IX Concurso Literario Luvina Joven
Cindy Gómez Hatch (Zapopan,1997). Estudia la Licenciatura en Escritura Creativa en la Universidad de Guadalajara. Su ensayo ganó en la categoría Luvinaria.
Corro siempre de noche. El esfuerzo para respirar se me va olvidando. Una pareja me roza el costado. Recuerdo con ello cuando leí Cosmopolitan y había anécdotas de corredores. Una mujer narraba cómo, al internarse en el bosque mientras corría con su pareja, se detuvo para amarrarse las agujetas; su intención era otra: hizo que su marido se acercara y comenzó a darle una felación ahí a medio bosque sin importar si alguien veía o no. Sigo trotando, la pareja toma otro rumbo y los veo alejarse. La vida no es tan interesante como las anécdotas de revista.
Mirando un álbum familiar descubrí algunas fotos que no había visto jamás. Un bebé con una cicatriz enorme desde el pecho hasta abajo del ombligo: parece que lo metieron en un mameluco de piel. Resulta que mi madre tuvo un accidente cuando estaba embarazada de uno de mis hermanos mayores. Chocó y parió luego de algunas semanas. Mientras paría, los doctores descubrieron un bebé repulsivo con las tripas de fuera. Fue operado de emergencia. Sobrevivió.
El día es un negativo sin revelar: es incertidumbre. Sin embargo, el sol es nítido y como un augurio repito: el día no está hecho para la aventura. Me dirijo a la escuela, audífonos puestos, escucho música cantada por alguien que ahora está muerto.
Barthes habla del goce y del placer. Un texto de goce entendido como algo para romper paradigmas, logra en el lector un desbalance; por su parte, el de placer endulza, no modifica ni cuestiona, parte del canon y se apega a él. Ama el lenguaje. No lo destruye. Me pregunto qué pensaría Barthes sobre las anécdotas sexuales de Cosmopolitan.
Vamos a pensar de nuevo en la chica, hagámoslo juntos. Pensemos en su cuerpo sudoroso, pensemos en las ganas acumulándose con cada paso, en el atrevimiento y la idea fraguándose por varios kilómetros hasta que vio la oportunidad. Hizo lo que quiso. Se apropió de su cuerpo, del espacio donde habitaba. Pronunció una sola palabra: Acércate. A eso yo le llamo experiencia vital.
El niño del mameluco de piel hoy es un adulto. No sé qué significa eso.
Cuando era niña, mi hermano me habló de anarquía. Dijo: «El Estado vale mierda, la autoridad vale mierda, lo mismo la clase, la sociedad es consumista, no hay espacio para el ocio, para la vida». Yo no entendía nada. Sólo adivinaba en su tono de voz cuán importante para él era todo aquello. La impotencia y el ímpetu se mezclaban en su rostro en el mismo momento.
En la parada del camión hay una pinta. Es una a adentro de un círculo, el símbolo de la anarquía. La primera vez que lo vi fue en el hombro de mi hermano, un tatuaje. Bajo la pinta dice ¡vivan los trabajadores!
La ciudad habla. La gente, sin decir, habla. Leer es también observar cuanto me rodea. La gente se sorprende mucho al sentirse observada. Experimentemos: salgo a la calle, al primer transeúnte que se me cruce le haré un cumplido. Es una mujer. Le digo que se ve muy guapa y el color de su labial le queda hermoso. Se queda callada por un segundo y luego agradece. Continúa su camino, unos metros después gira la cabeza para ver si aún puede verme.
Todo lo que tenga que ver con la lectura importa, y no poco, pero importa más el contacto consigo mismo. Qué habré de encontrar de nuevo en una carrera, en los mismos cinco kilómetros. El mismo trayecto de la misma hora. Hay diferencias en todos los días aunque la rutina nos devora.
Así es la historia de la literatura: un juego entre los visibles y los invisibles. El canon literario se compone de contradicciones, el crítico literario se encarga de hacer entrar las grandes obras al canon. El texto visible entra al canon, invisibilizando aquello ajeno a él. Cuántos grandes textos habremos perdido en ese afán de darle un sentido a todo.
