Visitaciones / Mudanzas / Jorge Esquinca

a Emmanuel Carballo Villaseñor
   

Los demasiados libros, decía Gabriel Zaid. Los libros-lastre, se queja el escritor que se cambia de casa luego de haberlos acumulado —por devoción, necesidad, cariño o inercia— a lo largo de treinta años. Es una oportunidad —piensa, optimista— para hacer una limpia a fondo. ¿Cuáles entonces conservar, regalar, prestar o —ya en plan desesperado— depositar junto al árbol por donde pasa el carretón de la basura? El proceso de selección consume días, genera noches de insomnio, pues, a pesar de todo, el escritor ama sus libros. Comienza por separar los que considera esenciales: los autores de cabecera, los que llevan inscritas generosas dedicatorias, los del amigo que ya no está entre nosotros, los de consulta obligada, las primeras ediciones, los que quiere releer y los muchos que todavía no lee pero espera hacerlo algún día. (Cuando se tiene eso que se puede llamar una biblioteca y llega a casa alguien que no lee, o lee poco, la pregunta es obligada: «¿Y ya leíste todos estos libros?». El escritor sonríe, acepta el desconcierto y contesta, según el caso: «Todavía reservo algunos para leer en mi vejez» o, ya filosofando, «Toda biblioteca debe guardar enigmas»). Luego de esta primera criba, separa los que definitivamente no le interesan. Ha decidido regalarlos. Convoca entonces a la familia y a los amigos, que acuden esperanzados de que exista en ese lote una edición príncipe o el libro aquel con el que habían soñado. Miran, hojean, recogen algunos. Surgen nuevas preguntas: «¿De veras quieres deshacerte de éstos?», o bien: «¿Por qué tienes esto?»: Tratamiento preventivo a muy bajo costo para eliminar garrapatas del ganado vacuno en la cuenca lechera de Aguascalientes. El escritor, circunspecto, se cala las gafas, revisa el volumen —pasta dura en formato oficio con fotos a color— y contesta: «No tengo la menor idea». Viene luego el doloroso proceso de la separación: la enciclopedia (doce tomos) que hace tantos años el padre fue comprando semanalmente y que hoy resulta obsoleta, los libros firmados por autores en los que se tenía tanta fe… Para el parco consuelo del escritor no falta quien los quiera. Lo asaltan fantasmas de su pasado: al desempolvar un volumen de Neruda cae una hoja de papel en la que una muchacha —tan delgada entonces como esa hoja— con una caligrafía veloz le dice: «Dejé el vodka en el conge. No te olvides de pagar el teléfono. Mil besos». El escritor se sienta en el piso, entre torres de libros, deja caer una furtiva lágrima y sonríe… ¿Qué se hace con ese papelito? ¿Se le vuelve a colocar entre las páginas nerudianas? ¿Se abre al azar otro libro y se le deposita ahí, con el secreto propósito de encontrarlo mil años después? ¿Se le prende fuego? Dilemas de mudanza. Añadamos otra circunstancia. La casa a la que ahora se cambia el escritor es un poco más pequeña y, además, intentará una nueva relación. Ella es leve y buena lectora. ¿Pero sólo por eso ha de agobiarla con el peso de tantos libros, más los indispensables libreros? No. Debe aligerar. Llama entonces a los muchachos que hoy estudian en su antigua universidad. Resulta fácil convencerlos. Se llevan cajas repletas. Y los amigos vuelven, hacen juiciosos viajes hormiga. (Tal vez en alguno de esos libros que irremediablemente se alejan —el escritor no puede evitar aquí una interrupción borgesiana— estaban el secreto y la clave). Aun así, los demasiados libros siguen siendo demasiados. No tienen cabida en la nueva casa. El escritor se resiste, no quiere dejar libro alguno para el carretón. Confía en los amigos. Uno de los mejores, gran lector, le dice: «Te guardo todos los libros que quieres conservar pero no puedes llevarte». Va. ¿De quién son los libros finalmente? ¿De quien los escribe, los edita, los compra, los atesora en bibliotecas de volúmenes desastrados o hermosos que luchan a muerte contra la implacable expansión de una virtual Alejandría? Son, piensa melancólico el escritor, de quien los cuida, de quien los lee. Son de quien los toca. Una jovencísima universitaria, al llevarse algunos, le dijo que ama el olor de los libros, la textura del papel, el peso que cada volumen imprime como una huella en sus manos, y añadió: «Los libros me transportan». Y el cielo de abril es casi blanco y el escritor en mudanza puede entonces creer que la humanidad tiene todavía remedio.

 

 

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