Yo no quería morirme [Fragmentos de un diario]

José Ovejero

Madrid, 1958. Su libro más reciente es Vibración (Galaxia Gutenberg, 2024).

30 DE NOVIEMBRE DE 2023 – FEBRERO DE 2024

«Ahora que estoy muerta, me he dado tiempo para pensar…». Leo esta cita de Pedro Páramo en una novela de Irene Solà. Y yo respondo para mis adentros: ahora que estoy vivo, me quiero dar tiempo para pensar.

Estoy en un vagón de tren, entre Málaga y Madrid, aunque da un poco igual el trayecto para la experiencia de estar sentado en este asiento, en este vagón, en este tren, que podría ser cualquier otro y dirigirse a cualquier otra ciudad, en cualquier otro país. No-lugar; el concepto de Marc Augé se aplica por supuesto al espacio en el que me encuentro. Un espacio que no aporta experiencia ni relaciones, que, por tanto, no construye pasado —recuerdos— ni futuro —posibilidades—.

Me acuerdo de cuando los trenes eran diferentes. No es que piense en vagones de madera, en el olor del diésel, en bultos y fardos donde hoy hay maletas de ruedas. Lo que recuerdo son viajes atravesando países, incluso continentes, por supuesto con algún destino o propósito, pero sobre todo por el placer de atravesarlos, montado en un tren, en aquellos compartimentos hoy casi desaparecidos —y cuando los hay, ocupados sobre todo por familias con niños— en los que cabían seis personas, tres frente a tres, que daban lugar a conversaciones, encuentros, desvíos, amistades, amores (la película Antes de que amanezca juega con esa referencia pero ya en trenes que están cambiando: la mirada, el deseo, la emoción). Se compartían espacio y olores, alimentos y bebida, complicidades; se establecía la extraña intimidad de observar al otro dormido. No cruzabas el mundo: convivías en él. ¿Se escribirán hoy muchos poemas no ya en trenes, sino sobre esos momentos en los trenes?

Cuando era muy joven escribí de uno de aquellos encuentros: en un trayecto a Hamburgo —yo viajaba con Interrail y elegía trayectos muy largos para dormir en el tren y ahorrarme el precio del albergue— conocí a una alemana tan joven como yo; digamos que rondando los veinte años. Me atrajo, como me atraía cualquier mujer extranjera; yo me dejaba seducir por cualquier mujer rubia y fresca porque era donde pensaba que podría colmar mis carencias: el amor y lo ajeno. Hablamos, reímos, me dio su teléfono. Ahora que me acuerdo, el tren no iba a Hamburgo; ella iba a Hamburgo, yo a Colonia. Días más tarde tomé un tren a su ciudad para volver a verla. La llamé (yo apenas hablaba otro idioma que el español, ni siquiera recuerdo cómo nos entendimos ella y yo), se puso su padre; su hija no estaba en casa, pero que llamase más tarde. No le daré suspense a la situación: perdí el papel en el que tenía anotado su número. Deambulé por Hamburgo varios días pensando que en algún momento podría encontrármela por la calle. Como es lógico, y como aquello no era una película, no la vi nunca más. Sobre esto escribí el poema (supongo que también en un papel hoy perdido).

No echo de menos aquella manera de viajar, que apenas podemos reproducir en trenes europeos; no siento nostalgia. Tan sólo constato en este tren que casi nadie mira por la ventanilla. Lo que me inquieta es quizá eso. Que hemos dejado —yo también— de mirar por la ventanilla, sustituida por diversas pantallas. Y las pantallas abren posibilidades, pero también hacen que todo viaje sea el mismo viaje, que este tren pudiera ser cualquier otro tren. Y en estos viajes el otro no existe, salvo como molestia. Llevamos auriculares precisamente para que el otro deje de molestarnos, reducirlo a un murmullo, a una presencia desvanecida. Nuestra curiosidad se sacia tecleando palabras, no intercambiándolas.

Yo no quería morirme, yo nací —así lo he sentido— para seguir aquí indefinidamente. Pero he visto Nosferatu, he leído Drácula. Lo que no crece hacia la muerte se estanca y se pudre. Se suele pensar en el deterioro producido por el paso del tiempo, pero no en lo que supone quedar disecado o momificado en la atemporalidad.

Así que lo acepto. Sea: moriré si no hay más remedio. Pero quisiera evitar, al menos, la inhumación prematura, en un sentido más metafórico que en el cuento de Poe: no estar vivo mientras lo estoy. No tener esos momentos para pensar, para respirar, detenerme, sentir quién soy y quiénes son los que me rodean; volverme consciente de este raro privilegio del placer y el deseo, de la conciencia y el dolor. Está claro: «entre el dolor y la nada…».

