West Coast, September Eleven / Alessandro Baricco

 

Era una especie de conserjería, justo al final del pasillo que conducía a la salida de servicio, la del callejón. Si tenías que salir por ahí, no podías evitar pasar enfrente. La puerta siempre estaba abierta.
    En la habitación había una cama, y acostado en la cama había un hombre. Se llamaba Malone.
    Estaba pensando en sus cosas cuando escuchó algo.
    Se apoyó en el codo y trató de levantarse para ver de dónde venía aquel ruido. Los resortes de la cama rechinaron. Malone pesaba 140 kilos.
    —¿Quién eres?
    Pero lo dijo en voz baja y nadie respondió. Entonces hizo un esfuerzo hasta quedar sentado. Oyó nuevamente algo en el pasillo. Se hizo un poco hacia delante y miró fuera de la puerta. Había una muchacha.
    —¿Qué haces allí, princesa?
    Esta vez lo dijo en voz alta, mientras buscaba con la mirada los zapatos en el piso.
    La muchacha respondió algo que no se entendía bien.
    Malone vio los zapatos, pero estaban lejos, así que se quedó sentado en la cama.
    —¿Sabes qué hora es?
    La muchacha no dijo nada.
    Malone miró de reojo el reloj.
    —Vete a casa, en un rato llegan los de la limpieza.
    Pensó en recostarse otra vez, pero se quedó sentado.
    —Sabes bien que al patrón no le gusta que haya gente cuando llegan los de la limpieza.
    Estiró un brazo y tomó la lata de cerveza del buró. La agitó con dos dedos y la tiró, tratando de atinarle al lavabo. Luego se volteó y vio que la muchacha estaba de pie, apoyada contra el marco de la puerta.
    Llevaba lentes de sol. Puso en el piso una bolsa roja, brillante, y dijo:
    —Qué asco.
    Malone sonrió.
    Había un gran tufo a sudor, y cosas por todos lados. Estaba lleno de esas cajas en las que ponen la comida lista para comer. Las compras, quitas la tapa y comes. Había un montón, algunas sin terminar siquiera. Frijoles, brócoli. Pollo.
    —Das asco —agregó la muchacha.
    Además de la cama y el buró, sólo había cajas de cartón y un diván de terciopelo rosa, desfondado. En el piso, en una esquina, había una estufa de gas cerca de dos ollas y una bolsa de azúcar. No había ventanas. La luz era la de una lámpara de neón colgada del lavabo. También estaba la luz del televisor, que iba y venía. Y una decoración navideña, con luces de colores, apoyada en la cabecera de la cama. Una especie de decoración navideña.
    —¿Tienes hambre? —preguntó Malone.
    La muchacha se quitó los lentes de sol. Llevaba tacones, una minifalda de plástico y un top verde, sin nada abajo. Podía tener 16 años o 30. No parecía que tuviera las ideas claras al respecto.
    —¿Qué es eso? —dijo.
    Sobre la televisión había una cosa negra, que parecía un animalillo.
    Malone se echó a reír.
    —¿Ya viste?
    La muchacha hizo una mueca de disgusto.
    —¿Qué demonios es?
    —Lo encontré esta noche.
    Cuando el local cerraba, Malone se quedaba solo, apagaba todas la luces, tomaba una linterna y rondaba por todas partes buscando lo que la gente había olvidado.     La inspección le llevaba hasta una hora: se movía lento y con esfuerzo, y no veía bien. Encontraba de todo.
    —Es un peluquín.
    —Qué asco.
    —De hombre.
    A veces también encontraba dinero, o joyas. Meses antes había encontrado una pistola.
    —Tíralo, ¿no?
    —¿Por qué?
    La muchacha sacudió la cabeza.
    —Qué asco —dijo.
    Malone la miró. Pensó que acababa de maquillarse de nuevo y que debía de haber llorado un buen rato.
    —Vete a casa.
    Pero la muchacha dijo que iría a tomar algo, al Danny’s. Dijo que no le gustaba ir por las calles en la mañana porque todos caminan con ese aire de comenzar algo, mientras que para ella el día había terminado y no había nada que comenzar. Dijo que la gente por la mañana tiene el aire de esperar algo del mundo. Y ella, en cambio, no tenía nada que esperar. Hablaba con los ojos fijos en el televisor. Había dos que estaban hablando, pero no se escuchaba nada, porque el audio estaba apagado, o descompuesto. Al final dijo que iría a tomar algo al Danny’s.
