Los aromas de mi adolescencia temprana fueron cordero a la barbacoa y edificios en llamas. Escuchábamos yeyé y explosiones, shubidú y disparos. Hacíamos días de campo sobre rocas bajo los piñoneros. El mar lamía nuestros pies mientras una guerra rugía a nuestro alrededor. Bailábamos el Madison en el borde de un campo de batalla. No podíamos admitir que el paraíso era provisional, que nuestro cielo en la tierra se convertía en un infierno. De un infierno hubiéramos tenido que escapar. El sorbete de lima sabe a pérdida inconmensurable.
Todavía puedo verlo como si fuera ayer, en el aparador de Dewatcher’s en la rue Hoche. Pana color chocolate, gruesa, estilo Cardin, sin cuello. Era el día antes de mi cumpleaños número catorce cuando mi padre se negó a comprarme esa chaqueta. Yo había puesto el corazón en ella. En su opinión, parecía de Baviera, era de Baviera… La falta de collar. Eso era todo, no había más qué decir. No sabía en qué parte de Alemania estaba Baviera. Pero, como él había hablado tanto de ella, sí sabía que era la fuente del más grande mal. La chaqueta hasta la cintura que me compró, en cambio, tenía cuello y solapas angostas y redondeadas, tres botones, costuras realzadas, una solapa sobre el bolsillo delantero, una apertura central en la parte de atrás. Me gustó lo suficiente. Su tío y dos primos habían muerto en Buchenwald.
¿Fui siquiera entonces, hace tantos años, un judío?
Mi madre no era judía, así que yo tampoco, de acuerdo con los dictados del judaísmo. Mi padre no era observante. No podía reconciliar la ciencia moderna con la fe antigua de sus antepasados y los míos. Incluso aunque uno de ellos, un rabino, había dado la vida por ser judío, decapitado por órdenes del Dey, el gobernador militar otomano, una década antes de que los franceses llegaran. Nosotros los franceses…
Sin embargo, hasta donde era asunto de su interés, mi padre no era judío. O lo era en sus propios términos. Se consideraba por encima del tribalismo, de las sectas y el sectarismo. Ahavath Israel era un concepto divisivo. Él insistía, por ejemplo —equivocadamente, con una obstinación agotadora—, en que los crímenes de Eichmann habían sido contra toda la humanidad. En su versión eran humanos, no judíos, a quienes Eichmann había deportado hacia la muerte. Esto no coincidía con las declaraciones del mismo Eichmann a Höss, el comandante en Auschwitz. Mi padre creía que ser judío no significaba pertenecer a una religión, obedecer lo que él llamaba sus debilidades arcaicas y sus confusas prescripciones. Incluso afirmaba despreciar las reglas de alimentación, fingía deleitarse al comer cerdo. Pero en realidad nunca lo tocaba. Dudo que haya probado siquiera, por ejemplo, sobressada, o blanquicos, o longaniza… lo que sí, de haber vivido por tanto tiempo, seguro habría aprendido a llamarme «rey conejo».
En sus términos, ser judío significa tener un deber hipocrático hacia los enfermos, quienes quiera que fueran, sin depender de su fe; y tener una responsabilidad humanista de ayudar a los oprimidos, también. Nosotros que hemos sido reprimidos a través de toda la historia debemos ponernos del lado de quien sea oprimido. Debemos procurarlos porque sólo nosotros hemos compartido su insondable sufrimiento. Sólo nosotros somos competentes y caritativos por igual para aliviar. Somos los elegidos porque poseemos una excesiva empatía. Es una responsabilidad y una maldición. Insinúa que no hay favoritismo divino. No debemos pensar para nosotros mismos. Sobre todo no debemos permitirnos ser definidos como víctimas porque eso le da fuerza a atormentadores. (He observado en los baños de la avenida Jonnart que muchos católicos también eran circuncisos).
Aprendí de él el gran significado de justicia. Hay muchas formas de justicia. La mía discrepaba mucho de la suya. La figura del judaísmo que encarné en el transcurso de mi vida se derivaba del dios cuya justicia era vengativa, severa, el Jesús precristianismo no era tan judío. Fue el primer apaciguador, un ingenuo con fe en la rehabilitación y redención.
Un judío debe creer en el ojo por ojo, diente por diente, fuego por fuego.
Sus padres y, especialmente, su hermana, consideraban que la exaltada compasión de mi padre era mera vanidad. Para ellos su humanitarismo era una expresión de culpa, una forma de masoquismo. Pensaban que su trabajo en el hospital era sólo por presumido y por autonegación. Eso era lo que yo pensaba, también. Su trabajo y su biblioteca me asustaban.
Él era un proctólogo —¿ven a qué me refiero con masoquismo? Era un experto en infecciones venéreas del ano, en melanomias anales malignas, en fístulas anales, supuraciones y abscesos. Era el autor de un Atlas sobre hemorroides. Los libros en sus repisas no eran una provocación para el congreso sexual.
Curó a sucios árabes incestuosos de sus sucias e incestuosas enfermedades. Enfermedades que deseé nunca sufrir.
(¿Qué tipo de gratitud puedes recibir de ese tipo de personas? Este tipo: una garganta abierta, una bomba en un bar, una van llena de explosivos).
Su familia quería amarrarlo a su raza. Él siempre estaba tratando de escaparse de esa carga ancestral. Pero al final no había cómo hacerlo. Era demasiado buen hombre para entender la fragilidad de la bondad.
¿Era yo, después de tantos años, francés?
Mi pasaporte decía que lo era. Mi madre era francesa, française de souche, frangaouie, como dicen. Ella era de Talence, acarreada por la Iglesia reformada. Una protestante y, debo decirlo, orgullosa de serlo.
Protestaba a la más mínima injusticia que fuera causada a alguien que no fuera ella. Creía, como mi padre lo hacía, que debía trabajar por el bien de los otros. Los más pobres, los más retrasados, los más pisoteados, entre más lo estuvieran, mejor. Los que opusieran más resistencia a sus esfuerzos, mejor. Mi madre era un modelo del republicanismo.
Impartir los valores de la república era un acto de necesaria caridad. Y de flagelación mental virtuosa. Entrenar bárbaros ingratos para ser franceses era el más fino de los oficios y el más exigente. El ochenta por ciento de ellos eran iletrados y se iban a conservar así. Deseaban quedarse así. Ella tenía reservas de energía para gastarlas en crear excusas por su comportamiento y los cargos por robo que tenían en los campamentos juveniles.
Peleó por la igualdad. Nunca pudo ver que aquellos que ella trataba como iguales no lo eran. Se menospreciaba a sí misma. Ofrecía amistad, conocimiento, sabiduría, simpatía y ayuda a la gente que sólo creía que ella era demasiado débil para hacerlo. Odiaban sus eternos esfuerzos por la camaradería. Era ciega ante el abismo que la separaba de ellos.
Ella creía en la bondad de todo mundo aun cuando se la pasaran la mitad del día arrodillados, rezándole a Alá, golpeando a sus esposas, robando y sin ir nunca a que les arreglaran sus podridos dientes porque eran demasiados supersticiosos para ir al dentista. Ella no despotricó en contra de nuestro destino. Aceptó todo el mal que nos habían hecho, que nos estaban haciendo, que nos continuarían haciendo como si fuera inevitable y lo mereciéramos. Creía que, por ejemplo, ningún mal que nos causaran podía equipararse al que le sucedía a la gente indígena que compartía nuestro país. Mi madre nunca nos consideró indígenas.
¿Qué significa indígena? ¿Cómo puedes medirlo? ¿Cuánto tarda uno en volverse indígena? ¿Cuánto tiempo y dónde tienen que vivir los ancestros de tus ancestros? ¿Cuántas generaciones? ¿No somos indígenas? ¿La mitad de un milenio será suficiente? Hace cinco siglos y medio fue cuando la gente del esposo de mi mamá, la gente de mi padre, la gente de mi abuela, llegó a esta bendita costa a cultivar e idolatrar y procrear y cocinar y construir. ¿Cómo estamos conectados a la tierra? Familiaridad. Uso. Frecuentamos el lugar, nos arraigamos en él. Y él responde con fruta y abundancia. Ésa es su parte del afectuoso trato.
