El ensayo hace mala obra a la prosa. El ensayo nos está perjudicando. La formadel ensayo mantiene controlado al pensamiento: lo polizontea. Escribo esto y pienso en David Antin. Pienso en sus observaciones sobre los márgenes paginales; la manera en que el libro controla la formade la prosa, inseparable de la estructura de la página, de la máquina del libro. El ensayo lo preinventó Gutenberg.
¿Estoy afirmando que el lenguaje es un flujo que la literatura o, para ser más preciso, el ensayo interrumpe? No lo he decidido. Y que lo sea o no, no depende de mis juicios sumarios (o mucho menos). ¿Quién me he creído?
La respuesta es: ¡un ensayista!
El ensayista es quien decide qué es el mundo. Mayra Luna le llama a eso hacer «psicópolis», inventarse un mundo en la mente; eso es lo que es el demiurgo ensayo.
Por ende, me pregunto qué autocrítica tendría que acometer el ensayo.
Y me respondo (no de inmediato, pero lo hago): el ensayo tendría que preguntarse lo que he preguntado al principio de este vericueto patizambo: ¿el ensayo controla? ¿El ensayo acota? ¿El ensayo acosa?
Son tres y una misma cosa; y por supuesto que el ensayo lo hace, amigo.
Y al decirme amigo, amigo a mí mismo, me recuerdo que el ensayo es una amabilidad montaraz, una montaignada; el ensayo es, ante todo, amistad. Y quizá bajo esta máscara de camaradería ha escondido su instinto policía.
Hitler era ensayista.
Lo que todo ensayista hace es su lucha.
Cuando se desea mostrar aquello en lo que puede convertirse un artista fracasado se menciona al Führer. Pero aún no hemos advertido que cuando un sujeto absolutista es encarcelado su mente toma la forma de un ensayo. La finalidad metafísica (e inconsciente) del ensayo es reemplazar la realidad por un juego de delirios personales. Tlön es el ensayo.
No me venga, pues, el ensayo, con que él sufre conflictos.
Si la poesía está en crisis desde hace décadas y la novela ni se diga
—desde la realista hasta la metadiscursiva—, ¿cómo se ha salvado el ensayo de la crisis? Creo que lo ha hecho convirtiéndose en juez del resto de los géneros. Se ha salvado, ha disimulado, volviéndose la parte analítica, la parte acusadora.
El ensayo es el dedo que señala o desmenuza. Ése es su primer truco. Volverse el ojo que no se mira. ¿Otro problema del ensayo? Ya lo he (medio) dicho al principio: el ensayo es policiaco.
¿Y no lo es el cuento?
¡Obviamente!
Éste es el gran problema de nuestra literatura: buena parte de ella sigue criterios policiales.
Quiere averiguar esto, quiere averiguar esto otro, nos tiene en suspenso, brinda pistas.
Nuestra literatura se pasa de lista.
Periodismo es peritaje; ensayística, literatura detectivesca. Es ésa su ruina.
El ensayo y el cuento siguen paradigmas criminalísticos. Judicializamos.
Y la novela y el poema posmoderno, ¡idéntico! Same all, señores.
¿Hay algo escrito que no sea policiaco? ¿Texto que no sea racional? Así se autocritica el ensayo: reconociendo que se trata de un género racionalista. En el fondo, el ensayo es un aforismo perorativo. Ya Torri lo ha escrito. Abundar es sospechoso. El ensayo prolonga explicaciones porque el martillo ya duda de sí mismo.
No en balde, el ensayo agrada tanto a nuestra época. ¡El ensayo es el crimen perfecto!
Es miembro del gossip y, a la vez, miembro de la academia.
En todo sentido, el ensayo es el más oxidental de los géneros.
Podemos autoengañarnos y repetir la tradicional queja del crítico, la queja del ensayista, y decir que el poeta y el novelista tienen prestigio y que, en cambio, el pobrecito ensayista es de poca estatura y no lo persiguen fans, pero sería falso.
La prueba de que el ensayo es el género más popular (a pesar de chaparro) es que inclusive ese monopolio de la ignorancia literaria que son las revistas mexicanas y norteamericanas están llenas de ensayos.
¿Otra prueba? A esa casta de frustrados profesionales que son los profesores universitarios y los lectores, les fascinan los ensayos. Si no fuera por dicha paragustia no existirían los journals, las mesas redondas y los asistentes mismos.
Si se sostienen tales publicaciones y eventos, si convencen a sus anunciantes y promotores de su seriedad y prometen buenas ventas o público es porque todo esto está hecho, mayoritariamente, de prosa ensayística.
Si las revistas o las lecturas estuvieran llenas de poemas, darían vergüenza.
Y si estuvieran llenas de cuentos, les recomendaríamos que mejor se volviesen libros, antologías o algo peor todavía, y pediríamos que alguien las guardase para siempre en algún anaquel de alguna librería muy lejos de donde alguien las pudiese hallar, por ejemplo en alguna librería de Tijuana o Chula Vista.
En una de esas librerías de literatura chicana, por ejemplo, en donde uno sólo se atreve a entrar portando una máscara del Rayo de Jalisco.
¿Qué hacen los poetas cuando han perdido la comunicación con los dioses? ¡Manufacturan ese género ensayístico llamado poéticas! Y las poéticas no son más que autopromoción. Y todas las revistas no son más que propaganda. Así que entre los ensayos de las revistas y los anuncios de cigarros hay plena continuidad. El ensayo es publicidad.
