Escucho los pasos de Gabriela que se deslizan sobre mi cabeza. Estoy en el rez-de-chaussée del teatro donde, en unas pocas horas, presentará su Pequeña ofrenda, la obra de danza que ha preparado durante meses. Ella baila y hasta mis oídos, a través del piso, puedo oír la canción de Agustín Lara que escogió como una parte de la presentación en la que baila sola. Se trata de un ensayo, lo sé, y sin embargo ya siento un nudo en la garganta. Ella baila y yo me detengo. Todo se detiene, la vida misma, en su imparable curso, aminora su paso, me permite recordar los pasos que la bailarina ha venido creando con tanto esmero, en escenarios poco propicios y muchas veces insólitos. Pero no estoy todavía en Praga, sino en la planta baja del Várszínhaz, el Teatro del Castillo, que en el siglo xviii construyeron los monjes carmelitas, en Budapest, y que hoy alberga una muestra internacional de danza. Abajo fluye, lejos de toda humana emoción, el impasible Danubio.
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Luego de viajar la noche entera en el más rústico de los autobuses húngaros, Praga nos recibe como recién lavada. Una mano milagrosa le pasó por el rostro un paño húmedo, y las casas, los palacios, los puentes se han despojado de aquella pátina que, en mi recuerdo del primer encuentro, le otorgaba a la ciudad un aura de honda melancolía. Y aun así Praga no pierde su misterio. Como el buen Franz Kafka tampoco habrá de perder ese halo de santo laico con el que me parece verlo en cada esquina. Hay algo en esta ciudad, como en Venecia, que invita a perderse, a caminar casi ajenos a la muchedumbre de turistas que hoy la visitan. Desorientado, como suelo ser, puedo, increíblemente, orientarme. «Es por aquí», le digo a la bailarina. Y ella me sigue y prueba la deliciosa cerveza checa. Ríe, reímos. Puentes, callejones, jardines, iglesias, sinagogas. Ahora la absenta —en otro tiempo prohibida— está en cada vinatería y las marcas se multiplican; la más popular, Euphoria, luce en su etiqueta un dibujo de la célebre y terrible hada verde que, entre tal proliferación, parece casi inofensiva. Le cuento lo difícil que fue, para María Negroni y para mí, conseguirla en otro tiempo, ¿en otro sueño?
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En la ribera del Moldava, un museo nuevo. Para mi sorpresa, anuncia una exposición de Josef Síma. Sí, aquel pintor al que Octavio Paz le dedicó un poema hermoso y del que, en ese momento, recuerdo los primeros versos: «Síma siembra una piedra…». Debemos ir. Vamos. El Museum Kampa alberga la obra de artistas checos que trabajaron durante el siglo pasado e hicieron, principalmente, arte abstracto. «Obras que surgieron en tiempos difíciles, tiempos que no deberían olvidarse». Y, por lo visto, la vocación del museo no se ha detenido ahí. En el patio de grava nos reciben esculturas de jinetes colorados sobre corceles colorados, gigantescos infantes metálicos que gatean sin rostro, una curiosa instalación de pingüinos amarillos que descienden, en ordenada fila, hasta el río… Pero nosotros buscamos a Síma. Y lo encontramos en el piso más alto del edificio. Al contrario de lo que sucede en los niveles anteriores del Kampa, aquí se nos pide, con amabilidad, guardar nuestras camaritas digitales. Ventanas cerradas, luces tenues, una estancia despojada de cualquier artilugio. Y los cuadros del gran pintor parecen flotar ante nuestros ojos. No son demasiadas las obras, el catálogo que compramos tiene solamente treinta páginas, y está escrito en checo, sin traducción. Pero los cuadros que más nos emocionan son, sin duda, primos hermanos de Rothko, anuncian a Cy Twombly… Motivos griegos: Orfeo como el guía de un inframundo casi benévolo, Ícaro en una caída de la que sólo se han recuperado las alas o, mejor dicho, las plumas de esas alas en una sutil gradación de amarillos, ocres, grises… Gabriela se enamora de los azules en un lienzo titulado Modrá, pintado en 1957, con los que Síma nos seduce y a la vez nos deja justo en la orilla de algo que nunca sabremos. O que tal vez supimos ya, en otra vida.
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Caminamos, dejamos que nuestros pasos nos lleven por los rincones apartados de Malá Strana, el barrio más antiguo de Praga. En una licorería —era justo y necesario— nos hacemos de una botella de absenta. Reconozco la marca, Hill’s, que me acompañó tantos años antes y me regaló, a la vez, cielo y precipicio. Cruzamos puentes, jardines que parecen haber estado esperando nuestra silenciosa aparición. Llevamos una cajetilla de Gauloises y fumamos. Caminamos más. De pronto, en un recodo, una pequeña tienda de juguetería. Algo nos llama en la vitrina. Son dos marionetas. Un torvo esqueleto, cigarro en la boca descarnada, abraza a una bailarina de grandes ojos asombrados cuyo cuerpo desnudo, finamente modelado en madera, está tatuado, salvo el rostro, de una yedra que lo cubre. Viste zapatillas de punta y un delicado tutú. La miramos, nos miramos, sabemos que ella no debería estar ahí, en esa pésima compañía. Entramos, preguntamos. Es una obra, nos explican, de un artista checo. Su precio excede nuestras previsiones. Salimos, regresamos al parque y la botella de absenta, que bebemos a sorbos, nos impulsa. Regresamos a la tienda, les explico que Gabriela es una bailarina mexicana que acaba de presentarse en Budapest. Ante nuestra insistencia llaman por teléfono al artífice. El precio baja, sólo un poco. Sí, lo sabemos, la bailarina es bellísima. Ella se llama Sofía, y vive ahora en nuestra casa junto a la gran Laguna.
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Rescato un apunte: Las artes todas, en sus orígenes, forman parte de un tejido más o menos sutil. Por ejemplo, la palabra teoría, que proviene del griego, quiere decir observar. Una observación que se aplicaba de manera específica a una escena de teatro. Y el teatro griego, lo sabemos, estaba conformado por una muy precisa interacción de la poesía, la música y la danza. En La diosa blanca, un libro fundamental para adentrarse en la historia de las mitologías, Robert Graves expresa: «Originalmente, el poeta era el jefe de una sociedad totémica de bailarines religiosos. Sus estrofas —versus es una palabra latina que corresponde a la griega strophe, y significa “una vuelta”— eran bailadas alrededor de un altar o en un recinto sagrado y cada estrofa iniciaba una nueva vuelta o un nuevo movimiento en la danza». De aquí que me parezca no solamente natural sino necesaria la relación que se establece entre ellas dentro de las recientes realizaciones del arte coreográfico. A través de los desplazamientos del cuerpo sobre un escenario se hace visible un instante en el tiempo. Algo muy semejante sucede con la palabra poética, en la que encarna una sustancia humana, una emoción, una idea. Ambas, danza y poesía, dan testimonio de la supervivencia del espíritu, mantienen viva una llama —que pareciera languidecer— aun en los más oscuros tiempos.
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Y traduzco dos momentos en los que el poeta Léon-Paul Fargue se expresa sobre esta disciplina que, por mediación de Gabriela, he llegado a amar y a conocer mejor.
«La danza no se sitúa en ninguna parte, es la flecha de Zenón y no tiene un lugar; es la mujer desnuda en un espejo, un recuerdo fugitivo en la memoria, una luz que se dirige a la atención».
«La danza es eterna, como el alma que nos inunda, nos habita y nos abandona»