Mi madre se enfrascó en penitencia. Se adueñó del peso de crímenes imaginarios, inventados, crímenes cometidos por gente muerta antes de que ella naciera o que ni siquiera habían sucedido; en resumen, crímenes creados por nuestros enemigos para promover su penitencia y la de todos los que pensaban como ella: la de estar en las tierras de alguien más, de estar là-bas, ahí. Que era, entonces, aquí.
No odiaba a nuestros enemigos. No los castigaba. Ni siquiera los reconocía como enemigos, eran más bien víctimas. ¡Víctimas! Víctimas de las que había que compadecerse. En los últimos días estuvo limpiando la casa como si esperara visitas en vez de los escuadrones árabes. Las noticias volaron. Miles huyeron de la matanza hacia la ciudad y la promesa de un hogar. Por ejemplo, ya habían tomado la casa de los padres de Jani. Esperaban en nuestra casa. Aguardaban en las sombras, observando cada uno de nuestros movimientos. Familias lejanas enteras esperando acechadoramente. Estaban rodeados por sacos, morrales, gallinas, gallos, carretillas, carriolas destartaladas, carritos de mano, todos llenos de los trozos y harapos que son las riquezas de los destituidos. Pronto estos ladrones al acecho añadirían todo esto a su fortuna. Se apropiarían de lo que era nuestro. Mi madre dice que es lo se esperaría de ellos. No es lo que se espera. Ni siquiera estarían «ellos» si no hubiera habido ciencia médica francesa en Argelia. No hubiera habido ningún argelino que dar a luz a las generaciones que mataron en pro de la «independencia». Hubieran muerto de malaria, cólera, tifus, viruela. No se hubieran curado solos.
E, independientemente, ellos pronto contaminarían nuestro hogar con humo y escupitajos y mierda.
Mi padre era francés, su pasaporte lo decía. Su familia había sido francesa desde el deceso de Crémieux, desde el tiempo de mi tátara-tátara-abuelo. Mi padre había estudiado medicina en la facultad de Bordeaux, que incuestionablemente está en Francia.
Pero Francia era ahora nuestra enemiga. Agentes secretos franceses —algunos de ellos colaboradores criminales que trabajaron para la Gestapo— trataron de deshacerse de nosotros con fuego de francotiradores. Nos aventaron granadas. Nos dispararon con pistolas automáticas. Soldados franceses manejaron automóviles blindados hacia nosotros. Fuimos sitiados por la policía francesa. Fuimos presos de los jueces franceses. El estado francés había hecho una alianza con nuestro enemigo, con los terroristas que eran su enemigo unos meses atrás. Su ejército estaba lado a lado con los asesinos árabes que ahora eran llamados peleadores libertarios. Atacaron a su ciudadanía. Se mantuvieron despiadadamente pasivos mientras éramos presa de la psicopatía de la independencia.
El Estado, un traidor en sí mismo, pactó tregua con sus habituales oponentes, los mojigatos traidores parisinos del imperio marxista, los bolseros como Pouillon, los quintacolumnistas de corazón grande, los que financiaron el terrorismo, los impensables pensadores que vitorearon al fln desde las gradas de su torre de marfil, los paisanos viajeros en el Boul’Mich que llenaron sus preciados diarios y reseñas de calumnias sobre nosotros. Esos petulantes monstruos con sus complacientes manifiestos no tenían idea de nuestra vida salvo por la desinformación con que se retroalimentaban. Se mentían entre ellos. Clamaban que éramos fascistas.
¿Qué sabían ellos de nuestra historia? ¿Qué sabían de nuestro silencioso sufrimiento? ¿Por qué nos odiaban tanto?
Éramos franceses. Eso es lo que creíamos, inocentemente.
Estaba por darme cuenta de que cuando los franceses no tienen a nadie más a quién oponerse, se ponen en contra de ellos mismos. Fue una lección aprendida rápidamente. Francia era una nación que se estaba mutilando a sí misma. Estaba masticándose una costilla considerada gangrenosa pero que los perseguiría. La amputación es eternamente revisitada por la pierna que hace mucho tiempo fue tirada al incinerador del hospital y convertida en fertilizante agrícola.