Y como mi manera de pensar es escribir, abrazo la paradoja de abrir esta pantalla en el tren, no todo el tiempo, no el trayecto entero, para detenerme sobre lo que me inquieta y despierta mi curiosidad. Después cerraré el ordenador y miraré por la ventanilla, porque el paisaje que puedo ver no es cualquier paisaje, sino precisamente ese, imposible de encontrar en ningún otro sitio (la terrible belleza, por ejemplo, de una sucesión de edificios sin marcos ni cristales de ventanas, deshabitados, o quizá nunca habitados). El mundo es diverso sólo si abres los ojos.

Podría pensarse que escribir es justo lo contrario de vivir y por tanto que para estar intensamente vivo debería dejar la escritura. Qué aborrecibles me parecen esos escritores que dicen que escriben —o leen— porque no les gusta el mundo y prefieren la literatura a la vida, la biblioteca a la plaza. Qué aborrecible Pessoa: «La literatura es la forma más agradable de ignorar la vida». Qué insuficiente Faulkner: «la literatura es una manera de soportar la vida». Cuando escribes (y en menor medida cuando lees) todo sale de ti y todo entra en ti de vuelta. Es lo más parecido a la eternidad que podemos tener. Una eternidad de tiempo limitado (valga el oxímoron) pero que se multiplica y ramifica, se extiende como una red, se anuda y enlaza, acumula en un mismo lugar experiencias de numerosas vidas. Un agujero negro que no deja escapar nada de su campo gravitatorio. Atrae partículas, energía, concentra en sí mismo lo que lo rodea. Cada vez más denso. Hasta implosionar.

La simultaneidad de todas las cosas es otra forma de eternidad. Ninguna de las dos están a nuestro alcance. Pero la escritura fija sin disecar, ahonda sin ausentarse, la literatura es como el capitalismo: puede fagocitarlo todo, metabolizarlo todo. El capitalismo, para regurgitarlo como mercancía. La literatura, como experiencia.

Si lo dejamos así, las diferencias y los parecidos son claros. Pero la palabra literatura es aún más opaca que la palabra capitalismo. Entre la creación y la venta del libro hay procesos en los que la literatura se vuelve mercancía y parte del capitalismo. El término industrias culturales, utilizado tanto por la derecha como por la izquierda socialdemócrata, muestra la comprensión de esos procesos, y ha hecho que la palabra industria adquiera más peso que la palabra cultura y que se acabe justificando la creación porque contribuye al PIB, lo mismo que la escuela se ha convertido, en los discursos oficiales, en factorías de capacitación para el mercado laboral.

Y yo, ¿dónde estoy? En ambas, claro. Durante los momentos de creación fagocito el mundo y lo transformo en experiencia y, ya antes de la promoción, contribuyo a transformar esa experiencia en mercancía: mientras pienso en la cubierta, mientras ayudo a redactar las frases de la contra, mientras discuto con la responsable de comunicación de la editorial dónde presentar el libro y con quién, a qué periodistas enviarlo, cómo venderlo, con qué percha. (Esta palabra, percha, siempre me ha irritado porque alude al tema que, en la novela, podría atraer a la prensa: si salen inmigrantes en ella, el tema de la inmigración; si un hombre maltrata a la mujer, el del maltrato. La literatura, la creación literaria, está ya ahí reducida a su contenido, mensaje o idea y prescinde de todos los demás elementos que la componen).

Me doy cuenta de que aún estoy simplificando: porque separo tajantemente el momento de la creación del de la comercialización, como si la segunda no pudiese influir en la primera. ¿Elegimos los temas por su valor de actualidad? ¿Nos influye la posible recepción en la confección?

Hace muchos años, el escritor Senel Paz —en aquellos momentos famoso por haber escrito El lobo, el bosque y el hombre nuevo, adaptado al cine como Fresa y chocolate—, me dijo que los cubanos habían descubierto el valor económico de la simpatía. Los cubanos, en general, eran un pueblo simpático, y se habían dado cuenta de que dicho atributo les permitía establecer relaciones con extranjeros y, a través de esas relaciones, obtener beneficios: cigarrillos de importación, revistas, libros, ayuda económica, apoyo para salir del país.

También los escritores hemos descubierto el valor económico de la simpatía: nos interrelacionamos en redes sociales con más amabilidad y atención de la que mostraríamos si no tuviésemos un producto que vender; elegimos temas que sabemos encontrarán un público receptivo; tratamos dichos temas de forma que encontremos la empatía de quien nos lee y les hacemos sentir que reflejamos sus opiniones y emociones. De estos pecados contra la creación artística, creo ser sólo culpable del primero. ¿Es un pecado venial, ya que sólo supone hacer concesiones que afectan al carácter y no a la obra?

Por supuesto, el negativo de estas técnicas de marketing es el del autor que en redes, artículos y libros prospera sobre la rabia de desengañados, envidiosos y rencorosos. Puede parecer que por su carácter agresivo y sus formas insultantes se olvidan de la opinión pública y no la utilizan en su favor, que son seres independientes y libres, pero no es así; tan sólo prosperan en un nicho diferente: no son ya malditos, sino contestatarios de diseño; los malditos ponen en peligro la propia vida y de ese peligro extraen su arte; los malotes de hoy tan sólo hacen caja con la pose de individuo enfrentado a la sociedad (en el fondo un resabio liberal que tuvo su sentido en el contexto de las monarquías burguesas pero que se ha vuelto reaccionario) .

César Aira ha dicho en algún momento que la literatura al menos tiene la decencia de no pretender decir la verdad. Creo que «decir la verdad» no es la expresión adecuada o que puede dar lugar a malentendidos; pero sí he pensado siempre que la literatura busca la verdad, aun sabiendo que no se puede alcanzar. Sin embargo, la literatura también puede ocultarla, emborronarla, dejar de ser arte para ser puro artificio (una cosa es el simulacro y otra la impostura).

Anoche, yo ya estaba tumbado en la cama, Edurne se sienta a mi lado. Me mira con una expresión que me parece triste. No, te estaba mirando con cariño, me dice cuando le pregunto. El amor a veces se parece a la tristeza, respondo sin pensarlo.

Luego me pregunto por qué he dicho eso y llego a la conclusión de que hay algo de verdad en mi afirmación. Claro que en el amor hay alegría, entusiasmo, pasión, excitación… Pero a veces, cuando miro a Edurne enamorado, encuentro un pasadizo hacia una tristeza profunda. En Edurne, cuando la contemplo, no sólo veo a la mujer que tengo delante: veo también a la niña que fue y a la anciana que será. Y aunque me conmueva, también percibo la fragilidad, la fugacidad. Yo no quería morirme pero, sobre todo, no quisiera que Edurne muera. Me parece demasiado valiosa, demasiado preciosa para desaparecer, para que toda esa belleza, toda esa bondad, todo ese carácter y toda esa inteligencia se desvanezcan. Así que sí, a veces la miro, enamorado, y el amor genera ecos de tristeza, incluso de angustia.

Compás de espera: el jueves de la semana que viene me operan del corazón. «Operar del corazón» suscita enseguida imágenes de un tórax abierto,  un cirujano hurgando en tus entrañas, un corazón latiendo a la vista. Pero en realidad me van a introducir un catéter por una vena en la ingle. Apenas habrá sangre. Todo el proceso se podrá seguir a través de una pantalla que mostrará el catéter avanzando por las arterias.

Sin embargo, la operación programada encierra estos días en un paréntesis. Las cosas que hago las hago mientras tanto.

En el TAC que me hicieron la semana pasada se descubre que, en lugar de cuatro, tengo tres venas que desembocan en el corazón, una de ellas dividida en dos. No tengo la menor idea de la importancia ni de las consecuencias de esta anomalía. Espero que no impida mi operación. Pero, sobre todo, me hace pensar en la cantidad increíble de información que se encuentra en el óvulo fecundado. Es una obviedad, pero excede nuestra capacidad de imaginación saber que ya está allí previsto cada detalle de nuestra anatomía; sólo que en algunos casos hay un error de diseño que puede hacer inviable la vida; o que provoca una adaptación como la que llevo incorporada: sólo tres venas pero cuatro terminaciones.

Leyendo un libro con varios ensayos de W. Benjamin establezco una asociación de ideas: en la religión capitalista, que promete el reino del progreso indefinido y del bienestar creciente, una especie de cielo a plazos que nunca acaba de culminar, la culpa cristiana se ha transformado en deuda; al mismo tiempo, en la democracia parlamentaria, que da forma política a las necesidades del capitalismo, la deuda se vuelve a transformar en culpa. Puedes ir a la cárcel por deudas, te pueden despojar de tus bienes, alejarte de la sociedad, enviarte al desierto.

Es frecuente que no acabes de pensar lo que lees. Llegan los chispazos de inteligencia, por ejemplo de Benjamin, y no te detienes a ver el conjunto. Los chispazos se apagan, dejan en la retina el recuerdo de la luz pero ya no puedes seguir mirándolos, han desaparecido. Y los olvidarás enseguida. Estoy leyendo a Benjamin y ya soy consciente de todo lo que desaparecerá del recuerdo. Cuando cierre el libro y me pregunte: ¿qué has aprendido?, la cosecha será magra.

Qué interesante que Benjamin relacione el ascenso del fascismo con la fe en el progreso de socialdemócratas y fascistas. «En Los ángeles feroces escribí: Si alguien te habla del futuro, rómpele los dientes».

De la intro: «Si los oprimidos pierden la memoria de las opresiones y los sufrimientos pasados, entonces ya nada tienen que oponer a la catástrofe que los arrasa». ¿No es ese el valor que podría tener Vibración? Quiero creer que sí; no se trata tanto de dar sentido a la historia ni de señalar un camino —falso— de progreso, sino de recuperar los ecos, recoger los retales, amontonarlos, y señalar que, de alguna manera, siguen presentes, no se han incinerado, no son humo. Y, hablando de Humo, qué benjaminiano soy de una manera inconsciente: toda mi pelea para que Humo no se lea como novela postapocalíptica sino como novela del presente, como una captación de señales ya perceptibles: la catástrofe, una vez más, no está en el futuro, sino dándose en este instante; y para eso es necesario el freno de emergencia.

26 DE JULIO

Mientras escribo, suenan truenos no muy lejos. Aunque me gustan las tormentas, aquí las recibo con aprensión. Este es nuestro quinto verano viviendo en el pueblo y ya he visto dos incendios desde la ventana del dormitorio y tenido que avisar a la Guardia Civil —aparte de haber visto también el humo de un tercer incendio en la lejanía—.

27 DE JULIO

Como temía: incendio tras la tormenta de ayer tarde. No llegamos a ver las llamas pero sí la humareda, a pocos kilómetros en línea recta desde nuestra casa. 

Con ayuda de Esteban —y también con la de sus yeguas— hemos segado la hierba y los matojos hasta la linde del bosque. No sé cuánto ayudará eso en un incendio de grandes proporciones, pero tampoco podemos hacer mucho más.

28 DE JULIO

Sobre el amor a la literatura: Etty Hillesum, cuando está a la espera de recibir la notificación de deportación a un «campo de trabajo», como lo llama ella aún, se dice que ojalá consiga antes terminar el volumen con las cartas de Rilke. Y más adelante se pregunta si es buena idea dejar en casa comida que podría llevar para el viaje y ocupar su espacio con libros.

2 DE AGOSTO

Suelo defender la literatura no como forma de escapar de un mundo que no nos satisface sino como una forma de entrar en él más profundamente. Pero tengo que admitir que la escritura también me saca del mundo. Llevamos días tan inmersos en la novela que apenas me queda tiempo para pensar en algo que no tenga que ver con la vida de Molinier, etc. No me paro a mirar lo que me rodea ni a escuchar mi interior. Pienso, construyo, imagino —con Edurne— ese pequeño mundo que estamos (re)creando.

Por supuesto esta es una impresión poco precisa. Entre medias, hay segundos, quizá minutos, en que todo lo que no es novela destellea, se anuncia. De pronto una preocupación se abre paso, también a veces un malestar. Fugazmente. Mi cabeza vuelve a la novela. ¿Es esta la vida que deseo, tan desencarnada y ausente?

3 DE AGOSTO

Cada vez me inquieta más esta tendencia tan marcada —que siempre ha existido, pero ahora me parece omnipresente— a considerar valiosa cualquier obra de arte que confirme nuestras ideas y nuestras emociones.

Vuelve a imponerse la exigencia de que el arte sea edificante.

9 DE AGOSTO

Hoy voy a enviar unos fragmentos del diario a Luvina. Es la primera vez que publico parte de estos escritos más pensados para mí que para los demás. Al tratarse de ideas en formación, de pensamientos no del todo desarrollados, ignoro si pueden tener algún interés para alguien que no sea yo.

La ficción literaria, en general, es creación, indagación y comunicación. En este caso no se trata de literatura. La creación es escasa, no ya porque lo que cuento se atiene a lo sucedido sino porque no hago tampoco un esfuerzo por encontrar una expresividad, un estilo particulares; y no está pensado para ser comunicado, salvo a mí mismo, con lo que la legibilidad exigible a cualquier texto publicado no se impone aquí con el mismo rigor. Queda la indagación, que podemos llamar también reflexión. Basta, no le doy más vueltas. No justifico, no explico, porque entonces cambia el sentido del diario. Los demás no existen y es un alivio que a veces sea así.

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