidad para armonizar la naturaleza heterogénea del discurso, alejado del diálogo extenso y la argumentación abstracta. Aunque con frecuencia abusa de las explicaciones, le viene bien el uso de oraciones cortas para simular deliberadamente las atmósferas típicamente elizondianas, aledañas a los territorios del sueño, la fantasía y la perversidad. Entre otras, las funciones primordiales de la brevedad de los subapartados consisten sustancialmente en que permiten asimilar el golpe recibido generalmente con contundencia al cierre de cada uno de ellos e imitar, por otra parte, la naturaleza expansiva de la memoria.
A mi juicio, no hay mejor expresión de la prolijidad de la prosa de Barrera que cuando describe la pasión que siente Min frente al proyecto de restaurar la antigua casa donde Zuri piensa instalar a la postre un estudio fotográfico propio. Esta pasión puesta como una lámpara sobre los objetos antiguos que naufragaron en el tiempo alcanza un nivel empírico a través de la saturación de detalles de formas y texturas. Envuelto en el encanto de la sensibilidad del restaurador, la pátina revive en la gracia de un esplendor casi olvidado: erótica de los sentidos y manual de anticuarios, Restauración propone una noción original del oficio como una labor de escucha.
Se trata de oír la música del tiempo en la materia y entender de qué modo quieren los objeto ser rescatados, qué es lo que quieren hacer con ese tiempo. […] Bien lograda, la restauración es ir en contra del avance natural del caos y el olvido, es contradecir a la muerte al reconocer su paso, abrir la puerta y dejar que atraviese, que cohabite con nosotros. Restaurar es fabricar un bello fantasma.
Las estancias que configuran el espacio tienen un papel protagónico, su sola descripción transmite imágenes mentales diáfanas que enriquecen la lectura; de hecho, los recovecos de la antigua casa están emparejados con la complejidad emotiva de los espectros que la habitan: Min, Zuri, la vieja ama de llaves Oralia, con su sobrino, y el albañil con sus dos hijos pequeños, por un lado, y por el otro Gertrudis, su esposo Eligio y Chava, el mejor amigo de éste. El espacio en este caso no es sólo la instancia que enmarca la historia, sino una parte central de la misma, en él no suceden cosas sin que se vea también afectado.
La rareza de esta novela atrae aún después de haberla terminado: ¿será que su efluvio resiste una segunda lectura? Incluso en su carácter severo y transgresor, otra de sus virtudes es el puñado de encuentros sexuales explícitamente narrados, los cuales podrían contarse entre los mejores de la literatura erótica nacional. En este sentido, aunque el estilo coincide con ciertos relatos de Elizondo —Narda o el verano, por ejemplo—, la aguda perspectiva de género termina por individualizarlo del todo.
La editorial Paraíso Perdido, afincada en Guadalajara, ganó con Restauración el Premio Lipp 2019. Uno de los atributos del premio es un viaje todo pagado a París para la autora; parece que, sin querer, la fortuna de Elizondo a partir de ahora la perseguirá. Bon voyage.
l Restauración, de Ave Barrera. Paraíso Perdido, Guadalajara, 2019.