Yo mismo y la generación del cornezuelo

Antonio Gamoneda

Oviedo, Asturias, 1931. Su libro más reciente es La prisión transparente, el último de una veintena de títulos reunidos en Esta luz I y II (Galaxia Gutenberg, 2004 y 2019, respectivamente).

Subí la loma. 

Abrí la tierra y no me reconoció. Sólo hallé líquenes y yerbas
desconocidas.

Quise ver a los vencejos amarse en el aire pero los pájaros no existían.

Bajé a los sotos para advertir el temblor de los álamos y me extravié
cortando estambres y escuchando sollozos.
Bajé también a las sernas:

busqué a los hombres afilando el dalle, pero en el centeno sólo había
luz, únicamente
el cornezuelo crujía.

Los páramos se agotaban en carrizos y sombras; los robles apenas
retenían rocío para las víboras; y las moras se desprendían rojas de las
zarzas.

Nadie preguntaba por sí mismo; no había reconocimiento ni amistad;
la costumbre

era el mundo vacío.

Pensé en la muerte.

No, no fue así. Pensé en los ancianos viendo avanzar la muerte, sólo la
muerte, sobre el campo amarillo.
No pensé nada más.

Esta es parte de mi historia, lo demás no ha sucedido.


Pero, ¿tuve yo un sueño?

Unos eligen vivir y otros soñar. Yo no elegí nada pero, fuese lo que
fuese,
sucedió en mí.


Las alondras aullaban y las yeguas volvían. Sus uñas levantaban pe-
queños relámpagos de las sendas trazadas entre amapolas.

Pero nadie arrendaba a las yeguas ni atendía a las alondras: no deseábamos
frutos.

Desconocíamos la música y habíamos olvidado el rostro de nuestros
amigos. Tampoco sabíamos que las lágrimas tenían un significado;
confundíamos las de los hombres escondidos y las más ávidas de sus
hermanas parturientas.

El grito de las alondras era alto y conciso, cada día más alto y conciso,
como si anunciase un manantial o como si la sed
habitase los campanarios.

Algunos camaradas preguntaban por el agua, nadie les contestaba y no
volvían a preguntar. Otros escribían cartas ilegibles o viajaban a países
inexistentes.

Sólo los que nos perseguíamos a nosotros mismos contestábamos con un
gesto que no significaba nada o con otra pregunta que nadie podía contestar.

Todas las preguntas eran impertinentes; preguntar o no preguntar carecía
de sentido. Nadie sabía nada de la dicha ni de la infelicidad. Se conocía el
hastío pero nunca se hablaba del hastío.

Un día nos sentamos a jugar.

Nadie piense en vicios fascinantes: nos sentamos estúpidamente a jugar estúpidamente; jugábamos al renuncio, al monte, al dieciséis, al
nunca.

Y perdíamos indiferentes. No conocíamos la usura

ni la generosidad.

Estando en renuncio, se produjo algo semejante a una dulzura espantosa:

alguien se había suicidado.

La dulzura era como una carne muy blanda y dulce; triste también, de algu-
na manera. Su semejanza más cierta era la de una carne digerida.

Pero todo esto era un delirio, pudo no ser así.

Fuera como fuese,

dejamos el cadáver a la intemperie y cada uno se fue a su casa

a pensar los insectos.

Al día siguiente nos pusimos de acuerdo en olvidar al suicida, pero la
dulzura se quedó con nosotros; rezumaba en los alimentos, en los objetos
sudados y en el cuerpo de las mujeres.

Fue una mujer quien nos entregó la nota encontrada en la ropa del suicida:

«Lo he hecho para que sufráis».

Desde entonces,

sólo unos pocos abrían su puerta y pedían agua o mostraban una enfer-
medad. Hubo uno que abrió la puerta, no dijo nada y se alejó lentamente.

Iba a suicidarse.

Pasó tiempo.

Nos reunimos para dialogar, pero únicamente hablamos de insectos.
Reflexionamos. Nos reunimos otra vez y gritamos hasta el amanecer

pero nadie comprendió a nadie

Una mañana, alguien vino a decir que estaba lloviendo en las hectáreas.
Durante varios meses, calculamos el valor de las legumbres que no ha-
bíamos sembrado; lo calculábamos con precisión. Había noches que el
espesor de la tormenta, su mordiente azufre, cegaba a nuestros párpados.
Nosotros seguíamos calculando hasta el amanecer, no podíamos equi-
vocarnos.

Algunos comenzaron a sospechar de las multiplicaciones.

Esto fue un año en el que no se dieron las condiciones objetivas. El cóm-
puto de las legumbres se aplazó y los camaradas comenzaron a desaparecer.

Nada más sé de mi sueño; no sé si he despertado.


Llevo once días sin salir de casa,

he abierto los cuarterones y he visto las calles vacías.

Es el miedo.

El miedo a la mínima bestia concebida mediante laboratorios o murciélagos,
unos y otros necesariamente asiáticos.

He cerrado los cuarterones.

He abierto una caja de cuero y he contado distraído fracasos y medallas.
Después,
he mirado las lilas del patio.

El hielo puede quemarlas esta misma noche, no sé si volveré a verlas.

Tengo frío.

Pablo ha muerto hace unos días. O unos meses. No lo sé bien, no lo
recuerdo.

Se ha posado una mosca en mi mano derecha.

Recorre venas, las azules, más gruesas, algo libará. Este año las moscas se
han adelantado,
aún no es abril.

No sé qué hice ayer.

Sí, ya recuerdo, palabras, hice palabras. Parecen ciertas pero no tienen sig-
nificado.
Nada tiene significado.

Yo tampoco tengo nada que recordar.

Ni que olvidar.

Pero,

¿quién estará ahora allí arriba, en la loma, arrancando líquenes y yerbas des-
conocidas, pensándose a sí mismo?

¿De qué hablo? No sé, no me concierne.
Comparte este texto: