Silvia Eugenia Castillero
César Vallejo comunica vivencias que nos instalan en los límites del lenguaje: una exploración intensa y sombría. Su densidad lo vuelve un autor mineral, de intuiciones que penetran hondo, no la piel, sino los nervios y la médula. Calcárea y corporal, la poesía de Vallejo —según lo escribe José Miguel Oviedo— tiene tres estaciones: Trujillo, Lima, París. «La evolución poética de Vallejo registra transiciones violentas y extremas, sobre todo si se piensa que su primer libro tenía fuertes ataduras tradicionales y librescas: en veinte años atraviesa por el postmodernismo, la vanguardia y la poesía social y política, sin mirar una sola vez hacia atrás […] Su vida es un continuo alejamiento de sí mismo, a la vez que un reencuentro espiritual con las raíces terrígenas físicamente abandonadas» (prólogo a Antología poética, Alianza Editorial, 2001, p. 9).
Las metáforas que Vallejo traba a lo largo de su obra consternan, no encuentran calma sino entrecruzamientos estrafalarios. Es el signo el que llega, antes que el ícono, es la germinación en el mismo acto de germinar: una armonía disonante, la imperfección. Su acometida a lo humano es desde lo humano mismo, por eso ni la vanguardia ni la militancia comunista encasillan su hacer. Domina más bien la intuición de lo universal, del misterio humano que lo orilla a la minuciosa profundización del tiempo, al desasosiego y a la emoción, su poesía tiene altibajos de tono y de sentimientos que contrastan, pero nunca altibajos en su calidad, hay un ascenso en las conquistas de su sintaxis extraña por original, fuera de cualquier historia de la poesía. La poesía vallejiana obedece intrínsecamente a sí misma. Va de los credos que asume en política, religión, arte, hacia la dispersión de éstos y la conquista de una simbología propia. Su propio desconsuelo.
En los Poemas en prosa —escritos cuando la madre ya ha muerto-— encontramos algunos ejes de tensión entre atracción y rechazo, posesión y pérdida, dolor y placer, como partes de dos grandes polos: génesis y apocalipsis. Extremos dramáticos de existencia con la nada rodeando lo humano: «es el tiempo que marcha descalzo / de la muerte hacia la muerte». En este libro ya se advierte una necesidad de grito estrangulado, de risa irónica, de angustia por la especie humana que desarrollará plenamente en Poemas humanos. Hay todavía rastros de ese lenguaje fracturado de Trilce, pero con una intención de ahondar aún más en el dolor humano. En medio de la insignificancia de la vida, su poesía erótica se asienta en la endeblez, en lo transitorio, en la culpa. Su matriz es la cristiana pero en querella permanente con Dios: un Dios insignificante y un hijo culposo. Un apetito que lleva al no-ser. En «Los pasos lejanos» (Los heraldos negros) leemos: «Mi padre duerme. Su semblante augusto / figura un apacible corazón; / está ahora tan dulce… / si hay algo en él de amargo, seré yo. / Hay soledad en el hogar; se reza; / y no hay noticias de los hijos, hoy. / Mi padre se despierta, ausculta / la huida de Egipto, al restañante adiós. / Estás ahora tan cerca; / si hay algo en él de lejos, seré yo».
Como afirma Saúl Yurkievich, Vallejo no puede entregarse al gozo sensual sin complejo de culpa, no puede ser un perverso polimorfo, asumir plenamente los mandatos del cuerpo, darse al juego amoroso, alcanzar la plétora sexual. No puede ser disoluto. El sexo se liga en él con perdición, caída, condena. El sexo en Vallejo es antesala de la muerte. Acude a la simbología religiosa para metaforizar el amor, sobre todo en la trinidad y en la crucifixión.
El vacío comienza en el desamparo, en el desplome en el tiempo. Esto quiere decir que ya no hay verbo encarnado y que sólo el lenguaje puede recuperar algún sentido, por eso hay que resquebrajarse junto con él, hundirse en él, bordearlo, tasajearlo. Cristo ya no cura ni alimenta: «Yo nací un día que Dios estuvo enfermo» («Espergesia»).
Uno de sus temas recurrentes es el de la madre por el hijo que nunca abandona su obsesión de ser hijo: «Hasta París vengo a ser hijo. Escucha Hombre, en verdad te digo que eres el hijo eterno, pues para ser hermano tus brazos son escasamente iguales, y tu malicia para ser padre, es mucha» («Lomo de las Sagradas Escrituras»).
Para Vallejo, la figura del hijo es problemática tanto en su visión del «crucificado», que ya no significa salvación, como en su carácter de hijo él mismo dentro de una estructura familiar sin sentido profundo, pero que en su imaginario (o en su necesidad de retornar a la infancia) sigue siendo una especie de paraíso perdido. Tanto como en su negación para procrear. La caída entonces es la pérdida de la unidad amorosa.
En el poema «Una mujer…» todo está transpuesto. Sobre la pureza de la trinidad cristiana Vallejo plasma su realidad de hijo, con un padre y una madre. Entonces el Padre (Dios) es su propio padre, el Hijo (Cristo) es él y el Espíritu Santo es la madre. El poema metaforiza, intimiza, va de la grandilocuencia de los frescos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, de la extensa temporalidad histórica (Creación-Juicio Final), a su intemporalidad existencial. Allí, en este poema fragmentado que es el poema, reina lo disímil, la mutación constante, el continuo movimiento. La carga subjetiva es tan fuerte que ya desde la primera línea toma concreción la temporalidad biológica. Una madre de senos apacibles, ante los que la lengua de la vaca resulta una glándula violenta. La madre es «una mujer de senos apacibles». Apacible porta el doble juego de senos mansos, tranquilos, propios de una madre, pero también podemos encontrar una connotación erótica, de aplacer: «agradar» que seguido de lengua lo erotiza (a + placer) y «glándula violenta» nos remite a una referencia fálica.
En la segunda estrofa la mujer, que es la madre, declina los adjetivos y los adverbios que no posee el hombre. Es decir, posee la palabra y es «su único caso de mujer», nítida entre tantas formas; la madre, como el Espíritu Santo, es la dadora de sabiduría y fortaleza, es la amorosa llavera de innumerables llaves (Trilce xviii) o la repartidora de ricas hostias de tiempo (Trilce xxiii). Es madre metamorfoseándose en mujer: Oh la falda de ella, en el punto maternal donde pone el pequeño las manos y juega a los pliegues, haciendo a veces agrandar las pupilas de la madre, como en las sanciones de los confesionarios. Falda, manos, juego y pliegues la transfiguran de madre en mujer; los pliegues se vuelven piel, cavidades del cuerpo. Así se transforma de dadora de conocimiento, de llaves y de tiempo, en amante pecadora, víctima de las sanciones que le impone la moral cristiana. Porque la entrega sexual en Vallejo, como ya dijimos, entraña un complejo de culpa.
El hombre, el Padre, es fuerte, está hecho libre de adjetivos y de adverbios, no de palabras pero de templanza, «mandibular de genio»: de ibilum, «instrumento que sirve para» y «genio» de tutela, es el espíritu tutelar innato. También, por otra parte, la mandíbula es cada una de las dos piezas óseas que limitan la boca de los vertebrados. El hombre es el único apto en la creación para permitir la relación dos a dos de pareja, con los goznes de los cofres, es decir, es la bisagra más fuerte. Esa que permite que el cofre, la boca, el útero, se abra o se cierre.
En esta parte podemos hablar de la relación numérica de Vallejo. Según Kenneth Brown el 1 es lo indivisible, «que resonará al infinito», y que no podrá nunca salir de su estado de soledad. El grupo perfecto es el 2 —hombre con mujer—, es la eternidad de amor. El «Grupo dicotiledón» del poema v de Trilce lo llama novios de eternidad. Para André Coyné, en Vallejo «el 1 es el indicio de la propia existencia, y simultáneamente de su incompletud; atrae al 2, como el novio a la novia, ambos seguros de que al unirse van a cerrar la cuenta para siempre, de ahí que cedan a la quemadura del segundo / en toda la tierna carnecilla del deseo (Trilce xxx) hasta que se percatan del engaño: de que siguen siendo 2, y a fin de librarse tienen que tender hacia el 3 (el hijo), remitiéndose a él para que los detenga o los excuse de (glisar) en el gran colapso». Para Vallejo el acto sexual es finalmente el vacío.
El instinto animal del acoplamiento se ve interrumpido por el hijo, ese tercero, ese ajeno, intruso. El hijo, que no es animal sino hombre, pervierte «lo natural», ya que no completa sino divide, él mismo es hombre que erotiza a la madre, que deja de ser madre para ser mujer amante.
El final es contundente: «Yo tengo mucho gusto de ver así al Padre, al Hijo y al Espiritusanto, con todos los emblemas e insignias de sus cargos». Vallejo ironiza mostrando que la perfección de la Trinidad, esa Unidad armoniosa y ubicua formada por tres personas que son una, esa gran abstracción no existe en los seres pasajeros, mínimos, reales. En el hombre, la Trinidad se degenera, es una integración precaria, sin paraíso, donde el ser es mutilado e incompleto.