a Rosa María Manzano
1.
Vine a San Gabriel porque me dijeron que acá nació mi abuelo, un tal Paulino Manzano.
Vine con la mirada de mi madre, que es la mía y la de él. Mi madre me lo dijo.
Vine y encontré en los ecos de las piedras la propia voz del hombre que engendró a mi madre.
Y su voz era secreta, sentí cómo venía de ese balbuceo de hablar conmigo misma, de imaginarlo al escuchar el trote rebotado de los burros.
¿Será que aquí —al sur— los vapores traslucen las esperanzas de uno?
Mi abuelo se acercaba mientras cruzaba los cerros para bajar y sentir que me iba hundiendo en el puro calor sin aire.
Era la hora de la siesta, oía caer mis pisadas sobre las piedras redondas con que estaban empedradas las calles. Buscaba mis rasgos en los rostros de los otros, pero no había otros, sólo niños gritando y palomas que caían sobre los tejados.
Soy Paulino Manzano, escuché detrás de una puerta. Parecía que me hubiera estado esperando. Mi abuelo.
Había un hilo de luz en su voz, un hilo que me hizo seguirlo por una serie de casas y habitaciones y cerros, puertas y puertas fueron abiertas como si me llevara por entre los años en que nunca lo vi. Innumerables días.
Quise agujerear las cosas para saber más sobre ese hombre. Para ver su rostro de niño en algún retrato. Entrar a su casa y correr en el patio donde la fuente desborda agua. La escucho gotear de las tejas, y hacer agujeros en la arena. Hace hendiduras en los ladrillos.
Veo a tu padre, Vicente Manzano. Dile que vine a San Gabriel a conocerlo. Quiero ir a El Limón donde vivió, allí donde crecen el huizache, el palo dulce y el grangeno.
¿Dónde te metiste, abuelo? El aire juega a recorrer las nubes y da brillo a las hojas del laurel. Dame el hilo para encontrarte, o suéltalo, déjame tocar tus manos, arrástrame hasta enterrarme en el verdor de la tierra.
¿Fue detrás del patio por donde dejaste ir a la abuela Francisca? Y¿mucho más allá de todo quedamos los demás. Mi madre y sus hermanas. Y todos los demás. Abuelo. ¿Fue por el patio trasero?
Tal vez estás escondido en la inmensidad y no te voy a alcanzar, ni te voy a ver, ni mis palabras te llegarán.
El llano se extiende, abuelo, sólo se oye una llovizna callada y la lejanía como una gran ventana opaca. Las mujeres rezan. Murmuran los grillos. Allí estás en los umbrales de las casas. Te veo moreno, delgado, de ojos color miel y sueños de chuparrosas. Tu sombra se descorre larga, desdoblada. Pero el tiempo me la devuelve en pedazos, despedazada.
Ahora, abuelo, San Gabriel huele a desventura. Se escuchan galopes de caballos que vienen de la Media Luna, pero son sólo remordimientos de la gente. La iglesia da campanadas como si supiera de mi decepción, el Cristo que hay dentro parece llorar. Oigo muchas pisadas que no vienen. Entre ellas las tuyas, abuelo.
Me gustaría sentarme a la mesa contigo, Paulino Manzano. Arremangarle al tiempo todos sus años y verte con tu traje negro y chaleco, tu reloj de bolsillo, mirarme: la nieta más pequeña. Y llevarme de la mano por los pasillos misteriosos, entre las rendijas y las grietas de este pueblo en el que ya no queda casi nadie. ¿Aquí te soñaste diputado? ¿Dónde aprendiste a irte yendo para siempre?
Sorprendo tu mirada decidida a trasponer los muros. Vine a buscarte. ¿Será que la gente de los rumbos del sur es huidiza? Mi madre me dijo que se parecía a ti, que seguro te reconocería cuando cruzara el valle de la Media Luna y llegara a San Gabriel. Me dijo que te encontraría, abuelo. Camino y oigo el ruido de las poleas en la noria. Dicen que así suenan los recuerdos. Veo tus ojos inquietos desprenderse de las sombras. Y la boca de mi madre. Hoy es el día de los recuerdos vueltos realidad, esos que nunca viviste, Paulino. Nunca me viste nacer ni crecer. Nunca me viste tomar de las manos a la abuela Francisca para jugar y escucharla cómo me fue enseñando cosas de la vida, escucharla hilar en sus recuerdos, los que fueron también míos, hileras de anécdotas como milpas que se iban apareciendo en el campo de mi imaginación. Por eso supe de ti. Mi abuela me lo dijo. Aunque te hayas escapado por el patio trasero y no hayas vuelto, ella te recordaba, abuelo. Hablaba de tu manera elegante de hablar. De la inteligencia con la que te conducías por la capital después de partir de este pueblo. No te vayas a desaparecer otra vez entreverado en el polvo.
