Veíamos porno, la verdad era que teníamos muchos problemas y necesitábamos ver a otras personas. Leonor se tumbó en la cama, se quitó las medias y comenzó a mover los dedos de los pies.
—¿Te gusta? —pregunté.
Ella giró su cabeza.
—No soy una pervertida.
—Lo sé, pero, ¿te gusta?
Era una película americana. En la primera escena una enfermera lo hacía con dos pacientes, un chico y su padre. Todo iba muy bien hasta que la enfermera empezaba a gritar y eran descubiertos por otros miembros del personal médico.
Leonor bostezó.
—Las cosas se han enfriado, ¿sabes?
—Lo sé —respondí.
Nos callamos otra vez. Las palabras eran enormes icebergs que salían de su boca o de la mía para luego colisionar. Se acomodó dos almohadas detrás de la cabeza y continuó viendo la película. El chico más joven arrugaba el rostro, mientras al otro lado del cuarto los demás miembros del personal médico comenzaban a desvestirse. «Una orgía», pensé. La enfermera gritó más fuerte. Dos chicas, salidas de quién sabe dónde, se incorporaron a la escena.
Prendí un cigarrillo.
—¿Quieres comer algo? —pregunté.
—No.
—¿Seguro?
—¿Me escuchaste? Creo que debemos separarnos.
Apagué el cigarrillo en un cenicero que estaba adherido a la base de la cama. Me senté cerca de ella.
—¿Es lo que quieres?
Apoyé mi mano en su hombro.
—Es lo mejor —respondió.
Agarré el control remoto y comencé a cambiar los canales, estuve así un rato hasta poner uno de noticias.
—Si es lo que quieres, que así sea.
Leonor giró el cuerpo. Observé su espalda y sentí deseos de tocarla, pasar mis manos por su cuerpo, pero las cosas se habían enfriado. En la televisión un tipo hablaba de un burro-bomba que había explotado, matando a una decena de personas. El camarógrafo caminaba a través de los escombros filmando, sin proponérselo, los cuerpos desmembrados.
—Deberías comer algo —comenté.
Leonor no respondió. Respiró profundamente. Hacía calor. En una esquina del cuarto estaba la perilla del aire acondicionado.
—¿Quieres que encienda el aire?
—Vete.
—¿Qué?
—Ya me oíste, quiero que te vayas.
El teléfono comenzó a sonar.
—Vamos… ¿En realidad quieres tirar todo a la basura?
Leonor no respondió. El teléfono siguió sonando, cada vez con mayor insistencia, daba la impresión de que la persona al otro lado de la línea supiese que yo no deseaba contestar y persistiera sólo para fastidiarme. Giré mi cabeza hacia el televisor que colgaba de la pared, en el noticiero continuaban hablando del burro-bomba; la cifra de muertos había aumentado y ahora los forenses intentaban recoger los pedazos y reconstruir los cuerpos, hombres vestidos de blanco recolectaban brazos, piernas y cabezas en bolsas negras.
El teléfono dejó de sonar y un momento después empezó de nuevo.
—¿No vas a contestar?
—No, no quiero —respondí.
—¡Hijueputa vida, contesta!
Agarré el teléfono:
—Aló.
—¿Julián?
—¿Con quién?
—Con Ramiro, hombre. ¿Qué anda haciendo?
—Nada.
Hubo un silencio incómodo. Leonor se había volteado y me miraba.
—¿Quién es?
—Nadie —respondí.
—¿Qué? —preguntó Ramiro.
—Nada —le respondí a Ramiro.
En la televisión un tipo explicaba la técnica usada para reconstruir los cuerpos. «Primero vamos a clasificar todas y cada una de las extremidades colocándolas en diferentes recipientes, según el tamaño, color de piel y edad aproximada de la victima. Luego, será un ejercicio como el de armar un rompecabezas».
—¿Estás ocupado? —preguntó Ramiro.
—No — respondí.
—¿No qué? —preguntó Leonor.
—Sí —dije.
—Al fin qué, hombre, los muchachos van para la bolera.
—No puedo, quizá más tarde.
—¿Más tarde qué? —preguntó Leonor.
Colgué, busqué otra vez el control remoto y comencé a cambiar los canales. No recordaba lo último que había dicho el médico, quien explicaba cómo reconstruir los cadáveres. Tampoco me importaba. Leonor se había volteado otra vez, mirando hacia el baño, y con el brazo izquierdo se había cubierto el rostro.
—¿Estás llorando?
No respondió. Yo seguí pasando los canales sin ningún interés. Ella lloraba, lo sabía porque podía escuchar un sonido agudo, parecido al de un quejido, que salía de su boca, así como la respiración entrecortada.
—Vamos, no llores. ¿Quieres algo? Dime qué sucede.
Leonor se limpió las lágrimas.
—Yo no te importo.
—Eso es mentira —dije.
Continué pasando los canales, ella se incorporó en la cama y miraba la televisión. Todavía movía los dedos de los pies. Puse de nuevo el canal porno que habíamos estado viendo. Ahora la escena se llevaba a cabo en una caballeriza. Dos tipos con pajillas entre los dientes conversaban. De repente aparecía una muchacha rubia, de pechos extravagantes, y vestida con pantalones cortos y tacones altos, cargaba una tinaja de leche. «¿Qué hacen aquí?». «Nada, sólo conversando. ¿Y tú por qué tan sola?». «Mi madre me ha enviado por leche». «Aquí tengo tu leche». Uno de los tipos la agarraba de los hombros y ella sin resistirse se agachaba e iniciaba la escena sexual.
Bostecé. Le pasé el control remoto a Leonor, quien de inmediato cambió el canal y puso el de noticias. Ahora un periodista entrevistaba a un soldado, quien había matado a dos indígenas en una de las montañas del Cauca. «¿Puede indicarnos cómo pasó todo?». La voz del periodista era fastidiosa. Prendí otro cigarro. «Bueno, vi la oportunidad de erradicar a esos bichos y apreté el gatillo». El soldado levantó el arma. «Se dice que viajará a la casa de Nariño para una condecoración». «Así es, así es».
Leonor cambió otra vez el canal. Ella era experta en hacer zapping, así que continuó oprimiendo el botón de manera repetitiva. Miré la hora, los muchachos estarían llegando a la bolera, o quizá ya estaban adentro pidiendo los zapatos y coqueteando con Miriam. Apagué el cigarrillo y me puse de pie. Leonor no lloraba, se había acomodado y pasaba los canales. Abrí la puerta y comencé a caminar.