Cuentos chinos. La cabeza de una joven sirvienta se desprende por la noche y, usando las orejas a modo de alas, escapa por la ventana abierta para regresar después justo antes del amanecer; Ge Xuan, maestro en artes, escupe unos granos de arroz que se transforman en avispas; el aire envenenado de cierto río contiene una gran cantidad de seres invisibles —los monstruos proyectil— que castigan a los criminales; en toda época, las montañas que cambian inopinadamente de lugar son un augurio de próximas calamidades; los seres llamados chu son tigres que saben metamorfosearse en hombres, sienten preferencia por la ropa de color malva y carecen de talón; en tiempos de la dinastía Han, las plantas que parecían dormir a la orilla de los caminos se transforman en guerreros armados, en dragones y caballos, desde entonces se dice que las plantas se ponen magas; un cometa que se convierte en un niño vestido de azul para bajar unos instantes a jugar con los niños terrestres predice la ruina de un imperio…
Naufragio. Caminas por los pasillos a oscuras. La casona de los abuelos en el corazón de Santa María la Ribera se mece como un navío herido en el mar apacible de la alta noche. Todos duermen. Tal vez tú también duermes y sueñas que caminas despierto por tu sueño. Sin embargo, el frío de las baldosas atraviesa tus calcetines. En nada piensas, pero sabes que no puedes dormir, que llevas horas despierto. Miras, en el patio desierto, las yedras que crecen silenciosamente, y tras el muro las torres góticas del Museo, las negras chimeneas que, durante el día, arrojan densas fumarolas y cubren el patio con una leve capa de ceniza. «Mariana», dices, en voz muy baja, como si temieras despertarlos a todos. Y la cabellera rubia de La Perla de Labuán deja las páginas de Salgari y atraviesa tu insomnio como una premonición. La casa es un barco que flota de milagro y tú el único sobreviviente.
Viático. «Tengo que acordarme bien de que no he dormido», dice el niño que se llama Marcel en las primeras páginas de En busca del tiempo perdido. Como si su alma estuviera hecha de pliegues, Marcel Proust se desdobla e inventa a este niño insomne que no puede dormirse sin el beso de su madre. No quiere dormir, el beso que le falta es el viático, ¿cómo entrar entonces al sueño, a la deriva en el mar sin orillas de la noche? Debe permanecer despierto, pues, de otro modo, ¿cómo sabría si ella ha estado ahí o, cómo reclamarle luego, aun sin decirle nada, la ausencia de ese beso? Pero las horas pasan y el sueño lo vence. Su última defensa es la memoria, antes de hundirse, indefenso, para siempre quizás, en las aguas del sueño que lo devoran. Tan lejos ya de la presencia y del roce de unos labios en los que se forma el mundo y de los que pende su salvación.
Interruptus. A mitad del sueño emerge la conciencia de estar soñando. Recuerdas bien la primera vez. Soñabas y dijiste: «Voy a mirarme las manos». Y ahí estaban, tus manos, frente a ti. Fue una confirmación. Esto es un sueño y voy a aprovecharlo. Una breve carrera, un salto, volabas. Tu sueño favorito cuando el sueño te lo concedía. Pero ahora mandabas tú. Podías regular la altura, cada vez mayor, con un leve movimiento de cabeza y un aleteo. Escoger el escenario: el mar siempre azul y un cielo despejado. Nunca olvidarás la sensación de vértigo y libertad entremezclados, como el mar y el cielo en un horizonte infinito, como el sueño y la vigilia fundidos en una sustancia inseparable. Aquello volvió. Simplemente sucedía. Te dedicaste a experimentos más sutiles. Una vez, la última vez, se presentó un personaje. Nada tenía de particular. Lo verdaderamente importante es que no había sido invitado a tu sueño. Dijo unas palabras y te puso una mano sobre la cara. ¿Para siempre?
Tournier. «Toda la jornada se han sucedido las visitas. Luego cae la noche y ya no hay nadie. Estoy solo hasta mañana. Con una alegría mezclada de angustia, me preparo para esta travesía nocturna que tendrá sus iluminaciones, sus lamentos, sus largos deslizamientos en la paz del cuerpo, en las fantasmagorías de los sueños y en la suavidad magullada de las ensoñaciones. Es un viaje inmóvil (la cabeza hacia el este, los pies hacia el oeste) donde todo puede suceder, la llegada del ángel de la muerte o aquel otro que otorga la chispa creadora, la pesada y negra diosa Melancolía y el llamado de auxilio de un amigo o de un vecino. Mi soledad nocturna es el otro nombre de una inmensa espera que es la misma para el durmiente y para el que vela. Esta noche siento sobre mi cuerpo que se adormece un furtivo batir de alas, un roce. Digo: hay pájaros en mi cama. Pájaros o murciélagos. Una voz responde: No, son las almas de los muertos del cementerio. Son millares de almas que esperan, hace siglos, detrás del muro…».
