Yo, la desconocida / Julieta Garcí­a

Estaba sentado tranquilo, leyendo algo. Solo, un vaso de vino tinto sobre la mesa del que tomaba un trago de vez en cuando. Llegué a él por detrás, puse mis manos sobre sus hombros y dije:

      —¡Hola, bombón! ¿Cómo estás? ¡Te extrañé!
      Hacía tiempo que deseaba hacer eso: acercarme a un extraño, a alguien que no conociera pero hubiera elegido desde antes, y tratarlo como si fuéramos íntimos. Lo miré ahí, a solas, en este lugar tan elegante, quieto y enfocado, y supe de inmediato que era el elegido.
      En su cara hubo total asombro, su cuerpo se estremeció. Me di la vuelta y me paré a su lado. Pude verlo mejor así: era más joven que yo y, en un sentido, más bonito. El tipo de hombres que se sienten seguros en su propia piel, guapo sin resultar irritante. Parecía relajado, parecía rico. Podía decirse eso por sus ropas (una camisa blanca que le ceñía a la perfección, pantalones gris oscuro, zapatos anaranjados hechos con gamuza de excelente calidad). Su piel era tersa, con el brillo de la salud y el cuidado. Y podía decirse más sobre su fortuna por su pelo: abundante, rubio oscuro. Sus ojos eran verdes y tenía una barba cuidadosamente recortada, además de un reloj de oro discreto y un celular caro.
      Había entrevisto algo de esto a lo lejos, tras de las puertas de vidrio, mientras estaba parada en la calle. Sola yo también, había deambulado sin rumbo hasta que mis pasos me llevaron a ese sitio, a ese restaurante. En alguna época fue un lugar especial para mí, un sitio para celebrar: mi exesposo y yo solíamos cenar ahí en aniversarios o en ocasiones que nos parecían relevantes. Llevaba un tiempo sin ir y, sin embargo, ahora estaba junto a ese hombre.
      Lo miré a los ojos, sin cambiar mi postura o mi lenguaje corporal. Se sonrojó, sonrió, volvió a sonrojarse y trastabilló para encontrar las palabras. Quiso hablar, no dijo nada, se detuvo…
      —¿Sí, corazón? —dije yo.
      Entonces: entonces se puso en pie y jaló la silla que estaba más cerca de mi cuerpo, invitándome a sentar. Un mesero apareció como por magia.
      —¿La dama quiere algo de beber?
      El desconocido me miró y sonrió, curioso.
      —Una copa de vino, por favor.
      —¿El mismo vino que…?
      —Sí, sí, el mismo. Gracias.
      El mesero se fue. No estábamos muy cerca, pero era una situación cercana. Podía sentir su calor y oler su colonia y algo que probablemente era un champú con notas amaderadas. Eso quería decir que él podía también olerme: las trazas de infelicidad, el rastro de los meses comiendo atún directamente de la lata. Me había bañado ese día y me había peinado y maquillado con esmero. Me había puesto perfume, también. A pesar de todo, supuse que él era capaz, de alguna manera, de percibir lo que estaba tratando de dejar atrás.
      —¿Cómo estás, cariño?
      Su voz era agradable, no tan profunda como pensé que sería. Sus dientes eran blancos, casi prístinos. ¿Qué edad tendría? El mesero reapareció, una copa de vino se sostenía en medio de su charola de servicio. Una servilleta de tela fue a dar a mi regazo y la copa, elegante y alta, frente a mí. Aproveché el momento para mirar el libro sobre la mesa. El título no era visible. Se trataba de un ejemplar viejo, con tapas en piel verdosa, densas. Mi compañero era un lector, una rareza entre los de su tipo.
      —¿Cariño? —volvió a decir.
      Por un momento me perdí en esa palabra, dicha por un hombre, para mí. Pero no quería que repitiera nada.
      —¿Sí?
      —¿Estás bien?
      —Sí, sí, gracias.
      El juego lo entretenía, era obvio. Y a lo mejor también lo asustaba, porque se reclinaba en la silla, su cuerpo echado hacia la salida. Pero en vez de irse me miró con intensidad.
      Levanté mi copa y dije:
      —¡Salud!
      —¡Salud! —contestó.
      El chocar de los cristales fue agradable. Nos miramos a los ojos. Sonreímos y bebimos. El vino era excelente, probablemente un Beaujolais: rubí oscuro, misterioso y, al mismo tiempo, vegetal y vivo.
      —¿Me extrañaste?
      No pude evitar la pregunta. Me había puesto una blusa de seda color marfil, una falda azul pálido, tacones altos, y no llevaba ropa interior. Quería sentirme bien ese día. En cuanto lo vi, la fantasía de aproximarme a alguien como si fuéramos amigos me atravesó en un impulso irresistible.
      —¡Claro que te extrañé! —respondió de inmediato, moviendo su cuerpo hacia mí. —Siempre te extraño cuando no estás cerca. Y ahora ha pasado… ¿cuánto?
      Me atraganté pero pronto recuperé el control y respondí:
      —Digamos que nueve meses.
      —Sí. Tal vez un poco más, ¿cierto?
      —No más de un año.
      —Correcto —dijo, y guardó silencio. Había estado ahí un rato antes que yo, bebiendo pequeños sorbos de su vino. Su copa ahora estaba vacía. Pidió otra y dos vasos de agua. No me preguntó si yo quería.
      Volvimos a chocar las copas, volvimos a decir salud. Bebimos el vino, el agua. Puso su mano en mi antebrazo con familiaridad y, por un segundo, sentí que me pondría a llorar. ¿Cómo me veía? ¿Era aún atractiva?, ¿atractiva para él?

