Cada Primero de Mayo, las marchas y concentraciones de estudiantes, obreros y sindicatos aúnan al vibrante clamor de las necesidades sus demandas de sueldos dignos y toda la gama de peticiones sobre justicia laboral que se amontonan en los escritorios de patrones y gerentes. Nunca me gustaron los jefes, los patrones,los gerentes, los directores, los capataces y los editores. Si bien vengo de una familia de trabajo, y siempre laburé en miles de oficios, desde pequeño, haciendo aseo, encerando, limpiando vidrios en casas de ricos, haciendo de cuanto hay para agarrar monedas, traficando, pintando tarjetas y poleras que ofrecía para la Pascua, hippiando y vendiendo cachureos en las ferias artesanales. Porque no me dio para puta, me faltó cuerpo, y por eso estudié Pedagogía y después vinieron los años de profe haciendo clases; pero, la verdad, el catecismo del trabajo nunca me gustó y opté por reivindicar el ocio pensante. Nos deberían pagar por pensar,es un lindo y tranquilo oficio.
Nunca estuve tan de acuerdo con ese evangelio del esfuerzo, y quizás sea el único punto en que mi corazón izquierdista bosteza agotado cuando le discursean sobre la lucha constante, la militancia activa y el trabajo de conciencia, compañero. Uff, me agota, me canso y pregunto: por qué los pobres tenemos que sacrificarnos tanto, y los placeres siempre son un premio a la fatiga, una condecoración al sudor y al cansancio, y no un derecho a pearse, vagonear y haraganear sin obligaciones.
Igual estuve en la gran manifestación del Primero de Mayo en La Habana del 96 de mañanita, tempranito, puntual, con el maquillaje corrido y la resaca de la noche anterior goteándome la frente. La enorme Plaza de la Revolución temblaba con el fragor de las multitudes que llegaban en columnas por distintas entradas. Sin duda era bello, inmensamente emotivo, y alguna lágrima de yegua floja se mezcló con la transpiración.
Aquí, en Santiago, siempre fui a la marcha del Primero de Mayo, abanicado por las banderas rojas, bailando las consignas y gritos políticos, aspirando un pitito en algún descanso de la caminata, cargando limones y sal para atenuar la angustia asfixiante de las lacrimógenas, encontrándome con miles de compañeros, como si fuera un día festivo para dislocar la rutina de la semana. Ahí, en medio del canto denunciante, soy feliz, aspirando con ansias el dulce sudor de mi clase obrera, tan digna en su frenética manifestación. Pero me cuesta reconocer el placer casi religioso del trabajo. No estoy ni ahí. Y lo repito, y lo digo con todas sus letras: nunca me gustó trabajar, aunque me contradiga escribiendo a la fuerza este artículo para el Primero de Mayo. Quisiera no escribir más, ganarme la lotería, quedarme para siempre volado y enfermo de hedonista tomándome un ron con la panza al sol en una playa del norte. Después de tanto darle duro a la supervivencia, creo que me lo merezco y se lo merecen los trabajadores del mundo uníos en merecida huelga de brazos. Siempre amé las huelgas, los paros, los recreos, las tomas de colegios, era feliz cuando llegaba al liceo y no había clases. Entonces me iba a vagabundear por el centro, donde aprendí mucho más que en esa sala de clases con olor a peo.
Odio el trabajo, odio a las hormigas y a las abejas por tontas apatronadas y esclavas.
Me gusta y adhiero al Día del Trabajo, por reivindicaciones políticas, pero, más que nada, porque no se trabaja. Igual en este día me tira la calle, me hipnotiza el resplandor de la Molotov, me llama esa rabiosa alegría que nos empuja por la Alameda inquieta. Y voy marchando con la clase trabajadora, cantando una vieja canción italiana de Modugño que decía: «Y el jefe, hoy, que trabaje sólo él… trabaje sólo él».