Algunos autores —pienso, particularmente, en aquellos que leemos en la juventud temprana— se nos vuelven tan cercanos, tan necesarios, que no nos conformamos con saberlo todo de sus obras, sino que quisiéramos saberlo todo acerca de sus vidas. De aquí que fatiguemos bibliotecas y librerías en busca de esos testimonios que podrían, así sea sólo parcialmente, satisfacer nuestra curiosidad: autobiografías, biografías, correspondencia epistolar, memorias. El diario íntimo, redactado por el autor admirado a lo largo de su vida, viene entonces a constituirse en un testimonio de primerísima mano. Al aventurarnos por las páginas de una escritura que no estaba hecha para nuestros ojos —pues la naturaleza misma del diario reclama cierta secrecía—, cometemos un acto de indiscreción; nos convertimos en intrusos, testigos mudos de pensamientos y de hechos que rebasan casi siempre las fronteras entre la realidad —vida vivida— y la literatura. Nos redime, sin embargo, la vaga intuición de que nuestro autor pudo haber escrito esas páginas —o por lo menos una buena parte— para que nosotros, lejanos en tiempo y espacio, tuviéramos algún día acceso a ellas.
Así, por ejemplo, los Diarios que Franz Kafka redactó entre 1910 y 1923 y que estaban, como la mayor parte de su obra literaria, destinados a la destrucción. Uno bien podría preguntarse si el autor de La metamorfosis no habría tenido que entregarlos él mismo al fuego, en lugar de haberle encomendado esa difícil tarea a Max Brod, su amigo y albacea. Una encomienda que, para fortuna nuestra y posteridad de Kafka, se negó a cumplir. En un orden de cosas semejante, los cinco volúmenes que comprenden los Diarios de Virginia Woolf que la autora de Las olas redactó desde 1915 y hasta el año de su muerte en 1941 nos permiten adentrarnos en los recovecos de una prosa que da cuenta de múltiples minucias y que es, sobre todo, la revelación de un estado mental, con sus cimas radiantes y sus profundas depresiones. De una inteligencia excepcional como la de Paul Valéry nos quedan, además, evidentemente, de sus poemas y ensayos, las veintiséis mil páginas de sus Cuadernos, escritos a lo largo de cincuenta años. Este «diario intelectual», fruto de un hombre en extremo disciplinado, y en el que solía sumergirse todos los días durante las horas más tempranas, comprende, en palabras de Andrés Sánchez Robayna, «una masa oceánica de textos diversos, desde el aforismo a la fórmula matemática, pasando por el dibujo, el poema en prosa, la disquisición filosófica, el estudio estético, el apunte psicológico, la observación sociológica, el dato autobiográfico, el ensayo político o la crítica literaria».
La admiración de un escritor del talante y el talento de Salvador Elizondo por el pensamiento y las obras de Paul Valéry se manifestó en diversas ocasiones y con frutos singulares. Mencionaré sólo dos: la estupenda traducción de El señor Teste, realizada por Elizondo en 1971, y la no menos cuidadosa selección en dos tomos de las Obras escogidas del poeta francés que llevó a cabo el escritor mexicano a principios de los años ochenta del siglo pasado. Y si viene al caso la relación entre ambos autores es porque, conforme avanzan en el tiempo, los recién publicados Diarios. 1945-1985 (Fondo de Cultura Económica, 2015) de Salvador Elizondo dan cuenta de una de las más interesantes aventuras del espíritu y de la perseverancia de una vocación por las obras de éste, que se revela en el autor de Farabeuf a edad muy temprana y que no dejará de acicatearle durante toda su vida. Más de cien cuadernos que, en palabras de Paulina Lavista —autora de la selección y prologuista del volumen—, «los escribió para ser publicados, ¿si no qué otro destino tendrían los diarios en el caso de un escritor?». El mismo Elizondo, en uno de los textos en que reflexiona sobre la génesis y los motivos de su escritura, explica: «En realidad escribimos nuestros diarios con un afán tácito de que alguien, alguna vez, los lea y se forme una magnífica imagen de lo que fuimos […] Muchas veces yo mismo he pensado que leer un diario íntimo es un crimen comparable al de enviar cartas anónimas, sólo que mejor».
Diarios, los de Elizondo, como una bitácora de los afanes, peripecias, viajes, tribulaciones, hallazgos, lecturas, aficiones, estudios, trabajos, oficios, fiestas, batallas, conquistas y derrotas, amores y desamores, proyectos realizados y proyectos irrealizables, meditaciones nocturnas y delirios diurnos, aciertos y desaciertos, vida social y relaciones íntimas, paisajes del alma y de la terrestre geografía, climas exteriores y tormentas interiores, pensamiento, invención, imaginación, vida vivida, vida soñada… Tal vez, en el origen mismo de todo, una sola cosa subyace —ostinato rigore—: la obsesión imperativa, la tenacidad de la escritura.