Leer es también reconocer la ironía de la pinta en la parada del camión. Preguntarme si alguien está burlándose de mi ignorancia, reconocerme ignorante.
No puedo hablar de ti sino desde ti. No puedo escribir sobre literatura sino desde ella. ¿También eso es un texto de goce?
Una mujer se pinta las uñas de los pies de rosa chillante, dobla su torso y sin despegar ni un momento su planta del suelo, esmalta. Lo hace comenzando con el dedo pulgar, para terminar en el meñique del pie derecho. El hombre a su lado hace una mueca de disgusto. Quizá el olor del esmalte no le agrada. La mujer repite el procedimiento con el pie izquierdo. Incluso tiene tiempo de volver a aplicar esmalte, se da dos capas. Todo esto ocurre mientras yo la observo desde la otra fila del camión. El trayecto casa-escuela dura una hora: tiempo perfecto para hacerse las uñas de los pies.
Entre más pasa el tiempo, más creo que las palabras que mi hermano pronunciaba como un torrente no estaban erradas. Mi hermano pudo ser una gran obra, pero la sociedad es un tosco crítico literario.
Estoy esperando el giro de tuerca, el esquizofrénico que en sus visiones prefirió la ceguera y se sacó un ojo. Las fotografías del hecho. Un ojo como un tubérculo en el piso. El extrañamiento, el instante donde ocurre la poesía. Mientras tanto, observo. Casi no digo nada.
El sentido común es un privilegio. El sentido común varía de casa en casa. En mi casa no lava platos quien cocina, en otras casas no es así. La madre cocina y lava los platos. Pero mi madre no tuvo tiempo siquiera para enseñarnos eso.
Estoy determinada por mi condición social, por mi físico, mi educación, sin embargo no quiero creer en el determinismo.
Mi madre habla poco sobre su pasado; de no haber encontrado ese álbum, de no haber visto esa foto, yo jamás hubiera sabido por qué el ombligo de mi hermano parece un sol con sólo dos rayos. Ella no me habría contado.
Un muchacho anda en bicicleta. Nos cruzamos en medio de una gran avenida de mi ciudad. Lo sigo con la vista, estoy impresionada. Escribo: ¿Qué soy para usted, muchacho? Para empezar, ¿me vio?, ¿qué lo tenía pensando de aquella forma? Pensaba quizá en el pasado, en alguna banalidad, o como yo, pensaba en el instante. Podría ser que, avanzando más rápido, cayera en una coladera y, al caer, la ciudad acabara con su vida; pero no se preocupe, no sería usted el primero ni el último. ¿Pensaba en sortear la muerte, en librarse? Quizá pensaba en alguien, en su madre, por ejemplo, acomodando la ropa, extendiendo sobre la mesa un mantel blanco, o en los deberes por hacer al llegar a casa. Tiene usted una pena que no puede compartir. Eso sentí cuando miré su rostro, su boca torcida sobre los nudillos, tiene una comisura en la frente propia de los hombres solitarios. ¿Pensó usted en mí, acaso, al bajarse de la bicicleta? ¿Me habrá regalado desde la distancia un segundo más? Quizá, como yo, estará escribiendo, porque no pudo olvidar un rostro, uno de tantos, la hoja verde en la rama seca. ¿Qué le hacía conducir sin poner las manos en el manubrio, muchacho? ¿Realmente pensaba en algo?, ¿o será que la vida lo convirtió en una especie de malabarista y nada más?
A veces, mientras camino en la calle, imagino escenarios de muerte. Dar un paso en falso, caer y ser aplastada por las llantas de un carro. Incluso puedo escuchar mi cabeza tronando, un golpe en hueco, como golpear una sandía. Mi sentido común y una voz maternal me dicen que tenga cuidado; es un hecho, la ciudad nos acecha en la hora pico.
Es momento de salir a correr, otra vez.