Astronomía. Vas a dar una lectura de poemas. Estás en la antesala, con otros colegas. De pronto notas que tu carpeta está vacía y que debes de haber perdido los poemas que ibas a leer. «No te preocupes», te dice la organizadora, «yo tengo copias». Te llaman a escena y sales armado con la carpeta que ella te da. Se trata de un gran teatro, repleto de público, y a tus espaldas una orquesta a la que debes dirigir. Sabes que puedes hacerlo: en tu carpeta llevas las indicaciones. Tomas tu lugar en el pedestal del director, colocas la carpeta en el atril y la abres. Entonces, horror, la carpeta contiene una serie de hojas garabateadas con signos matemáticos y/o astronómicos imposibles de descifrar. Pasas las hojas, más signos, números, figuras geométricas. No sabes leerlos. El público aguarda, expectante, en silencio. Estás a punto de dar un alarido. Y en eso, entiendes lo que pasa, te diriges a la audiencia y le dices, con una sonrisa: «Esto es un sueño y quiero despertarme». Y lo haces.
La bella durmiente. Así quiero que se llame esta fotografía sin nombre de una muchachita muerta, tomada por Juan de Dios Machain a principios del siglo pasado. Coronada de azahares, vestida de blanco, la bella reposa sobre una almohada cuyo diseño imita las flores que la rodean. La nariz perfecta, los párpados que cubren apenas los ojos, los labios entreabiertos como si esperara recibir un beso, ¿de qué labios? No, ciertamente, los demasiado fríos que hace apenas unos instantes le arrebataran el alma… Recuerdo entonces haber leído que el cuerpo humano tiene una red neuronal especializada en interpretar la carga emocional de una caricia y que dicha red es independiente de las neuronas del tacto. Los investigadores han podido determinar la función que desempeña esa red de nervios táctiles y neuronas corticales que están especialmente destinados a descubrirnos no la caricia en sí, sino la emoción depositada en ella por una madre o un amante. Y la bella adolescente, en el recinto que la envuelve con una luz incierta, aguarda.
Metamorfosis. Te despierta un ruido de voces en el piso de abajo, como si alguien estuviera oyendo la radio a un volumen altísimo. Te levantas y vas a la ventana para pedirles —a gritos— que le bajen. No estás en tu casa junto al lago sino en tu recámara, en el segundo piso de la casa familiar en la calle Buenos Aires. Como no te hacen caso sigues gritando y entonces llega tu hermana Lydia, quien seguramente se despertó con el ruido y se une a la protesta. Ven que se trata de mamá, que está abajo en el jardín, se ve como en sus retratos de joven y lleva puesto un vestido antiguo, de encajes. «¿Qué hace ahí?», le preguntas a Lydia. Y ella: «Nada, está haciéndose la loca, como siempre». Acto seguido, estás en la sala y abres la puerta que da al jardín. Te acercas y le preguntas: «¿Qué haces, mamá?». Y ella, mirando al suelo, responde: «Estoy pensando si debo aceptar el anillo que me dio tu tío Edmundo». Miras en la dirección en que ella lo hace y ves el anillo plateado en el pasto que, mirándolo con más atención, es una avispa que de pronto se echa a volar. Tu cama empieza a moverse como si hubiera un temblor. Alguien (o algo) está a tu lado y te sacude con violencia. Despiertas con un grito. Estás solo, la puerta de tu cuarto está abierta y te dan escalofríos sólo de pensar en mirar hacia allá.
Dickinson. «Confieso que lo amo —Me regocijo al amarlo —Doy gracias al creador del cielo y de la tierra que me lo dio para amar —La exultación me desborda —No puedo hallar mi cauce —El arroyo vuelto mar con sólo pensarlo —¿Lo castigarías? —Una involuntaria bancarrota —¿Cómo puede ser esto un crimen? —Encarcélame en ti —Que sea mi castigo —Tejiendo contigo este hermoso enredo que no es vida ni muerte aunque tenga de una lo intangible y de otra el arrebato —Al despertar por ti en un día vuelto magia contigo —Antes de irme a dormir —Qué frase encantadora —Irnos a dormir como si dormir fuera un país —Hagámoslo una patria —Podríamos, mi tierra natal
—Ven amado y sé hoy patriota —El amor me hace dar la vida por esa patria —Sólo ahora adquiere sentido —Oh nación del alma tú tienes hoy mi libertad». Circa 1878.
Notas: Cuentos extraordinarios de la China medieval, de Gan Bao. La cita de Michel Tournier proviene de su libro Petites proses y la de Emily Dickinson de sus Selected Letters. La traducción de ambas es mía.