XI Finalista Luvina Joven-Cuento / Recuérdalo siempre

Fátima Galilea Rosas Valdéz

CATEGORÍA LUVINA JOVEN

Preparatoria Regional de San Martín Hidalgo

-Mucho ya se ha hablado de laberintos sin salidas, de naves paranormales, y espectros que te roban el corazón, mucho se ha contado de todos esos espejismos sobrenaturales, en los que para ser sincero yo nunca llegué a creer hasta que un día estando sentado, agotado por el sol de mayo, miraba un paisaje figurado por las secoyas más grandes que he visto en mi vida, en serio,  las más altos que hasta ahora en ningún otro lado  he podido ver, me dí cuenta cuando ya era demasiado tarde que yo, o más bien  creo que mi alma estaba atrapada en un sortilegio sin fin.

-Pero, abuelo dime, ¿qué te pasó, qué es un sortilegio? -dijo el pequeño nieto del más anciano de la tribu que se encontraba contemplando las praderas y cerros extendidos  debajo de la cúspide que coronaba una fina montaña.

-Mmm, como te explico, un sortilegio, es un encantamiento, un hechizo hijo, algo que no podemos explicar ni entender, ¿me entiendes ahora? es algo del que comprender se nos sale de las manos.

-¿Cómo la magia que sale en las películas y libros?- preguntó  insatisfecho el pequeño con el mismo entusiasmo que si hubiese descubierto un tesoro.

-Sí como la magia, una, una magia buena por un lado pero por otro lamentable.- contestó con mirada melancólica el anciano.

-¿Pero qué te pasó abuelo?  

-Para ese entonces yo era un pordiosero, un hombre de joven edad sin rumbo fijo que pensaba que la vida le había cargado con los peores sufrimientos, con las más crueles miserias. Vivía peleado con el mundo, celoso de los triunfos de los otros, amargado por mi soledad, corrompido ante la aparente falta de lo que muchos llaman suerte. No existía  ni un insolente día en que no me preguntara  ¿por qué a mi?, ¿por qué yo siempre? ¿por qué yo no?. Cualquier mirada inquisitiva compartida con otro, cualquier gesto   insignificante, provocaba que odiara hasta los huesos  a la gente, pensaba que se burlaban de mí, que me miraban como a un fenómeno fuera de su especie. Creía que se sentían superiores por no vestir los mismos trapos, las mismas garras rompidas y pestilentes por el sudor, penetradas por la indigencia, andrajosas por el tiempo. Todas las tardes caminaba en busca de algo que me refugiara por la noche, una buena banca, algún cartón, o simplemente un callejón en apariencia tranquilo donde pudiera dormir. En momentos de lluvia, llegué a sufrir tanto,  oh estuve a punto de ahogarme entre las inundaciones que arremetieron contra la ciudad. Ese costal que cargaba a todos lados, constituido por lo último que me quedaba ya en esta vida:  los pocos ahorros de la infancia, un cambio de ropa desgastada y una cobija pálida me fueron arrebatados por las mareas de una tormenta fuertisima, de esas con viento, que llegan a tumbar desde árboles hasta las más ingeniosas infraestructuras de negocios. Para aquel entonces no fui el único perjudicado pues alcancé a recibir sustento por  despensas traídas desde otras partes del país. En esos tiempos terminé sintiendo en mi corazón un extraño aprecio al imaginarme a  esos que a pesar de no conocernos ponían su “granito de arena” para que todos los recursos llegarán a nosotros: los más desventajados. Pese a ello, lamentablemente la solidaridad sólo duró un tiempo, las personas de la calle, esos que vagamos sin rumbo, hogar, sustento ni techo siempre éramos los más perjudicados.

-Pero abue ¿no pudiste trabajar para que así tuvieras pa’ comprar el pan de cada día?

-Trate hijo, pero como siempre, la gente se deja llevar mucho por las apariencias, yo no podía pagarme la ropa, apenas conseguía para comer, por lo que siempre terminaban corriendome. Incluso fue después de semanas sin empleo ni comida cuando me pasó lo que te quería contar al principio. Yo una noche jodido ya por el hambre que ya no me dejaba dormir, casi sin fuerzas de caminar pero con el ansia metida en el pecho, buscando me puse a deambular. Pase del extremo de la ciudad al puente peatonal  del otro extremo sin encontrar nada, ningún árbol frutal, ningún desecho de comida. Así, sin perder una esperanza que ya veía decaída llegue a lo alto del puente, mareado con lágrimas en los ojos. Esa vez el sol calaba con tal  fuerza que se me hacía imposible vislumbrar toda la ciudad hasta que luego de cinco minutos milagrosamente me llamaron la atención las secoyas más grandes que he visto en mi vida, esas  de las que ya te platicaba. Ellas formaban parte de un laberinto con una salida que se podía adivinar fácilmente. Eran casi el único lugar donde pensé que podría encontrar alimento asi que decidí bajar e ir directamente allí, sin importar el miedo que sentía porque el hambre me ganaba  y  con tanta miseria ¿que cosa tendría posibilidad de perder yo?

-Wow, dime más abue, dime más

-Pues, has de cuenta que de camino al laberinto, se estaba haciendo de noche, todo me pareció normal, excepto esos árboles aunque es posible que  en el pasado se dieran las condiciones para que crecieran de  tal manera. De modo que estando allí, emocionado  a meterme pero con una extraña sensación parecida a la culpabilidad que sentí la vez que me salí del orfanato de San Cristóbal, me atreví a meterme a aquellos callejones oscuros al atardecer por los que rondaban algunas lámparas que me esclarecían parte del camino. Todo iba bien, en el trayecto me daba cuenta de que distintas aves o insectos usaban ese lugar como su hogar e incluso me llegué a topar por un espectáculo de linternas impresionante como nunca lo había visto. Recuerdo desde que tengo memoria, que cuando era pequeño  las monjas aparte de rezar nos contaban cuentos acerca  de la magia que contenían esas maravillosas luces vivientes y esa noche cuando al fin pude mirarlas por primera vez sentí desde el estómago una alegría desbordante. Esta me brindaba la intuición de que a pesar del hambre, si al fin encontraba un buen rincón donde dormir, “todo estaría bien”. No obstante al momento en que pasó alrededor de una hora y media, el camino se fundía más en la oscuridad pues a la vez en que la noche caía  las lámparas a mitad del laberinto comenzaban a escasear, yo no sabía si devolverme por dónde había venido o seguir, por que aunque no le tengo miedo a la oscuridad,  era consciente de que no sabía que habría más adelante por los misteriosos pasillos.

-¿Y que decidiste hacer al fin, te regresaste de nuevo a la ciudad?