Recuerdo una carta de Jani, la recuerdo por muchas razones:
Estaba fechada «La fiesta de San Blas, 1962»; la firmó él mismo como Massimiljanu Brockdorff, me nombró Yonatan. Él nunca me llamó así. Nunca. Siempre fui Yoni. Ahora nos habíamos convertido en Massimiljanu y Yonatan. Éramos diferentes ahora. Hasta su letra era diferente. Apurada, abrupta, manchada. En ese entonces estaba en Lyon. Lo confirmo todo con su propia experiencia. Todos lo escuchamos. Los pied noirs eran parias por allá. Los trataban con desprecio.
Los repatriés eran repliés. Nunca íbamos a ser realmente repatriés. Éramos expatriés. Así es como el Gran Zohra, el general Charles-Judas de Gaulle, nos veía. Es como Joxe nos veía. Joxe aseguraba que estábamos trayendo el fascismo a Francia. Pero él no sabía que algunos de nosotros éramos judíos. Nosotros los judíos estábamos siempre a la mano, siempre estamos, al ser judíos, al ser expulsados y golpeados y purgados de la faz de la tierra. ¿Qué fue lo que dijo el padre de Sal Missica? «La profesión más vieja es ser chivo expiatorio».
El gobierno se burló de nosotros, nos llamó veraneantes. Sí, la gente que no cuenta, que lo ha perdido todo, ¡se va de vacaciones! De hecho éramos el desplazamiento más grande de gente en cualquier lado del mundo desde la Segunda Guerra Mundial. Y nos íbamos de vacaciones. Zohra, el Judas, quería que nos fuéramos a vivir a otro lado. Hasta donde a su gobierno le concernía, no éramos franceses. Aunque viviéramos en la metrópoli. La carta de Jani decía que su madre estaba a punto de suicidarse. Los que trabajan en el muelle de Marsella se robaron su maletín con todas sus fotos. Dos doctores se rehusaron a tratarla por una infección. Fue diagnosticada como pleuresía. Los cinco estaban compartiendo dos cuartos. ¡Cuando piensas en su casa de la rue Michel de Montaigne! A un lado de mansiones a la altura de El Biar podía no parecer mucho. Pero era un buen hogar. Aunque ahora él tuviera que acostarse junto a su padre. Anna y Pietra con su madre.
Él decía que su piso apestaba porque la vieja pareja de abajo cocinaba asquerosos guisados. Eran gordos, eran tan blancos como grasa de cerdo. Me decían que el chorizo era merguez. Aquella pareja con trabajos podría leer o escribir. Pero aun así trataban a Jani como si fuera mierda. Le decían que los inquilinos anteriores eran buenas personas, gente francesa de verdad, franchouillard. Dijo algo como: «Si somos tan asquerosamente ricos como estos babosos, nuestros llamados compatriotas, si es que eso somos, ¿por qué vivimos en una pocilga? Si hubiéramos sido asquerosos terratenientes millonarios y tratantes de esclavos que hacen sudar a los árabes en sus albornoces y sus cigarros masticados, manejando su grandes carros racistas, entonces Judas hubiera pensado dos veces acerca de abandonarnos».
Éramos poca gente. Éramos insignificantes. Éramos nada. No contábamos. No teníamos voz. No teníamos poder sobre nuestro destino. O eso pensaban los bastardos traidores. Deberíamos llevar la pelea a tierra firme.
Hay una razón más a fondo de por qué recuerdo esa carta. Jani había conocido a Marcel Calafato y a Luc Jerome. Estaban pensando acerca de «hacer algo». Pensando acerca de eso.
Yo, yo ya hice algo.
Antes de huir había trabajo que hacer. Había tareas específicas que llevar a cabo. Había que crear un legado. Casi tenía dieciséis años de edad.