Definitivamente, pues, el ensayo es un género popular. Un género en auge. Y como todos sabemos, lo que está en auge es lo peor, lo más denigrante. Y me disculpan, porque sé que muchos de nosotros amamos el ensayo, nuestra vida depende del ensayo y depende de nuestra regular o buena ejecución de éste, digamos, que nos inviten a Encuentros y comamos comida de verdad, no la comida que acostumbramos, pero que el ensayo nos brinde grandes ventajas no significa que el ensayo sea un género rescatable. Sólo significa que compartimos con el ensayo una amistad. Y que sea nuestro amigo, si lo analizamos, habla muy mal del ensayo.
Pero el ensayo no solamente es un género policiaco que nos persuade de la ilusión de que es posible encontrar soluciones a la existencia, resolver enigmas —la gran ilusión que Oxidente padece desde que a los grieguitos se les ocurrió inventar la patraña de que a la bestia esfíngica se le podía derrotar con un poco de ingenio racionalista—, sino que además el ensayo promueve el desvarío adicional de que el yo existe.
No es casualidad tampoco que el ensayo haya sido inventado en la modernidad, precisamente en la misma epocalidad en que se inventaba
la ilusión del sujeto, a manos de autómatas abstractos —hago aquí eco del corcovado Kierkegaard— como Descartes y Kant. No es que el ensayo sea escrito por un yo. El yo no existe. No se necesita ser Buda o Hume, Borges o Foucault para estar enterado de esta inexistencia. Es claro que el yo es neurosis. Así, pues, no es que el ensayo sea escrito por un yo, sino que el ensayo construye la ilusión de la existencia de un yo emisor. Eso me parece nefasto. Me parece nefasto que el ensayo certifique al yo.
Habría que reventar al ensayo. Habría que buscar la forma de dinamitarlo. Hacer que estalle en él la heteroglotonería (para darle una manita de gato al célebre concepto de Bajtin). Aquí vuelvo, entonces, al inicio de este ensayo, de este ensayema, de esta autocrítica del ensayo: el ensayo está controlando a la prosa.
Ya Baudelaire intuyó que en la prosa —en su caso, en el poema en prosa— podía ocurrir una convergencia de lo disímil, una pululación de las presencias. Ésta es mi tesis más ociosa, lo presiento: la prosa aún no existe.
A eso alude la noción de ensayo. El ensayo es un ensayo hacia la explosión. Hacia la fisión del lenguaje. Me refiero a algo más allá de lo que los surrealistas aludían con la escritura automática, los neobarrocos con el exceso o Derrida con la descontrucción. La prosa, sin duda, está siendo filtrada.
Y parte de ese embudo, buena parte de esa summa de restricciones imperceptibles, de vigilancias —llamadas estilo, llamadas temática, llamadas párrafos, llamadas título— es exacerbaba por el ensayo, el cual es contradictorio porque, por un lado, busca ir más allá del flujo, más allá de la fragmentación y, por otro, es el género más cuidado, es el género de
mayor constricción, el más educado —el ensayo mayordomea lo literario— y por eso las revistas están llenas de ensayos y, si uno ve a los ensayistas, los ensayistas somos los escritores más cuadrados.
¿Y lo que más venden las editoriales? Son ensayos. No novelas. Son ensayos. Memorias de políticos, investigaciones coyunturales, ensayos.
Los que juzgamos a otros. Los que nos convertimos en autoridades. Somos los gendarmes de la República de las Letras. Somos los judiciales del canon. No es causalidad, señores, señoras, transexuales, no es casualidad que yo sea parte del ensayo mexicano. Creo que esto lo dice todo. Si yo estoy aquí (y, de hecho, creo que protagonizo la ensayística, y no lo presumo, sino que lo aseguro), esto significa que el ensayo huele a podrido.
El ensayo, no me cabe duda, es parte de la pestilencia.
Retomo, como todo buen ensayista debe, retomo mis puntos casi al final de este ensayo: el ensayo promueve el control de la prosa, el ensayo promueve la ilusión de la existencia del yo, el ensayo promueve el racionalismo, el ensayo es policiaco, el ensayo es el más popular de los géneros, el más comercial y el ensayo es parte de la sociedad del juicio al otro. Si fuésemos coherentes, por ende, el ensayo debería ser asesinado.
Pero no lo somos. Aunque el ensayo esté obsesionado con demostrar que el ser humano es coherente y prosísticamente bien portado, a final de cuentas, el ensayo es un gran fracaso. A pesar de su egolatría y su detectivismo y su lógica expositiva y su alto rating, el ensayo deja ver que el hombre está zafado.
Y presiento que cuando el ensayo enloquezca de tanta coherencia, de tanta crítica literaria, de tanta reseñitis, de tanta tesis académica, de tanta recurrencia a sus mismas fuentes de siempre, el ensayo tendrá una existencia quijotesca. Lo confesaré, pues, de una vez por todas: soy un profeta.
Y lo que he venido a profetizar en esta oportunidad es que en el futuro el ensayo será acompañado permanentemente en sus travesías racionalistas, en sus enormes grandilocuencias ridículas, por un paralelo género, fiel escudero del ensayo, cuyo nombre será Ensancho.
Y Ensancho, lo siento, sustituirá al Ensayo.