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Mi encuentro con una obra de Piero della Francesca sucedió, como una suerte de premonición, a través de una película. En la primera secuencia de Nostalghia (1983), el film de Andrei Tarkovski, un Volkswagen recorre una carretera sinuosa en la campiña italiana y se detiene en medio de la niebla. Eugenia y Andrei descienden y ella lo apremia a visitar la pequeña iglesia cercana: Hemos llegado, le dice, vamos a ver a tu Madonna. Eugenia entra sola a la capilla donde la tenue luz de las velas permite atisbar, hacia el fondo, el fresco de Piero. Se trata de La Madonna del Parto. De pie, la doncella preñada aparece resguardada por dos ángeles. Acto seguido, hace su entrada una procesión de mujeres que llevan en andas la figura de otra virgen, ataviada con un ropaje cubierto de exvotos y la depositan frente a la pintura. Una de ellas se arrodilla y, al tiempo que dice una plegaria, le separa los pliegues del vestido a la altura del vientre. Al instante, a través de la vertical desgarradura, brota un torrente de pájaros. Debo de haber visto la película un par de años después de su estreno, hacia 1985, y había escrito una serie de poemas titulado «Parvadas», en los que la visión de las aves y el cuerpo lozano de una muchacha ocupan un lugar central.
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Piero della Francesca nació en el poblado de Borgo Sansepolcro hacia 1416 y «fue —nos dice Vasari— único en la pintura, siendo querido y respetado más que ningún otro artista de su época». De las obras que se conservan es quizá la más importante el ciclo de la Vera Cruz, pintado en la capilla mayor de la iglesia de San Francisco en Arezzo, que tuve la fortuna de admirar durante una estancia en Italia, en el verano de 2009. Quiso el destino que el castillo de la Fundación Civitella Ranieri, donde estuve hospedado, se encuentre en plena región de la Umbria, en el corazón de «La ruta de Piero» a pocos kilómetros de Urbino, Arezzo, Perugia, Sansepolcro y Monterchi. Durante los recorridos en compañía de los colegas becarios y bajo la guía amable y sabia de Dana Prescott —directora de Civitella—, la pequeña localidad de Monterchi me reservaba el encuentro definitivo con La Madonna del Parto. Aunque se desconocen las razones por las cuales Piero llevó a cabo este fresco, se sabe que fue pintado originalmente para la pequeña iglesia de Santa María de Momentana, erigida en un sitio relacionado con ritos paganos de fertilidad y donde, muy pronto, se convirtió en una imagen venerada por las mujeres que acudían a pedirle su asistencia en las labores del parto. La historia del fresco es compleja y no carece de lagunas, sin embargo, puede decirse que sobrevivió a diversos emplazamientos, dos terremotos y dos guerras mundiales. Hoy en día, luego de un meticuloso trabajo de restauración, la Madonna puede verse en un museo habilitado especialmente para guarecerla. Fui a verla un mediodía de agosto y las palabras iniciales del poema que escribiría meses después surgieron espontáneamente al contemplarla, flotante tras un cristal, en la sala que, construida como un pequeño oratorio, contiene también las ofrendas que las devotas mujeres no han dejado de llevarle.
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El fresco de Piero alberga uno de los más complejos misterios en el orden de las creencias religiosas: una muchachita, merced a un designio inescrutable, se convierte en la portadora del Verbo y, desde el momento de la Anunciación, encarna una doble naturaleza; es, al mismo tiempo, madre e hija del Creador. Entre otras exégesis, hay quien ha visto un posible origen de la pintura en unos versos de Dante, en el Canto xxxiii del Paraíso, que comienza con una invocación: «Vergine madre, figlia del tuo figlio…». Fui escribiendo el poema en diversas etapas, ya de regreso en México, a lo largo de cinco años. Consta de cinco partes a las que se añade un «Envío» y lo titulé, en honor a Tarkovski y su película, Nostalghia. Una meditación frente a la Madonna del Parto de Piero della Francesca. A principios de 2014, Dana Prescott —quien sabía de mi admiración por esta pintura— me lo pidió para una antología de poemas escritos sobre la obra del maestro en la que entonces trabajaba. A solicitud expresa, mi buen amigo, excelente poeta y traductor Dan Bellm lo vertió al inglés. El año pasado, con motivo de los primeros dieciocho años de la editorial Monte Carmelo, Francisco Magaña y los editores de La Dïéresis, Anaïs Abreu D’Argence y Emiliano Álvarez, unieron sus talentos y lo publicaron bellamente, en una edición bilingüe. Hace unos días recibí un ejemplar de la antología preparada por Dana: Feathers from the Angel’s Wing (Persea Books, Nueva York, 2016), donde mi poema convive con los de otros no menos fascinados que yo por el arte de Piero; entre ellos, para mi grata sorpresa, encuentro uno de Patti Smith —sí, la compositora y cantante—, «Constantine’s dream», en el que alude al ciclo de Arezzo y del que rescato estos versos:
Oh Lord let me die in the back of adventure
With a brush and an eye full of light
(Oh Señor permite que muera a lomos de la aventura
Con un pincel y una mirada llena de luz)
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No conocemos la fecha exacta del nacimiento de Piero della Francesca, pero sí el registro de su muerte: 12 de octubre de 1492. El mismo día en que, a bordo de La Pinta y pasada la medianoche, Rodrigo de Triana hizo el avistamiento. El mundo estaba por cambiar. «En la historia del arte —escribe Pietro Allegretti— hay hombres que bautizan una época con su propio arte. Le dan forma con su propia sensibilidad, la leen con su propia inteligencia y, al recrearla, inventan un mundo y un hombre nuevos. A una creación tal puede llamársele estilo, pero en algunos casos resulta más apropiado definirla como revolución. Piero della Francesca fue uno de estos hombres.». Y Zbigniew Herbert, en un espléndido ensayo sobre el maestro, leído recientemente, concluye: «La tradición dice que al final de su vida se fue quedando ciego. Un tal Marco di Longara explicó a Berto degli Alberti que de pequeño iba por las calles de Borgo Sansepolcro con un pintor viejo y ciego que se llamaba Piero della Francesca. El pequeño Marco no debía de saber que llevaba de la mano a la luz».