Voces del Norte. Una celebración de la UANL por los 200 años del Estado de Nuevo León

Carlos Lejaim Gómez

Monterrey, Nuevo León, 1986. Su libro más reciente es El verde y la ruina (An.alfa.beta, 2015)

Para el filólogo español Ramón Menéndez Pidal, uno de los procesos para la configuración de una tradición poética es el estado latente: realidades lingüísticas y literarias que no se documentan y de las que se supone la existencia. Cuando se logra reunir una muestra de veinticinco voces que den cuenta de la poesía que se ha escrito en Nuevo León en doscientos años, es porque las voces se sustentan en una tradición que viene de mucho antes de que nuestro estado lograra su declaratoria como libre y soberano. Antes de que la poesía encontrara su vía a través de la escritura, ya servía para resguardar y transmitir el sagrado conocimiento del tránsito de los bisontes por las llanuras nuevoleonesas, el itinerario celeste que marcaba el recorrido estacional de los pueblos por el territorio y el canto con el que las madres arrullaban a sus hijos. Después de la llegada de la imprenta a Nuevo León, tras la independencia y mientras se gestaba la idea de nación, la poesía comenzó a tener un papel fundamental en la cultura: los periódicos en los que se debatían noticias y el rumbo de la política regional, le destinaban espacio: la poesía formaba parte de los asuntos públicos. En el transcurso del siglo xx, con la consolidación de las industrias periodísticas y editoriales, así como la fundación de la Universidad de Nuevo León en 1933, nuestra poesía expandió sus temas y búsquedas estéticas. 