Me había puesto perfume, también. A pesar
      de todo, supuse que él era capaz, de alguna
      manera, de percibir lo que estaba tratando
      de dejar atrás.

 

No hablamos más. Nos miramos y permitimos a nuestros cuerpos hacer el resto. Nos aproximábamos uno al otro cada tanto para olernos y, con eso, imaginarnos lo que había detrás. Después de un rato pidió la cuenta. Pagó tranquilamente, con una sonrisa. Su cartera era de piel delgada y se veía nueva, llena de dinero. Usó su tarjeta de crédito, a pesar de eso.
      Miré hacia fuera —a través de las mesas donde la gente cenaba y platicaba y sonreía y la pasaba bien—, hacia la calle. La noche comenzaba.
      —¿Nos vamos?
      La pregunta era una mera formalidad. En algún punto debíamos dejar ese sitio, por supuesto. De cualquier manera, la frase me sacudió.
      —Sí, sí. Vámonos —dije, tratando de imitar su frescura, sus maneras suaves. Noté mi rigidez: formaba parte de mí, como una peca o un lunar.
      Caminamos lado a lado, con las chaquetas puestas, con la noche y el frío cayéndonos como capas. Se giró, sonriéndome con sus magníficos dientes. Supe que estaba a punto de decir algo. Su cuerpo se me acercó; ya no estaba nervioso ni sorprendido. Inhaló, para hablar…
      —Por favor —le dije—, no me digas tu nombre. No lo digas.
      Sonrió de nueva cuenta, miró hacia la banqueta. Se permitió incluso una pequeña risa, casi una tos o un chasquido. Su cabeza estaba inclinada, sus ojos eran más oscuros en la media luz de la calle.
      —Claro —contestó—. Y supongo que no obtendré el tuyo, ¿es así? Serás una extraña en la noche, como en la canción, ¿cierto?
      —Sí —yo también sonreía.
      —Me voy a ir ahora. Mi chofer está justo en la esquina.
      —Muy bien.
      —Te abrazaré antes de decir adiós, ¿está bien?
      Me abrazó. Su aroma era delicioso, intenso. Me hizo sentir anhelos, un poco de desasosiego… y placer.
      —Buenas noches.
      No se giró para mirarme después de eso. Tan sólo caminó, sin nombre, con un rostro joven que muy pronto sería borrado o transformado por la memoria y el tiempo.
      Caminé en la dirección opuesta y sentí una picazón en el antebrazo, donde su mano había tocado mi piel. Se mantuvo ahí un rato, deleitándome.

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