XI Finalista Luvina Joven-Cuento / En el tren

Jennifer Estefanía Salas Ramírez

CATEGORÍA LUVINA JOVEN

Preparatoria Regional de San José del Valle

«Ocho siete seis cinco cuatro tres dos uno». La chiquilla se empeñaba en leerlo en voz alta, como si en verdad requiriera leerse, como si alguien más aparte de ella se interesara por lo que está diciendo; y mi jaqueca no cedía ante la irritante cuenta regresiva. Si continuaba
llegando tarde esta sería mi última vez y en estos tiempos no podía darme tal lujo. Sonó el timbre muy temprano, era un mensajero, dejó una caja, ella firmó de recibido, en la caja había un frasco con lechugas y un caracol de esos de jardín». Su mensajero, sus lechugas y su caracol nos dan igual a todos, ¿por qué no lo entiende? ¿Cree que el texto es cautivador? ¿Cree que promoviendo la lectura en los vagones todos nos animaremos a hacerlo? ¿O que siquiera los jóvenes de su edad están interesados en lo hace y se unirán a
ella? Vaya pensamiento idealista de esta chica, debería oírse a sí misma, es absurdo hablar por hablar. Pero no subí al tren para dar regaños, no soy tan cascarrabias aún, solo que en este momento he notado más las actitudes impertinentes dado mi estado irascible, aunque no es todo mi culpa, la gente últimamente hace más esfuerzos por influir -entrometerse- en la vida de otros.

Recorría la parte baja los asientos de enfrente esperando acomodar mis preocupaciones entre zapatos ajenos, no funcionó. Pero me pude dar cuenta de unas cuentas cosas, como los aspectos obvios de edad y sexo del portador del calzado, su sueldo aproximado, el tipo de jornada que realizaba, si era tímido o separaba las puntas un poco más de lo normal, e incluso los tics de ansiedad que hacían agitar las rodillas de forma constante. Zapatos iban y venían, por casi veinte paradas hasta que bajé en San Jorge, para transbordar hacia la otra línea del subterráneo.

Corría por las escaleras que con el mármol recibiendo la lluvia directamente planteaban una
segura caída me qué dejaría hasta con las espaldas mojadas, de manera oportuna esto no sucedió y logré llegar al piso en una pieza para poder pagar mi pasaje en las máquinas tragamonenedas sin que las filas que se formaron detrás de mí entorpecieran mi viaje. Y es que traigo el tiempo medido y no puedo demorar ni un minuto más de lo acordado, pero entonces para desgracia de mi limitado plazo, una riña se desató muy cerca de los torniquetes, la multitud se acumuló en un instante, unos queriendo detener a los dos hombres que comenzaban a tirarse más que insultos, otros por el contrario avivaban más el calor de la discusión como intentando que éste reemplazara al viento helado que se colaba por los ingresos, y estábamos los pocos que sólo queríamos acceder al área de vagones.

De pronto entre tanta gente los empujones llegaron hasta mí y acabé en el suelo, lo que ni las escaleras resbalosas lograron, a mi pantalón le habían quedado unas diminutas marcas
de lodo y mi abrigo se mojó por un costado, pero nada que no pudiera pasar desapercibido a simple vista, o es lo que yo quería pensar, aunque mi caída no fue el punto focal en ese momento, dado el alboroto de al lado. Curiosamente tampoco fue lo que más llamó mi atención, pues lo que abarcó mis pensamientos posteriores fue eso que sucedió cuando aún no podía ponerme en pie, una niña de tez humilde se acercó a mí cargando una canasta casi más grande que ella misma, con una voz aguda e irritante me dijo que si no le
compraba un dulce, seguido de ello me miró con la cara más famélica que jamás he visto.

Yo sentí pena por ella, quise darle una moneda, sin embargo, no traía cambio en las bolsas
y además por fin se había abierto un hueco entre los amontonados que permitía el paso a los vagones, así que me apresuré a presentar mi boleto en el torniquete para ingresar y cuando estaba aguardando al borde de la vía me acordé de la pequeña vendedora a la que prometí unos pesos y que había olvidado apenas ver la entrada libre. Pero esto había quedado atrás, el claxon del tren entrante me despejó un poco, esperaba con ansias ya subirme porque sin darme cuenta el tiempo corría rebasándome, entonces abrió sus puertas frente a mí y abordé mi última esperanza de no llegar tarde. Como de costumbre, el vagón iba atiborrado solo que ahora los aromas eran diferentes, se respiraba un olor a
trabajadores húmedos, el sudor agrio revuelto con el lodo y las prisas fue como un puñetazo que me hizo buscar asiento, más todo estaba repleto, gente por aquí y por allá, con el celular y sin él, pero todos en su propio mundo de indiferencia. Avancé con trabajos por el pasillo y hallé un lugar, justo en medio de una rubia y una embarazada, la rubia se maquillaba mientras un tipo desde los asientos de enfrente la miraba atento contando cada una de las largas pestañas que repasaba con un cepillito negro, la embarazada con la panza como sandía respiraba profundo y constante, en cualquier otra circunstancia hubiera pasado inadvertido para mí, pero sucediendo al lado mío me generó una ansiedad que aumentaba cada vez más y más, hasta llegar al punto de tener que levantarme del lugar para no seguir angustiándome por una situación que no era de mi incumbencia y que seguramente era tan normal para ella que no había de qué preocuparse. Continué avanzando por el vagón abriéndome paso entre los que se embestían al subir y bajar cada que el tren abría sus puertas, y por causa del alboroto terminé junto a una venta, sin cuya accidentada vista no hubiese podido notar los letreros de Centro en las paredes de la estación a la que llegábamos, lo que significaba que ya debía bajarme, así que me acerqué a la puerta y descendí a merced de los jaloneos que los pasajeros y sus ropas mojadas provocaban. Caminé un momento por la estación Centro y vi a toda ese gentío que ingresaba presuroso para refugiarse de la tormenta en las entradas, algunos charcos se formaron en el piso brilloso, de lo cual me enteré hasta que había metido el pie en uno de ellos, las limpiadoras no se daban a basto y además la misma multitud no las dejaba hacer
su trabajo. De repente la salida desapareció de mi vista, los pasillos parecían hacerse más largos y las luces parpadeaban un poco, en ese momento decidí sentarme en la banca que daba hacia las vías, no era una gran vista pero sí ofrecía paz; me quité el zapato para
escurrirlo y el abrigo lo puse a mi lado, recargué la cabeza en la pared que servía de respaldo a la banca, cerré los ojos y respiré profundo. Luego el ruidoso choque de metal con metal me hizo incorporarme de nuevo, una moneda había caído en la lata vieja que se acomodaba a mis pies, parecía que ya tendría para comer algo de la máquina dispensadora que me atormentaba desde la esquina opuesta, quizá solo alcanzaría para un refresco en otra lata, tal vez ni para eso, pero es más de lo que mi reciente y andrajoso aspecto merecía, la carente persona en la que me había convertido estaba destinada a morir en una vida de errante menester.

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