La poesía ha estado presente a lo largo de la historia del estado y esta muestra da cuenta de ello. Comienza —acompañada a lo largo de todo el recorrido con fotografías de Gabriela Bautista— con versos de fray Servando en los que se percibe el espíritu ilustrado que inspirará el pensamiento insurgente de las independencias y la construcción de las naciones latinoamericanas. En los poemas de Celedonio Junco de la Vega encontramos algunos de los temas y motivos de nuestra literatura: las montañas y el clima estival. Nemesio García Naranjo en «Mi madre, mi señora, mi maestra», recordando el nopal sobre el que se posa el águila —símbolo de identidad nacional— reflexiona la capacidad del pueblo nuevoleonés de afrontar la hostilidad de su medio. María Luisa Garza «Loreley», una de las voces femeninas que destacan en la primera mitad del siglo xx, ofrece bellas aproximaciones a la espera. Carlos Barrera —maestro de la métrica— presenta su lectura del ritmo de la ciudad «En tus fábricas resuenan / los metálicos clamores del acero, / y saliendo por / las altas chimeneas, / rascacielos, / se difunden por el valle / qu’ensordecen con sus ecos». De Alfonso Reyes tenemos las imágenes luminosas y solares de su «Golfo de México» y «Sol de Monterrey», pero además esa aproximación a la cotidianidad no desde el costumbrismo sino desde el asombro por el instante. «Yo vivía entre gendarmes rurales, / contrabandistas en su tiempo, / que sabían de guitarra y de albures / y de pistola y de machete, / tan bravos que no se escondían / cuando les daba por llorar». En Eusebio de la Cueva encontramos una vuelta de tuerca al tema del locus amoenus: una pareja regresa de «los plácidos estíos vacacionales en la noble aldea» para encontrarse con la ciudad donde «los altos hornos / fumaban hierro; próvidos metales / regaban su acidez en los contornos; / bregaban las potencias industriales», mas en el amor «juntos tú y yo, sin réplicas hurañas, / bendijimos, amantes y exaltados, / nuestra púgil ciudad de las montañas». En Andrés Huerta hay un recorrido interior desde el paisaje: «¿cómo irá a entrar el año? / decían los viejos / yo lo imaginaba bajar por las blancas veredas / y gemir entre arroyos y retamas / entre cañaverales / y trigales». En la poesía de Isabel Fraire la fragmentación, la luz y los sentidos nos revelan imágenes como en el caleidoscopio: «Al principio no me gustaban los árboles […] pero luego descubrí / abriendo la ventana / que el rumor de su follaje / es un rumor de olas». Los poemas de Hugo Padilla son pequeños artefactos verbales cuyo movimiento persiste más allá de sus propios versos: «ASTROS // A su modo, / ellos cantan también: / grillos de luz / en el estanque de la noche». En «Nacimiento helíaco de Sirio», Jorge Cantú de la Garza comienza un tema recurrente en la poesía nuevoleonesa, la canícula, desde una aproximación astronómica, para terminar en una costumbrista: «La anciana Filomena Equis, de Villa de García, / entrevistada para la televisión, declaró: / “Para mí todos los días son iguales”. / Claro, ahí están la higuera, la gallina, / el cerro indiferente». Con Guillermo Meléndez recorremos los espacios sórdidos y ocultos de la vida urbana de Monterrey, pero donde el libro es refugio: «Vuelvo al libro, / en él descubro que / vale la pena engañarse / mientras desnudo y sudando, resisto / el zarpazo infalible de los astros». Eligio Coronado apunta a imágenes que se sostienen en el extrañamiento: «Me dicen / que atraparon un grito en un cristal / y en vez de ruidos / resonó reflejos». Armando Joel Dávila muestra cruda y agudamente la sequía: «Los reptiles / Suspendidos en el llameante mediodía / Se precipitan sobre sí mismos / El hocico de la sequía / Devoró su cuerpo y dejó la sombra». Graciela Salazar Reyna presenta una ciudad atravesada por la memoria: «escuchamos de reojo silbatos de otra fábrica / estacionada en el recuerdo de los abuelos muertos». En la muestra de Minerva Margarita Villarreal encontramos tres de los motivos fundamentales de su poesía: el amor, el feminismo y la mística, en «Canto de Penélope desde las playas de Ítaca», Penélope le habla a Ulises: «He velado por más de veinte siglos. Y hoy, / en el turbio amanecer de esta historia manchada, / preparo las naves». Dulce María González explora dimensiones ocultas de la cotidianidad y la vida familiar: «Se encienden las luces de la casa / porque afuera el mundo es oscuro». Ana Kullick Lacker se aproxima al dolor desde la imagen del paisaje: «Cuando el llanto apareció como / camino / sólo era un seco río / me hice piedra sin mojarme». Óscar Efraín Herrera nos ofrece una poética de la reivindicación de lo desestimado: «Recolecto pequeñas piedras, / cansadas palabras caídas de algún libro / que no llegaron a la imprenta». En los poemas de Luis Aguilar encontraremos múltiples facetas del amor, el erotismo y un humor inteligente: «Amanezco cada día con una duda / joven en las manos». Iván Trejo reflexiona el porvenir del libro: «quizá sus hojas / amarillentas estén ya pegadas y se ha vuelto / aún más ilegible que cuando nuevo / tal como sucede / con las ideas nuevas dichas en un tiempo distinto». 

No me queda más que reconocer el gran trabajo que representa este libro, en el que el equipo editorial de Capilla Alfonsina, dirigido por el doctor Víctor Barrera Enderle —quien además aportó su conocimiento de la literatura regional para la concepción de este volumen—, los editores Rodrigo Alvarado, Nancy Cárdenas y Alfredo Iván Mata, y los diseñadores Deni Ríos y Pepe Vela. También el de Martha Beatriz Ramos, directora de Desarrollo Cultural de nuestra universidad, cuya lucidez y acuciosidad fue determinante en la realización del libro. Además, y sobre todo, hay que reconocer el liderazgo y la entrega por la difusión de la cultura a través de proyectos editoriales tan esmerados como este, del doctor Santos Guzmán López, rector de nuestra alma máter, y del doctor José Javier Villarreal, secretario de Extensión y Cultura. Esta visión por un proyecto editorial tan ambicioso ya nos está dejando un legado invaluable a todos los universitarios y a todo el pueblo de Nuevo León. 

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