Otra vez las campanadas. Allá vienen las golondrinas, no se sabe si vienen de Jiquilpan o salen de San Gabriel. ¿Por qué no nos mandaste un mensaje con ellas? Hubiéramos sabido que te ibas y seguro habrías regresado. En cambio crecieron muchos parches entre los cerros altos del sur y nosotros. Se volvieron tan pedregosos que sólo nos llegaba un vaho como de rocío, de ese que sale de la niebla que cubre a San Gabriel. Hebras llegaban a mis oídos, decires de tu decir. Un vapor gris apenas visible. En eso te fuiste convirtiendo, Paulino.
Ahora que vi tus ojos en los bordes de estos caminos, nunca los voy a olvidar. Mi madre te los arrebató. Y te miro como si fueras a morir. Antes de que se termine mi paso por tu pueblo quiero cruzar tu voz secreta. Y quisiera que me des a mí también tus ojos para ver lo mismo que viste cuando niño, y cuando tu madre Ramona Oceguera te abrazaba y te reprendía y cuando dejó suelta su tristeza el día que te fuiste y anduvo regando lágrimas hasta anegar su pena en la más remota lejanía. Hasta allá llevó su ilusión de volver a verte.
Trato de emparejarme a tu paso, abuelo. Todo parece estar como en espera de algo.
2.
Vine a San Gabriel y encontré a Susana San Juan. Su risa muy vieja como cansada de reír. La escuché detrás de mí en el templo. Pero sólo era su risa. Ella no estaba. Seguí el eco y sus murmullos. Seguí una parvada de tordos; así he andado las calles solitarias, hay mujeres y niños; los hombres ya se fueron. Como tú, abuelo, que jamás regresaste. Es una mujer triste, más triste que las otras que cruzan las calles. Una mujer sola. Dicen que siempre estuvo loca pero era la más bella. Una mujer con el mar dentro del corazón. El mar moja mis tobillos y se va —la oigo delirar—, rodea mi cintura con su brazo suave, da vuelta sobre mis senos; se abraza de mi cuello; aprieta mis hombros. Entonces me hundo en él, entera. La única mujer del pueblo con cuerpo gozoso y gozado. Una mujer loca. Una mujer que no era de este mundo.
Parece que fue la mujer del cacique. ¿Tu bisabuelo, tu tatarabuelo? Un tal José María Manzano. Vivía en El Jazmín pero también era dueño de las haciendas de San Nicolás y Santa Catarina, de todas las tierras. Y del molino de Las Peñas. Dicen que tenía un pacto con el diablo y que su ánima sigue recorriendo los caminos. Como Pedro Páramo.
San Gabriel es ahora una tierra llena de achaques, baldía y en ruinas. San Gabriel huele a desventura. Hay pueblos que saben a desdicha. Como éste. Por eso te fuiste. Cuando te sentaste a morir, abuelo, ¿volviste? ¿Fuiste a visitar a tus hijas? Tal vez antes de darte la vuelta hacia la eternidad regresaste a los caminos y las miraste tras la ventana.
Encuentro una fotografía del día de tu boda. Tantos cerros como años tuve que andar para mirarte de frente. Paulino Manzano. Entonces el cielo está aquí donde estoy ahora. ¿Y tu alma? ¿Dónde crees que haya ido?
Tal vez no te encuentre, abuelo. Aquí está lleno de asesinatos, hay por todos lados muertos recientes. Víctimas del crimen organizado. Ahora en lugar de milpas hay sembrada marihuana. Y los ríos en lugar de llevar piedras llevan cuerpos humanos desmembrados. Ésa es ahora mi historia, Paulino. Si me sigues, vas a volver a irte. A resguardarte de la desgracia en que ha caído tu tierra natal, a refugiarte en tu paraíso. Esta tierra quedó baldía. Allá atrás, Pedro Páramo, sentado en su equipal miró el cortejo que se iba… Todos escogen el mismo camino. Todos se van.