La tierra
tiene una edad aproximada
de cuatro mil quinientos millones de años.
La vida en la tierra
comenzó hace tres mil o cuatro mil
millones de años,
dependiendo de qué consideremos vida.
Los homínidos tienen una antigüedad
de cuatro a siete millones de años,
según qué definamos como homínido bípedo;
los Homo, tan sólo
dos millones y medio.
El primer Homo sapiens,
eso que somos, aparece
doscientos mil años atrás.
Hasta el diez mil antes de Cristo
baila, se aburre y hay quien aventura
que para entonces ya ha inventado
la religión. El Homo vive
feliz cazando al fresco.
La cosa acelera un poco antes del
cuarto milenio antes de Cristo:
la escritura, la rueda, las ciudades,
el comercio, la guerra y la decoración
de templos.
Es decir,
ciento noventa mil de nomadismo
recolector, caza abundante y frío
glacial, sin escasez y sin malaria
(sin las enfermedades de vivir apiñado),
y apenas
seis mil (o siete mil) años de Historia,
de convivir con la basura,
el ahorro y los recuerdos.
Mientras el hombre caza, la mujer
descubre la fermentación,
inventa la cerveza y, de paso, la química,
los telares y las manufacturas;
y el dibujo rupestre,
donde cada animal es único.
Ciento noventa mil años
sin dobles sentidos,
con una confianza literal
en el símbolo
que a veces
pone en riesgo la vida:
por ejemplo si nos alimentamos
de la hermosura de una flor azul.
Ciento noventa mil años sin arte
ni comedia romántica
ni verdadera poesía.
Sólo seis mil años de Historia.
Seis millones: un mono
baja del árbol con andares
desordenados. Dos millones:
un rostro familiar.
Ya hay moscas en el Pérmico.
Es imposible no sentir predilección
por los años vacíos.