-Como buen vagabundo seguí, pero las cosas empeoraron cada vez más. De repente cayó una tormenta que ya no me dejaba caminar, así que estando decidido a regresar otra vez a los edificios de la gran urbe, me cegó el movimiento de un árbol  del que comenzaron a salir unas chispas azules que me golpearon, posiblemente pudo ser un rayo, pero si así hubiese sido creo que yo ya estaría muerto. Lo único que sé es que perdí la conciencia gracias  a eso. Cuando desperté, (concibiendo que era la mañana siguiente) me daba una sensación de frescura el aire que rozaba los árboles, pero en la tierra no había ni rastros de humedad. Todo era tan extraño hijo, unos árboles llenos de flores rosas a mitad del camino parecían más grandes de lo normal, pero él  que estaba fuera de su tamaño era yo, otra vez volvía a ser un niño de unos cuatro años ¿lo puedes creer?,  además en lugar de secoyas grandísimas solo miraba pinos, duraznos y sauces a lo lejos. Parecía como si hubiese viajado a través de una máquina del tiempo, recobrando todo lo perdido del pasado. Y te digo todo lo perdido hijo por que desde mi infancia perdí la memoria, no se como, pero mi último recuerdo de antes es de la primera vez cuando estuve en el orfanato de San Cristóbal. Por aquel entonces no sabía ni dónde nací, ni quienes eran mis padres o si tenía hermanos. Sin embargo, desde aquella noche algo empezó a pasar en mi que comencé a recordar cosas. Lo primero que vi fue el rostro lleno de pecas de un niño parecido a mi pero más grande, su cabello era rubio y lo recordé gritándome “encuéntrame o atrápame” al mismo tiempo que corría carcajeándose por ese mismo laberinto. Luego de aquella ensoñación, vino a mi mente la imagen borrosa de una pareja que salía de una casa azul ubicada dentro del bosque. Después los recuerdos fueron más claros al reconocer entre mis pensamientos los nombres correspondientes a mis padres Otelia y Felicio, así como el nombre de mi hermano mayor, Lorenzo. Recapacitar como ya lo dije fue confuso, sentí muchos sentimientos reencontrados.  Al tiempo en que considere que recuperé la mayor parte de mis memorias, ya me sabía la ubicación de mi antiguo hogar donde buscaría a mi familia, a cuesta de ello todavía no podía recordar cómo llegar, tenía que recorrer más parte del laberinto, la  única cuestión era que ahora ya no tenía hambre, llegué a pensar incluso la posibilidad de estar muerto, aunque aún mis sentidos percibieron el aroma de las flores, la textura de las hojas al igual que el viento rozándome la cara. Era un sentimiento jodidamente espectacular, me sentía más vivo que nunca, pero atrapado no sabía si estaba muerto. Me decía a mi mismo: “tal vez la vida de vagabundo solo fue un sueño” “tal vez al jugar con mi hermano me golpeé tan fuerte que mi cabeza empezó a crear disparates” “tal vez me volví loco”. Durante el día para mi era un deliberar y caminar para encontrar el camino hacia lo que sería mi casa, por la noche la fatiga me acompañaba a buscar un lugar cerca de un árbol donde dormir. Fácilmente duré cinco días albergado solamente por el murmullo del laberinto junto al canto de las aves. Más perdido que cuando era vagabundo, no sabía si iba por el camino correcto o si daba vueltas por el mismo recorrido. A pesar de eso, una tarde, igual de adornada por las nubes rojas que la misma tarde en que decidí emprender mi aventura, escuche un sonido peculiar parecido al de un perro chillando proveniente de un pájaro que no había escuchado ni visto jamás, al voltear a la rama de un roble me sorprendí por la extensión de un plumaje verde-azul en un ave tan pequeña, además del contraste que provocaba su pecho rojo con el cuerpo. Tan pronto como me acerqué para verla más de cerca, voló a otro árbol. Me quería acercar más pero como en cinco ocasiones volvió a hacer lo mismo volando a los siguientes árboles. Luchando contra mi nuevo objetivo al cual ya nunca podría ver si no aprovechaba,  me dispuse a correr pero tan pronto como inicié la carrera me tropecé con una lápida vieja que estaba al lado de unas flores secas. “Estas bien hijo” escuche de repente, al reintegrarme del piso,  sacudiéndome el polvo miré a un joven señor con las mismas facciones de aquel niño rubio que volvió a mis pensamientos y al cual yo identificaba como mi hermano Lorenzo.

-¿Y qué le respondiste?

