Me asomo al vértigo. Un loco postrado frente a la Venus, considerándola una diosa, cuando «la implacable Venus mira a lo lejos no sé qué con sus ojos de mármol» (El loco y la Venus). Y los hombres que llevan sobre su cuerpo una bestia, «cada uno de ellos llevaba sobre su espalda una enorme Quimera… ella envolvía y oprimía al hombre con sus músculos elásticos y poderosos…» (Cada uno su quimera). Y el instante en que la atmósfera de dicha y armonía de una habitación, colmada de misterio, silencio, paz y aromas, se rompe de golpe: «un golpe terrible, pesado, retumbó en la puerta, y, como en un sueño infernal, me pareció recibir un golpe en el estómago. Y enseguida entró el Espectro…» (El cuarto doble).
Ese espectro de la belleza a tal grado percibida que se vuelve un vacío indefinible, inabarcable. Un magnetismo que destruye lo establecido al momento de aflorar. Un poeta misterioso con una vida en medio de los mundos: entre la verdad y la bondad y lo prohibido y execrable; atraído hacia lo lóbrego pero llamado a la perfección del arte, en una ciudad donde la belleza asalta los sentidos.
Entre los grandes palacios de París, Charles Baudelaire sustrajo esa multiplicidad de señales, planos, imágenes que yuxtaponía en sus poemas de manera arbitraria. Entre Palais-Royal y Louvre, donde hoy se extienden los jardines llamados Las Tullerías, había un barrio de fábricas de teja (años más tarde el barrio desapareció y al poeta le tocó todavía pasear, lleno de nostalgia, por la nueva Plaza del Carrousel, construida para unir los dos palacios por medio de jardines). Era un barrio popular de casas hacinadas entre tabernas y talleres. Justamente ahí deambulaban estos seres extraños en atmósferas cotidianas pero tortuosas, pues Baudelaire percibía en el ambiente algún desfase en su humanidad, en la naturaleza del hombre, algo que podría llamarse desasosiego y que lo llevaba a desfigurar lo que veía y sentía y a crear versos herrumbrosos. Para Calasso se trata de una metafísica clandestina.
Clandestinas también las citas que le daba a su madre en Louvre, para aliviar su necesidad de arte y de fuga; de transgresión. Algún día dijo que «lo Bello no es más que la promesa de felicidad», sentencia tomada de Stendhal al referirse a la belleza femenina. Pero Baudelaire creía en la porosidad de la literatura, en el proceso de asimilación fisiológica que es uno de los misterios mejor protegidos del arte literario, según Roberto Calasso (La folie Baudelaire). El estilo se forma con elementos ajenos. Por eso Baudelaire toma la frase de Stendhal, la expande, la hace oscilar para transgredir los límites del yo y hacerla suya en otro contexto. Proceso profundo, no superficial ni mucho menos funcional. Hondo como un tatuaje.
Lo bello como antesala de la felicidad. La literatura de Baudelaire no surge de la nada, viene siempre de situaciones concretas de la vida, de personajes asimilados en los libros o en las calles. Como el mago, como el malabarista, tratando de atrapar lo improbable, pero más bien el hueco que lo transforma en improbable. Y allí en el instante afloran, como bajo lente de aumento, la calidad y cualidad de lo ontológico, del ser de las cosas que deviene en el momento mismo de estar siendo, imprimiéndoles un peso, «una especie de placer misterioso y aristocrático de aquel que no tiene más curiosidad ni ambición que de contemplar, acostado en el balcón o acodado sobre el muelle, a todos esos que parten y a los que regresan, a aquellos que tienen aún la fuerza de querer, el deseo de viajar o de enriquecerse» (El puerto). Es cuando no sólo el tiempo se abre sino que el espacio crece hacia su interioridad: se extiende en un fondo sin límites.
Spleen, hastío, tedio… Spleen de París. Los poemas en prosa de Baudelaire son espasmos felices que se propagan a través de una atmósfera de destrucción. Esa fuerza que proviene de Poe, traducido, admirado y definido por Baudelaire como el escritor de los nervios. Y tendrá ecos en Proust, para quien el poeta «por momentos ha poseído el verbo más poderoso que haya resonado en labios humanos».