Cuando, allá en los nada lustrosos años noventa —ni hablar: soy un hijo poco luminoso del siglo xx—, me dedicaba con poca pericia al robo de agujetas en las atiborradas plazas comerciales de la ciudad, no imaginé nunca, ladrón de bajos vuelos como era, que la dulce gloria no se atesora en los objetos, sino en las ideas. No diré que fue la pobreza la que me lanzó al delito. Tampoco el hambre. No. Yo no era, ni soy ahora, de esos que justifican su vida facinerosa aludiendo a las ruinas de un pasado lleno de suciedad, parentelas dipsómanas y violentas o simples malas compañías.
Me gustaba robar: así de simple. A los siete años de edad comencé sustrayendo algunas de las decenas de golosinas que, religiosamente, mi hermana compraba todos los fines de semana: un botín pequeño, una ausencia diminuta que las pocas conexiones neuronales de la hija de mis padres jamás conseguirían descifrar. Luego me enamoré de las monedas y diezmaba, con sonrisa angelical y bolsillos holgados y tintineantes, el cambio de mi madre cuando la muy ciega me enviaba a cumplir encargos domésticos al centro comercial.
Mi padre, hombre de largas miras (en sentido figurado, porque en cuanto a visión era tan ciego como un topo en domingo o como mi madre de jueves a miércoles), apto para los negocios como pocos, entendió pronto que las aficiones del rufián en que se había convertido su primogénito no sólo podían, sino debían encauzarse hacia derroteros menos perjudiciales para la familia: por aquellos días, mi querido progenitor había perdido sus lentes bifocales y, en el lapso de una semana, acumuló dos esguinces en la tibia derecha (colisión repetida en la mesita de té), sífilis (confundió a una prostituta del barrio con su esposa y la casa de citas con nuestro hogar) y traumatismo craneal severo (el pretexto de la confusión no satisfizo a la mujer que me trajo al mundo, quien ejercitó su puntería lanzándole, con tino excelente, una lata de habichuelas).
Decía: el pobre hombre supo, en la primavera de mi cleptomanía, que los talentos de su hijo requerían ser corregidos, torcidos, desviados y trastocados para el bien de la comunidad. Sin consultarme (equivocación que, con mayor o menor justicia, se pueden atribuir todos aquellos que engendran niños), decidió enviarme a la Academia de Policía. Así que, entre otras cosas, le robé las ilusiones a mi padre. La escuela policiaca sirvió poco para sus aspiraciones y mucho para las mías. De los hombres de azul aprendí dos cosas: son perezosos y basta un poco de temple para escapar de sus sospechas y, por supuesto, del corto brazo de la ley.
Como toda profesión, la mía se fue sofisticando con el tiempo. De ser un ladrón azaroso —unas mentas por aquí, unos billetes por allá, un saco de terlenka por acullá— pasé a la etapa de sustractor selectivo cuando, merced a la frecuencia en el ejercicio de los arraigados vicios, mi cuenta corriente se puso gorda como chancho en fiesta de graduación. Primero puse el ojo —típico de los villanos de opereta— en la relojería fina: le quité la noción del tiempo a niños y a viejos, a muertos y beodos, a mujeres y enanos. Los objetos ajenos son siempre deliciosos: pulseras, sombreros, ventiladores, galletas, televisores y manos postizas. ¿Automóviles? Los tuve de todos colores y tamaños y, en aquellos momentos en que el aburrimiento me invadía, utilizaba los vehículos ultrajados para rodar encima de niños y viejos, de muertos y beodos, de mujeres y enanos.
Luego toqué fondo. Arrastrándome por el piso de los centros comerciales, entre los tumultos de las compras dominicales, las agujetas de los paseantes no escaparon, ni una sola vez, al ingenio de mi arte. Conseguí miles, quizá millones, con las que construí una gigantesca bola multicolor que, hoy día, sólo sirve para despertar la envidia del gato de mi vecina. Cansado de los cordones para zapatos ingresé al mundo de las librerías cuando, un buen día, y lleno de credulidad, leí de principio a fin un libro de citas en el que algún pretencioso antologador había colocado la frase de un pretencioso literato que, sin más, afirmaba que en este mundo hay tres clases de personas cuyo nivel espiritual, en orden ascendente, puede rastrearse al escuchar sus conversaciones: los hay que hablan de cosas, los que parlotean sobre personas y quienes discuten ideas. De la cosa a la idea me convertí, crédulo, en un ladrón abstracto.