-Le dije “sí solo me tropecé” mientras me temblaban los huesos sintiendo que el corazón se me quería  salir. Más adelante se presentó conmigo diciéndome que él había venido a traer flores a la tumba de un hermano que hace muchos años había fallecido, bueno según sus palabras “que en realidad dieron por muerto después de no encontrarlo más en un islote que la familia visitó durante sus vacaciones”. Ante esto conmovido comprendía que era lógico suponer mi muerte como un ahogamiento, sin embargo ahora pensando en que (de manera misteriosa, pues era un niño sacado del tiempo) al fin tendría la oportunidad de reencontrarme con mi pasado, con los seres que en algún momento me habían amado, y con los cuales yo había sentido un inmenso afecto soñando con ellos desde niño traté de comportarme lo mejor posible. De hecho mi hermano luego de verme pensativo unos momento me preguntó si no estaba perdido. Posteriormente  ofreció un albergue en su casa para protegerme de una lluvia que por la precipitación de los árboles sentíamos que se iba a prender. “Sí” le dije tomándolo de la mano.  Juntos recorrimos los largos caminos que al parecer él ya se sabía de memoria. Quién sabe sí por su mente viera reflejado a su hermano perdido en mi, aunque para ser sinceros ambos sabíamos que era imposible que yo lo fuera. Hasta yo mismo me sentía extraño en aquel cuerpecito pequeño al igual que flacucho pero nada importaba sí al fin de cuentas conocía a mis padres. Así, al salir de los caminos hechos por árboles de todo tipo nos adentramos en una vieja mansión hogareña. Dentro, dos adultos envejecidos por el tiempo tomaban café silenciosamente admirando por la ventana el desolado paisaje. Cuando mi madre nos miró sorprendida se paró para abrazar a mi hermano: “hijo has llegado ¿y quién es este pequeñín?”, “Me llamo Sebastián”, le dije. “Se parece mucho a Santiago, verdad madre”, dijo Lorenzo. Más tarde todos nos sentamos a comer y por la noche me ofrecieron una habitación para dormir. A la mañana siguiente Lorenzo se asomó al cuarto para ver cómo estaba, no obstante se quedó perplejo al verme como el joven que una vez siendo vagabundo había sido. Primero me interrogó, sin alternativa le conté toda la verdad, no me creyó hasta que le mostré una cicatriz que los dos llevábamos de nacimiento. Conmocionado al igual que  yo por todo, inclusive el cambio físico le contó a mis padres, ambos me creyeron y abrazaron llorando. Aquel día mi vida no volvió a ser igual, a partir de entonces me mudé con mis padres recuperando el tiempo perdido. De mi vida anterior aprendí que lo que más forjaban a uno eran los recuerdos por eso yo en ese entonces no podía definir mi identidad, pero a pesar de ello supe que cada experiencia por más mala que fuera si la sabía aprovechar siempre te traía algo mejor.

-Que bonita historia, pero qué pasó después, ¿y cómo explicas lo de tu cambio a niño?- preguntó el nieto de Santiago con la admiración reflejada en los ojos.

-Al pasar los años conocí a tu abuela, me casé, tuve dos hijas y un hermoso nieto con una curiosidad más grande que la de los científicos. En cuanto a cómo pasó todo, no estaba seguro, solo sabía que era algo mágico, invisible, pensaba que tal vez alguien nos había aplicado un hechizo a mi o a mi familia hasta que un día estando con tu abuela sonó el timbre muy temprano, era un mensajero. Dejó una caja, ella firmó de recibido. En la caja había un frasco con lechugas y un caracol de esos de jardín. A los dos se nos hizo extraño por lo que buscando en la caja algún remitente del envío nos encontramos con una nota pegada sobre un libro lleno de fotografías de árboles y paisajes. La nota decía: “aquello donde no sabes si crees, aquello donde la magia se esconde, se encuentra entre los caminos encantados, áreas naturales que reencuentran a su misma naturaleza, recuérdalo siempre, con cariño”. Ante ese confuso mensaje, tu abuela que ya se sabía toda la historia supuso que extrañamente, sabrá si por Dios o por otra fuerza, existían los ecosistemas encantados, siendo el laberinto donde me perdí un día, uno de ellos.

-¿Entonces el laberinto estaba encantado?

-Sí, pero me unió a mi familia, aparte sin todo lo que pasé yo nunca hubiera conocido a tu abuela ni logrado lo que he logrado en la tribu o  ayudando a las personas de la calle con todas las campañas sociales que mis padres crearon ante nuestro reencuentro. Todo lo que a lo lejos ves- dijo el anciano a su nieto que se llamaba igual que él mientras miraban los paisajes extendidos alrededor de la planicie- se inventó antes que nosotros por eso debes preservarlo, por que de ello depende nuestro destino.

Luego de eso el pequeño así como el  sabio anciano se abrazaron, este último sacó de su bolsillo una bola de cristal con una réplica del laberinto encantado dentro, sobre la base decía “con cariño, recuérdalo siempre”.

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