(Guadalajara, 1965). Es crítico de cine y profesor del iteso, colaborador de la revista Magis.
En Match Point: la provocación (Match Point, 2005) Woody Allen sigue las contrariedades de Chris Wilton (Jonathan Rhys Meyers), quien tuvo posibilidades de hacer carrera en el tenis profesional no muchos años atrás. Pero sus afanes en el deporte blanco no prosperaron, por lo que su presente es gris y sus economías precarias. No obstante, sigue teniendo el propósito de vivir la vida que imaginó (o que cree merecer), con las comodidades que hace posible la riqueza. Joven aún, y tan ambicioso como en sus años mozos, se da a la tarea de escalar en la esfera social y traza un plan que los espectadores iremos descubriendo conforme se concreta. Se instala en Londres y comienza a dar clases de tenis en un club de gente adinerada. Pronto el plan comienza a dar frutos: uno de sus alumnos, Tom Hewett (Matthew Goode), quien es amante de la ópera y forma parte de la élite londinense, lo invita a una puesta en escena. Ahí conoce a la hermana de Tom, Chloe (Emily Mortimer), e inicia una relación sentimental con ella. Todo va viento en popa y el futuro imaginado aparece, así, en el horizonte. Hasta que se cruza en su camino Nola Rice (Scarlett Johansson), la bellísima novia de su cuñado. Y mientras Chris propone, Eros dispone.
La historia ofrece a Allen un extraordinario pretexto para explorar asuntos que habían estado más o menos presentes en su filmografía, así como para explorar una veta que se prefiguraba en sus películas anteriores y comenzó a concretarse con mayor claridad en su entrega anterior, Melinda y Melinda (Melinda and Melinda, 2004). En esta categoría caben películas que parten de una especie de hipótesis que la historia ha de probar o desmentir por medio de los eventos que encadena; o, también, contrastar posturas distantes y, más que validar o refutar, establecer una ambigüedad provechosa para la reflexión. Como en el caso de las Melindas, que contrapone las repercusiones narrativas y temáticas de una serie de eventos cuando éstos se abordan desde la comedia o desde la tragedia, estas películas tienen su origen en aseveraciones o preguntas —en especulaciones— que surgen de cuestionar conductas puntuales. Allen se lanza así por la ruta de la filosofía moral; y resulta ser un moralista avezado, genial, que se asoma a la profundidad con ligereza, que se acerca con humor y agudeza a asuntos delicados y graves.
Al inicio de Match Point: la provocación vemos la red de una cancha de tenis y escuchamos la voz de Chris: «El hombre que dijo: “preferiría ser afortunado que bueno” tenía una profunda perspectiva de la vida. La gente teme reconocer qué parte tan grande de la vida depende de la suerte. Da miedo pensar que sea tanto sobre lo que no tenemos control. Hay momentos en un partido en el que la pelota alcanza a pegar en la red, y por una décima de segundo puede seguir su trayectoria o bien caer hacia atrás. Con un poco de suerte, sigue su trayectoria y ganas. O tal vez no, y pierdes». El curso de la historia por venir, como podremos constatar, depende en buena medida de la caída de «la pelota» de un lado o del otro. Gracias a esta imagen, breve y elocuente, Allen ilustra cómo el azar influye en la humana circunstancia y cuáles son las consecuencias que acarrea. Porque si pudiera pensarse que el azar irrumpe como gratuidad, como una inmotivada casualidad (de la que puede ser un sinónimo), aquello que provoca no es gratuito ni casual: la cinta explora la ruta que va de la casualidad a la causalidad, muestra cómo el azar se traduce en suerte apenas se singulariza y tiene como destinatario a un individuo, en especial a un ser humano (porque otros animales también tienen suerte; si tienen derechos por qué no habrán de tener suerte).
Como todo personaje de una narrativa clásica, Chris es un agente, un agente causal. Lo que pasa en la historia, sobre todo en el primer acto, le pasa a él (sin ser del todo pasivo, por lo general en este tipo de narrativa el protagonista es más objeto que sujeto); y en los actos siguientes, él hace que las cosas sucedan. Y si el azar, como si tuviera motivos y voluntad (en manos del escritor o del guionista el azar no es gratuito), puso en su camino a Nola, lo que detona una serie de eventos que hasta entonces eran impensables, en el futuro estará menos presente. Pero no dejará de tener una relevancia sustanciosa en momentos determinantes. Así llegamos al inevitable punto en que al personaje se le presenta un dilema en el que el azar tiene poco o nada que decir y él mucho que decidir, y nos instalamos en los terrenos de la tragedia (ésta sí humana, demasiado humana). Chris debe optar entre el amor y las comodidades, entre Nola y su esposa, entre matar o no matar. Se hace presente, entonces, un conflicto, y como todo conflicto que se respete, la decisión que se tome para despacharlo tendrá ganancias y pérdidas. En la consecuencia de esta decisión interviene de nuevo el azar. Entonces éste se convierte en suerte y adquiere una connotación moral. La pelota pasa del otro lado y Chris gana el punto; ha tenido buena suerte.
Una vez que el conflicto se establece en Match Point: la provocación, la película tiende un sólido puente con una de las obras maestras del cineasta neoyorquino: Crímenes y pecados (Crimes and Misdemeanors, 1989). En ésta, Judah Rosenthal (Martin Landau), un reputado oftalmólogo, otrora creyente y hoy un tanto cínico, decide quitar de su camino a una amante que se ha vuelto bastante impertinente y que representa una amenaza para su tranquilidad burguesa. Una vez que tanto Chris como Judah han tomado la decisión y que se concreta la acción que ésta supone (con una enorme diferencia: el médico no se ensucia las manos), se comienza a hacer presente un sentido en algo que en su origen no lo tenía; una vez que el azar anuda la trama, ambos se asoman al abismo —y ambas cintas van ganando en profundidad— y cobra relevancia un asunto incómodo: la responsabilidad. En un mundo en el que Dios ha muerto (o no ve: aquí se cruzan los caminos de la oftalmología y la teología) y, en consecuencia, todo está permitido, como ya comentaba Iván Karamazov, hacerse cargo de las acciones es opcional, voluntario, una cuestión de (mala) suerte. Para el personaje de Los hermanos Karamazov de Fiódor Dostoievski la ausencia de Dios haría posible (o incluso justificaría) cualquier fechoría, pero para Jean-Paul Sartre, que parte de la premisa de que estamos «condenados a ser libres», los seres humanos están obligados ante sí y ante los demás a asumir la responsabilidad de sus actos. Allen plantea en ambas películas que, sin Dios ni autoridad que vea y castigue, se puede eludir la responsabilidad, y la única consecuencia puede ser tener mala conciencia. Aquí también toman distancia ambas películas, porque mientras para Judah la mala conciencia es un período de intenso malestar y poca duración, y no parece experimentar mayores remordimientos, Chris, que ha conseguido lo que buscaba, expresa una angustia profunda. La libertad, al final, se concreta en cómo se vive, en cómo se percibe, aquello que se ha hecho.
En La insoportable levedad del ser, la prodigiosa novela de Milan Kundera, Tomas cae en la cuenta de que su destino, ligado a Tereza, ha sido el resultado de una serie de azares (o casualidades, término que se usa en la traducción al español). Es, al menos, lo que Tomas se dice a sí mismo cuando lamenta su regreso a Praga, lo que supone la ruina de su vida profesional. Porque lo más determinante ha sido su compasión, término al que Kundera dedica una amplia explicación y que es una especie de hermana mayor de la empatía: ambas tienen en común la posibilidad de sentir lo que siente otra persona, pero mientras ésta no supone una acción consecuente (basta con un like o una carita compungida en cualquier red social o con una palmadita en la espalda; es decir, puede ser medianamente superficial), la compasión supone un involucramiento real que se traduce en acciones. El compasivo Tomas, así, no puede separarse de Tereza.
En algún momento de Niños del hombre (Children of Men, 2006) de Alfonso Cuarón, Jasper (Michael Caine) dice que «todo es una mítica batalla cósmica entre la fe y el azar» y tiene reservas sobre lo que afirma otro personaje: «Todo sucede por una razón». Y tiene razón. Porque el azar no tiene razones, pero los humanos, ávidos de sentido, las descubren a posteriori. Más que fe, Allen pensaría en valentía, en voluntad. Justo al inicio de Manhattan (1979) Isaac (Allen), protagonista de la cinta, hace un comentario para impresionar a Tracy (Mariel Hemingway) —la chica que lo acompaña— que resulta ser una declaración de principios de Allen guionista y cineasta: «El talento es suerte; creo que lo importante en la vida es la valentía». Cuatro décadas después, en A propósito de nada, su libro de memorias, hace un reconocimiento que aplica como balance para su vida y su oficio: «He tenido suerte, y esa buena suerte me ha seguido todos los días de mi vida, hasta ahora». En su infinita modestia, el neoyorquino atribuye poco valor a su valor, que se compone lo mismo de tenacidad que de un constante afán reflexivo, de lucidez y agudeza: su filmografía da fe de que, si en el origen el talento es cuestión de suerte, la buena suerte es cuestión de valentía… y de trabajo.