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Para llegar al paraíso de las ideas, de los pensamientos profundos, primero tenía que superar el escollo que representaban los seres humanos. Después de comer pato relleno de pato y beberme tres tequilas rebajados con tequila, opté por ganarme la amistad del encargado de la librería, a quien, unas semanas más tarde, le robé la novia. Así que, luego de regodearme en las abundantes carnes de la muchacha, me declaré listo para ascender a una nueva categoría espiritual en el mundo —-que por entonces se me antojó lleno de misterios— de los plagiarios.
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Un pensamiento es suave al tacto. Flota, como hilacha de algodón, sobre las testas de sus creadores. Una vez que una idea madura, comienza a sobresalir, con mayor o menor intensidad de color, según su banalidad o magnificencia, unos palmos arriba de la cabeza. Las malas ideas son grandes y atraen, por supuesto, a los primerizos. Las buenas, valga la obviedad, son más compactas y, aunque no pierden sus cualidades algodonosas, apenas son visibles para los novatos. El primer pensamiento que robé fue un antojo: lo vi, rojo y brillante, por encima de un cuadrúpedo canijo al que seguí durante dos cuadras. Mientras el can olfateaba el trasero de una pequeña french poodle estiré la mano y lo tomé: el resultado fue más o menos embarazoso, porque entonces me entró un deseo tan grande que pateé a mi primera víctima y, en cuclillas, yo mismo olisqueé el trasero perfumado de la insensata peluda que tenía enfrente.
La práctica, dicen, hace al maestro. La rutina me llevó a pasearme por centros universitarios, de los que regresaba a casa, agobiado por el botín, para escribir tesis interminables acerca de la angulosidad intestinal de los escritores del novecento o la retícula cardiaco-sentimental con la que Hemingway daba caza al pez espada en sus años mozos. Me mezclé en diversos tipos de fiestas: de un baby shower salí con ganas tremendas de matar a un ausente marido, y al final de una reunión, en la Escuela de Letras, de la clase 1972-1976, me fui directo con un proveedor de drogas para luego intentar inscribirme en la Facultad de Derecho.
Y entonces conocí a Miguel.
Miguel era una máquina de crear ideas. La primera vez que lo vi en la calle le hurté el borrador de un best-seller que todavía hoy me reporta generosas regalías. Sus pensamientos eran pequeños y compactos, algunos llenos de color y otros, los más valiosos, apenas perceptibles. Me aprendí sus paseos diarios y, sucesivamente, siempre alargando el brazo para robar su brillantez, escribí un musical de éxito, dos largometrajes de ficción y una ópera que causó conmoción en la biempensantía contemporánea. Con el paso de los años sus sospechas comenzaron a brotar, grises, arriba de su melena rojiza.
En medio de la pelambre de ocurrencias de Miguel pude ver, en repetidas ocasiones, mi propio rostro, a veces desdibujado por el rencor. Cuando por fin me atreví a tomar una de ellas entendí que mi víctima pasaba las noches en vela, atormentado por el éxito de un personaje que cada cierto tiempo cosechaba éxitos con ideas que él había tenido en algún momento, y al que, en últimas fechas, había visto tras de sí en las calles del centro de la ciudad. Debí ser más precavido, pero, ah, la concupiscencia me cegó y no pude negarme el placer de un poco más de esos bellos y redondos pensamientos.
No le reprocho nada a Miguel. Me dio un magnífico regalo. O, mejor dicho, lo hurté. Un buen día, cuando mis vicios me obligaron a tomar de su cabeza, sin permiso, la idea para un videojuego, noté cómo sobresalía, enorme y amarilla, la ira contenida de mi víctima frecuente. Volteó, enajenado por el rencor, y me observó a los ojos con tal intensidad que la hilacha amarillenta que nacía en su nuca comenzó a titilar. Con la rapidez de un buitre y la buena mano de un cirujano le arrebaté el pensamiento y corrí, corrí y corrí hasta el refugio de mi hogar, donde sostuve, lascivo, mi nuevo tesoro.
La imagen era clara y nítida: Miguel, enceguecido por la cólera, golpeaba mis rodillas con la ferocidad de un beisbolista en huelga. ¡Ah, qué delicia! ¡Qué emoción tan descabellada! Desde entonces dejé los robos y apenas sobrevivo para encargar un poco de comida a domicilio. Cuando, furtiva, siento venir la vieja melancolía, abro el cajón del buró y tomo la todavía brillante bola de éter amarillo que me permite salir de mis angustias. La siento palpitar en mis manos, la devuelvo a su lugar, esa caja fuerte en que se ha convertido el mueble de madera, y utilizo cualquier objeto contundente para traumatizar más lo que queda de mis piernas. Y soy feliz, porque me odio con ira ajena más de lo que nadie, nunca, podrá llegar a odiarme.