Parc Galland —le habían cambiado el nombre, por supuesto que se iban a cambiar los nombres—, Parc de la Liberté ! El polvoriento jardín público sobre la rue Michelet —también renombrada y ahora llamada Didouche Mourad, como uno de sus pinches santificados asesinos. Todo mundo sabía acerca de aquel parque. Una casa de asignación sin techado, que anteriormente nunca había deseado visitar. Ahora lo necesitaba. En la tarde noche. Me senté en una banca de piedra bajo torcidos árboles dragón, arganes y aviones. El duro y fracturado suelo estaba plagado de semillas curtidas y agujereada corteza en pedazos. Veinte minutos. Había ocasionales pasos e indeterminadas figuras en la terraza de arriba. Me pregunté si ahí era donde debía estar. ¿Era ésta la parte correcta de los jardines? La anticipación era un estímulo. Mi cuerpo estaba tenso de la emoción. Otros veinte minutos. Había un aliento en las agarrotadas hojas. Una sombra proyectada sobre la escarpada pared, virando y torciéndose sobre la balaustrada de la terraza. Había ráfagas de esencia a parque de diversiones. Maderas de Oriente, quizá, dulce humo de kif, humo asesino. Una prostituta árabe se paró enfrente de mí. En esos días solía creer que todas eran prostitutas, las mujeres árabes. Si se veían lo suficientemente bien. Las demás eran prostitutas frustradas, tapadas con un velo para ocultar sus horribles rostros. Le mostré un fajo de billetes y luego se lo retiré. Se posó frente a mí para levantarse la falda y revelarme un profundo bosque de brillante pelo en medio de lo que era un perceptible amanecer rojizo. Lo talló con fuerza. Era una líquida y colorida versión de los monocromáticos estudios de la vergüenza venérea que habitaban en la librería de mi padre. Se acercó a mí y puso su mano en la parte de mis pantalones que cubrían a M’sieu Zob. Noté, para mi atolondramiento, que estaba erecto. Ella expulsó humo hacia mí, me mostró una quijada completa de dientes verdiazules chapados con oro. Me preguntó qué quería. La guié al suelo frente a mí. Se arrodilló, empujó su lengua fuera de su repugnante boca. Fue rápida con mi cremallera. Mi preocupación era llenar de sangre y tejido mis pantalones azul hielo, en la punta de mis pies cincelados. Ésa era la última cosa que quería. Casi la última: más que nada quería que ninguna parte de ella penetrara mis ropas y tocara mi piel.
La pistola estaba dentro del bolsillo de mi chaqueta de piel cobalto. Una Beretta m951 que, cuando me fue entregada, Bébé la llamó «uno de nuestros pequeños amigos egipcios».
Le disparé atravesando su cabeza como me fue instruido. Diagonalmente: entrando por el ojo izquierdo, saliendo detrás de la oreja derecha. Un pulcro y limpio disparo. Una selectiva tarea expertamente ejecutada. Parecía sorprendida. La última cosa que hizo fue implorarme que deshiciera lo que acababa de suceder. Demasiado tarde. Yooyooyoo. Una urgente sensación cálida emergió desde el fondo de mi ser.
Aún silenciado, mi reporte era maravillosamente ruidoso. Tal vez mi miedo lo acentuaba. No, era ruidoso.
El supresor no era digno de su nombre. Aunque, si alguien escuchó, no hubo reacción alguna. Tal era la frecuencia de los disparos en la ciudad.
Me di cuenta de que había eyaculado.
De cierta manera era muy interesante verla pasar de la vida a la muerte. Una experiencia que aprender, sin duda. El semen caliente se escurrió placenteramente hacia abajo por mi muslo izquierdo. Sangre árabe nutriendo suelo árabe, el suelo que habían proclamado para uso exclusivo. No diría que me sentí eufórico. Satisfecho, sí. Me subí la cremallera y pisoteé su cigarrillo de droga con mi pie. Revisé rigurosamente que no quedara ninguna vergonzosa mancha húmeda de viejo.
Una ocasión especial se merece lo mejor. Ennio Conti estaba abierto. Celebré la pérdida de mi virginidad con un sorbete de lima.
Traducción del inglés de Alberto Chimal e Ian Colín