    —¿Qué quisieras que pasara? —le preguntó Malone.
    La muchacha no entendió bien la pregunta.
    —¿Qué quisieras que te pasara, allá afuera?
    La muchacha lo pensó un poco. Luego dijo que no sabía.
    —Algo… lo que sea —dijo.
    —Ve a casa, princesa —dijo Malone.
    Ella lo miró. Luego le preguntó cuándo había sido la última vez que a él le había sucedido algo.
    —¿A mí?
    —Sí, a ti.
    Malone se puso a pensar un poco. Siempre respiraba con un poco de esfuerzo, como lo hacen los obesos.
    —¡Qué pregunta!
    —Inténtalo.
    En el televisor se veía un avión que se estrellaba de lleno contra un rascacielos. Provocaba un montón de humo.
    —Hace unos días me llegó una carta —dijo Malone.
    Luego hizo una pausa. Tenía los ojos fijos en el televisor, pero no lo estaba viendo.
    —Desde hace mucho tiempo no me llegaba una carta. La trajeron aquí. La habían enviado a mi antigua dirección, y desde allá la tomaron y la trajeron aquí.
    —¿Qué clase de carta era?
    —Habrían podido tirarla y, en cambio, la tomaron y la trajeron aquí. Sabían que trabajo aquí.
    La muchacha esperó un poco; luego preguntó si era un carta linda.
    Malone asintió con la cabeza.
    Hizo un gesto vago en el aire.
    —La escribieron para mí —dijo.
    La muchacha se puso de nuevo los lentes de sol.
    —Tira ese asco de peluquín —dijo.
    Luego se fue.
    Malone oyó el ruido de los tacones que se alejaba. Le vino a la mente una idea respecto a las cartas. La idea era que si nunca escribes cartas, es difícil que alguien las escriba para ti. Tal vez a la muchacha no se le había ocurrido. Tal vez habría debido llamarla y decírselo.
    —¡Oye, princesa!
    Sin embargo, ella se había marchado y nadie le respondió. En el televisor estaba nuevamente la escena del avión, pero en cámara lenta. Malone pensó que todo el problema radicaba en el hecho de que la gente no tiene la astucia de escribir cartas. Era natural, entonces, que no las recibiera nunca. Pensó que no era algo difícil de entender. Luego pensó que tenía que ir absolutamente a orinar. Se levantó de la cama, con esfuerzo, y se acercó al lavabo. Tenía en la cabeza una fastidiosa sensación, como cuando estás seguro de haber olvidado algo pero no logras recordar qué. Llegó frente al lavabo y se bajó el cierre. Debía apoyarse en las puntas de los pies para no orinar afuera, y así lo hizo. Seguía teniendo esa especie de gusano en la cabeza. Se dio un vistazo en el espejo y luego bajó la mirada hacia el lavabo. Estaba observando el líquido amarillo que escurría sobre el esmalte mugriento cuando de repente le pareció entender qué era esa especie de agujero en el cerebro, e instintivamente giró hacia el televisor, murmurando…
    —Pero qué carajo…
    Se acercó un poco al aparato. Se veía un mapa de los Estados Unidos con tres o cuatro franjas de colores atravesándolo. Luego se tocó los pantalones y entendió que se había orinado encima. Estaba allí, de pie en medio de la habitación, con el cierre abierto, y se había orinado encima.
    —Puta madre.
Se miró las manos. Volteó para mirar el lavabo.
    —Qué puta madre.
    Buscó con la mirada la toalla, pero no había toallas allí dentro. Entonces regresó a la cama, tomó una orilla de la colcha y se secó con ella. Se había mojado todo. Pensó que sería mejor quitarse los pantalones, pero pesaba 140 kilos y no lo hizo. Miró a su alrededor pero no se le ocurrió nada. Sobre el sofá de terciopelo rosa había un conejo de peluche al que alguien le había arrancado una oreja. La televisión transmitía otra vez la escena del avión y del rascacielos.
Malone pensó que la muchacha tenía razón.
    —Qué asco —dijo.

TRADUCCIÓN DE JORGE ALBERTO AGUAYO
 
 

 

Comparte este texto: